‘My sweet land’, la guerra de Artsakh en la mirada de un niño

Sareen consigue, con una sensibilidad exquisita, hacer poesía con los paisajes de Artsakh, sin necesidad de recrearse en la belleza de Stepanakert o de Shushi.

Por Angelo Nero | 8/06/2025

Hay películas que duelen. Que hurgan en las heridas, para que no olvides. Así sentí el devastador documental de Sareen Hairabedian. La directora jordana se preguntó cómo sería crecer en una tierra amenazada constantemente por la guerra. Esa tierra es Nagorno Karabakh o, como prefieren llamarle sus habitantes, Artsakh. Yo la pisé apenas unos días, poco antes de que se desatara la penúltima de las guerras y esa tierra, desde entonces, la llevó pegada a mi piel, como una cicatriz. Por eso me ha dolido la historia del pequeño Vrej Khatchatryan, un niño armenio, de Tsaghkashen, una pequeña población de la región de Martakert, de 150 habitantes. Y ese dolor no ha sido más pequeño, más bien al contrario, sabiendo desde el principio, cual era el triste final de la película.

“Sintiendo una profunda conexión con Artsakh como parte de mi identidad armenia, me sentí atraído a explorar las vidas de quienes viven bajo la constante amenaza de la guerra. Mi objetivo era escuchar las historias de niños: sus sueños, esperanzas y miedos; y su vida cotidiana en una región desconocida para gran parte del mundo.” Declaró la directora al portal Filmmaker Magazine.

Las huellas de un conflicto latente, que explota en varios capítulos, en 1992, 2016, 2020, con el doloroso epílogo de 2023, en los ojos de un niño que pregunta “¿que va a pasar conmigo? ¿voy a morir?”, mientras intenta burlar a la maldición de guerra, jugando, como un niño más. La incertidumbre de los desplazamientos, de la huida de las bombas, el no saber si habrá un regreso, mientra su tierra va menguando. “Ahora eso es Azerbaiyán”, dice señalando lo que antes era la tierra de sus vecinos. Mientras las conversaciones de los adultos, o sus silencios, van anticipando el drama.

Una infancia, la de tantos y tantos Vrej, truncada, por los deseos expansionistas del panturquismo, que hacen que esa infancia esté impregnada por la guerra hasta en los momentos de paz. Las canciones de los niños hacen referencia a la defensa de la patria, y en los campamentos de verano les enseñan a manejar armas, como un juego más. Pero Vrej sabe que la guerra, en esa parte del mundo no es ningún juego, que puedes pisar una mina o que un francotirador te puede disparar desde el otro lado de la frontera, y el final de juego es más terrible que en el cuento de Cortázar.

Una frontera que, ademas, cambia con cada guerra. En 1994 fueron los armenios los que la ganaron. 25 años después las fronteras volvieron a cambiar, pero a favor de los azerís. En 2020 la República de Artsakh perdió tres cuartas partes de su territorio. Después vendría un largo bloqueo de nueve meses, en los que los armenios sufrieron un asedio medieval, privados de luz, de agua, de alimentos, de casi todo. Y tras resistir durante estos nueve meses, en septiembre de 2023, sufrieron una limpieza étnica de manual, y fueron obligados a abandonar su tierra en menos de 48 horas. Ya no quedan armenios en Nagorno Karabakh.

“Esta historia, narrada desde la perspectiva de un niño, busca destacar las experiencias humanas de una tierra devastada por la guerra, desviando la atención de las agendas políticas hacia las verdaderas caras del conflicto. Los habitantes de Artsakh —niños, mujeres y hombres— son quienes enfrentaron los horrores de la guerra que llegaron a sus hogares: desplazamiento, pérdida y reconstrucción. Derramaron amor por sus tierras, aire y agua, ganado y cultivos; y a pesar de todas las dificultades que trajo la guerra, siempre regresaron. Finalmente, perdieron los hogares que habían dedicado toda su vida a construir y proteger. Al partir de la perspectiva de un niño, obtenemos una visión sin filtros de la lucha de una nación por proteger su patria.” En palabras de su directora.

Todo esto nos lo cuenta Sareen Hairabedian, utilizando imágenes de archivo y, sobretodo, las escenas que grabó con Vrej y su familia, con Vrej y sus compañeros de colegio, con Vrej solo, haciéndose preguntas que no le corresponden a su edad. Sareen consigue, con una sensibilidad exquisita, hacer poesía con los paisajes de Artsakh, sin necesidad de recrearse en la belleza de Stepanakert o de Shushi, la capital y la segunda ciudad de la República. La película de Sareen huele a tierra y a sangre.

Son tres años en la vida de un niño que crece mientras van menguando los mapas de su patria, cercenando su espacio vital hasta que, ante la inanición internacional, no le quede otra tierra que la del exilio. Ese exilio que la directora lleva en su adn, al ser descendiente de armenios y palestinos.

“My Sweet Land”, fue seleccionada por Jordania para competir en la categoría de Mejor Largometraje Internacional en los premios Oscar, sin embargo la Comisión Real Cinematográfica de Jordania retiró su candidatura, tras las presiones recibidas por el ministerio de exteriores de Azerbaiyán. La directora Sareen Hairabedian y la productora Azza Hourani expresaron su profunda decepción ante lo que consideran una censura injusta: “La historia de un niño sobre su amor por su hogar y su familia ha sido prohibida y silenciada”. También el pueblo de Artsakh ha sido silenciado, pero sigue existiendo.

Como subraya Sareen en la entrevista a Filmmaker: “Debemos seguir contando las historias humanas de Artsakh para preservar la historia y transformar nuestra narrativa; y empoderar a las generaciones futuras para crear, reconstruir y soñar con un futuro mejor.”

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