Narrativa de un encierro

 

Los grupos de WhatsApp revientan, las redes sociales revientan, la televisión supongo que también revienta, y a mí lo que me revienta es la cabeza y la lumbar.

Por Lisi González

Apartamento de unos 42m2. Cocina pasillo, salón, habitación y baño. Dentro yo. Fuera una voz de alarma que grita «Quédate en casa!!»….

14 de marzo de 2020, salgo a dar un paseo al monte y mis amigos me ponen fina en el grupo de WhatsApp: «Pero tía, pasa para casa! Acaso no sabes que acabamos de entrar en Estado de alarma por pandemia??» Algo había oído, pero mi lumbalgia no entiende de pandemias, sólo de latigazos y de inmovilizaciones. Por mí como si hay un terremoto (bueno, en caso de terremoto también es mejor no estar en casa), el dolor me supera y necesito caminar.

A medio camino de la ruta, me encuentro a una familia sacando las bicicletas del coche. Vaya, parece que no soy la única «inconsciente», pienso. Paso por su lado y el niño, de unos 10 años aproximadamente, da un salto para alejarse de mí y grita: «me pasó a menos de un metro!!»

Me quedo helada. Sensación demasiado extraña. Empieza el baile…

Al día siguiente ya encerrada, como todos. El Mundo se para, salvo las salas de urgencias, que se llenan como nunca. Nos dicen que será por 15 días, pero ya se escuchan opiniones de todo tipo (y el maldito «Resistiré», del Dúo Dinámico, todos los días a las 20h después de los aplausos).

Los grupos de WhatsApp revientan, las redes sociales revientan, la televisión supongo que también revienta, y a mí lo que me revienta es la cabeza y la lumbar. A los pocos días empiezo a pensar que no voy a aguantar 15 días encerrada. Un ser de movimiento como soy yo! Me entra ansiedad, lloro espatarrada en el sofá, lumbalgia, 061, ambulancia, extraterrestres en el salón, pinchazos varios y a dormir.

Esto no puede seguir así, debo tomar medidas. Busco algún vídeo de estiramientos en internet y todos los días a la misma hora, sobre el mismo metro setenta de suelo, con la misma vela encendida (hasta que se acaba y la repongo) y la misma música, realizo durante algo más de media hora los ejercicios que en él se indican. Gracias a eso, no es necesario que los extraterrestres vuelvan a visitarme en los dos meses que dura el encierro.

Se empieza a establecer el teletrabajo. Mis alumnos aprovechan la coyuntura para dormir y dedicarse a otros menesteres que les resultan más apetecibles que el asistir a una clase virtual. De un curso se conectan cuatro o cinco cada día, y del otro algo más de la mitad. Nunca había hecho un vídeo tutorial, siempre hay una primera vez…

También se ponen de moda las videollamadas, sobretodo para hacer reuniones con los amigos y familiares. Sólo escucharnos no es suficiente para satisfacer nuestra necesidad de relacionarnos con nuestros semejantes. Todo es muy emocionante al principio (y raro a la vez) pero, con el paso del tiempo, la gente va perdiendo fuelle y las reuniones virtuales grupales llegan a convertirse en ocasiones en un «de tú a tú».

Los días pasan y me empiezo a aburrir… Un día, inspirada por «la fiebre del papel higiénico», coloco algunos rollos de papel en el suelo y me tumbo en el sofá con uno de ellos en mi regazo, y finjo estar acariciándolo. Me hago una foto con el móvil, le sumo rollos con Photoshop y la titulo «La loca de los gatos ya es historia». Y ese fue el comienzo de la serie de fotos, una al día, que vino a continuación. Todas hechas en mi salón (excepto una) y todas relacionadas con la cuarentena. Apunto las ideas que me vienen al despertar o en la ducha para que no se me olviden y poder ponerme con ellas después de las clases.

Necesito más calidad que la del móvil pero la cámara que me la puede brindar la tiene un amigo en su casa y, claro, ni él me la puede traer ni yo la puedo ir a buscar. O no!! Piensa, Lisi, piensa… Eureka! Mi primo es policía. Tengo la solución!

Me resulta muy raro no poder abrazar a mi primo, que es lo que solemos hacer para saludarnos, y más aún cuando me acaba de hacer tremendo favor. Todo es muy extraño. Hablamos un rato a un metro de distancia y nos despedimos como si fuésemos unos desconocidos.

Ya tengo la cámara, ya puedo seguir un poco más en serio. Coloco una tela blanca de puerta a puerta del salón y un trípode con la cámara a la distancia suficiente como para que entre mi cuerpo entero en el cuadro. Posturita para aquí, posturita para allí…y después a darle duro al Photoshop.

Una foto diaria es el reto y cada día, más o menos elaborada, envío una a un par de grupos de amigos y al de familia. Pasados unos días, pienso que les aburro pero, curiosamente, más tarde algunos me confesarán que esperaban mi foto cada día con impaciencia, lo cual me llenó de ilusión, claro.

Ya no quiero salir de casa y creo que no soy la única. Siento que el «síndrome de la cueva» se apodera de mí cada día un poco más. Libros, fotografías y películas toman más protagonismo que nunca en mi vida y con ellos paso el día feliz, alejada de la muchedumbre y del ruido que habitualmente invaden la ciudad que habito.

Echo de menos la naturaleza, eso sí, así que, cuando nos empiezan a dejar salir, dos meses después, lo primero que hago es coger el coche e irme al monte. Es maravilloso volver a llenar los pulmones de aire limpio, escuchar el sonido de los árboles, oler el musgo, introducir la mano en el agua fría del río… Sin embargo, la sensación de prohibición no me deja sentir la libertad que suelo sentir en estos espacios. Sigue habiendo demasiadas restricciones y es difícil dejarlas en casa.

Abandono el proyecto. Pudiendo salir ya no me siento igual de inspirada.

Habitualmente, no uso redes, pero mis amigos insisten en que tengo que hacer algo con las fotos y la verdad es que me apetece mostrar mi obra, así que la subo a una plataforma de fotografía donde ya tengo cuenta desde hace años, pero que no uso, y publico en Facebook el enlace.

Al poco tiempo, se pone en contacto conmigo la comisaria de una exposición colectiva de artistas para preguntarme si quiero exponer mi obra sobre la cuarentena. Acepto encantada y elaboro un proyecto con formato audiovisual, pero eso ya es otra historia…

 

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