Móviles de sangre, el legado del imperialismo

Por Susana Gómez Nuño @susanagonu

África. Finales del siglo XIX. Leopoldo II de Bélgica perpetra contra la población africana del Congo uno de los mayores genocidios de la historia.

“Era una actividad muy interesante, tumbarse en el monte a mirar tranquilamente a los nativos mientras hacían el trabajo del día. Algunas mujeres […] machacaban plátanos secos para hacer harina. A los hombres se los veía construir chozas y ocupados en otras tareas; los niños y niñas correteaban, cantaban […] Abrí el juego disparándole a un tipo al pecho. Cayó como una piedra […] Inmediatamente después una lluvia de balas cayó sobre la aldea.”

Capitán William GrantStairs, diario del Congo, 28 de septiembre de 1887.

La colonización del Congo por parte de Leopoldo II, rey de Bélgica, fue un caso especialmente cruento. El rey ocultó hábilmente su proyecto de enriquecimiento personal en el Congreso de Berlín (1884-1885) alegando que su propiedad particular del Congo permanecería abierta para el libre intercambio comercial internacional, a la vez que él se dedicaba a una “honorable labor filantrópica”, llevando la civilización a los nativos del Estado Libre del Congo. En realidad, el rey, después de pasar un tiempo estudiando los Archivos Generales de Indias en Sevilla, para ilustrarse sobre la obtención de beneficios coloniales, se convenció de que la mejor forma de conseguir rápidas ganancias era ejerciendo la violencia extrema y los trabajos forzados. El destino quiso que sus territorios fueran ricos en marfil y caucho, este último muy codiciado en Europa, aparte de los quince millones de indígenas que constituirían la mano de obra gratuita para su beneficio personal.

Los métodos empleados por los secuaces del rey eran especialmente sádicos y crueles. Los individuos negros reclutados de tribus antropófagas a las órdenes de los soldados blancos de la Force Publique, el brazo militar privado de Leopoldo, tenían como norma castigar salvajemente a todo aquel que no cumpliera con la recogida de las cantidades estipuladas de caucho o marfil. Asesinatos en masa, ahorcamientos, violaciones, latigazos, toma de rehenes y amputaciones de manos y pies —que se ahumaban para llevarlos como pruebas a los superiores— fueron algunas de las barbaries perpetradas, que diezmaron desmesuradamente a la población congoleña, y conformaron la maldad y la vileza humana llevadas al límite.

Por suerte, el lucrativo entramado comercial teñido de sangre indígena fue denunciado por los primeros defensores de los derechos humanos: Morel, agente naviero que descubrió la jugada real, Cassement, funcionario inglés que publicó un detallado informe sobre los horrores vividos por los nativos, y los misioneros de raza negra George Washington Williams y William Sheppard, que denunciaron las atrocidades. A pesar de los intentos de ocultar su turbio negocio sobornando a la prensa y a políticos, finalmente, el rey vendió sus territorios al gobierno de Bélgica, que sometió a los congoleños prácticamente a los mismos abusos, aunque estos fueron menos letales, básicamente para no quedarse sin mano de obra. Un año después, Leopoldo murió con setenta años de edad, millonario y con un genocidio a sus espaldas que fue ignorado por la sociedad de la época. El genocida empleó parte del dinero ganado en obras para su país. Resulta especialmente llamativo el Arco del Cincuentenario, que un parlamentario opositor bautizó como el Arco de las manos cortadas, en referencia a esa terrible práctica. Así como el Museo Real de África Central, que recoge objetos de la cultura africana pero que ignora, “convenientemente”, la masacre perpetrada en ese pueblo.

África. Principios del siglo XXI. Las regiones africanas sometidas a las masacres y a los mayores expolios durante el imperialismo son las que sufren desde entonces mayor pobreza y miseria.

La situación en la República Democrática del Congo en la actualidad no ha mejorado demasiado. El imperialismo ha dejado paso al voraz capitalismo cuya bandera enarbolan ahora las grandes multinacionales en busca de codiciados minerales como el oro, los diamantes, el níquel o el coltán. Este último utilizado para la fabricación de nuestros estupendos móviles de última generación, símbolos del progreso y la tecnología del Primer Mundo. Pero, ¿a qué precio? ¿sabemos como se obtienen esos minerales? ¿se vulneran los derechos humanos durante el proceso de obtención? Pues, lamentablemente, volvemos a encontrarnos con el poder de las grandes industrias del sector y el silencio servil de los gobiernos del mundo, que, como siempre, desvían su mirada, taimadamente, cuando se trata de beneficios económicos.

Según UNICEF, un elevado número de niños —cuarenta mil en 2014— trabajan en minas ilegales, donde sus pequeños dedos extraen coltán o cobalto, sin usar ningún tipo de protección, en jornadas de doce horas, a veces, incluso, de veinticuatro, por uno o dos dólares diarios. Las condiciones infrahumanas a las que se ven sometidos, por no hablar de los que quedan atrapados en los derrumbes o mueren víctimas de daños pulmonares, no parece importar demasiado a compañías como Apple, Sony, Samsung, HP, Vodafone, Microsoft, LG, entre otras, por citar las más conocidas.

A la explotación infantil y las pésimas condiciones de los mineros adultos se le suman los asesinatos, los saqueos y las miles de mujeres violadas y mutiladas salvajemente. Las multinacionales financian las guerras y negocian con los rebeldes para obtener los derechos de explotación de las minas. De forma cruel e irónica contemplamos como las empresas extranjeras se benefician, sin escrúpulo alguno, de la abundancia de recursos de un país que ocupa uno de los últimos puestos en el Índice de Desarrollo Humano.Lo más injusto es que estas compañías siguen llevándose toda la riqueza en detrimento del crecimiento y desarrollo de una República Democrática del Congo, sumida en el caos y la miseria.

Ante este drama humano, se hace necesario forzar, de alguna manera, a las industrias del sector a actuar con responsabilidad. Empresas que ganan millones de dólares no pueden pretender «no saber» la procedencia de los metales que utilizan, o, lo que es peor, negar las evidencias. Los gobiernos deberían tomar las medidas legales oportunas, exigiendo un control exhaustivo sobre el origen de estos metales, para garantizar que en su obtención no se vulneren derechos humanos. Por otro lado, el consumidor debería concienciarse, reciclar convenientemente el móvil y optar por una compañía que ofrezca las garantías necesarias. De igual forma, estas empresas deberían utilizar tan solo metales procedentes de minas legales que no vulneren los derechos humanos, así como invertir parte de sus sustanciosas ganancias en la investigación de nuevos materiales para el desarrollo de dispositivos sin unos minerales que parecen ser el factor determinante que fomenta la desigualdad, la injusticia y la desgracia de miles de congoleños. En definitiva, deberían evitar la producción de los móviles de sangre. Entretanto, seguiremos siendo cómplices involuntarios de todas esas atrocidades cometidas en nombre del capitalismo monstruoso y despiadado que predomina en nuestra sociedad.

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