Monumentos e Historia Nacional

Una historia nacional unánime es un tipo de relato inasumible en las sociedades contemporáneas y como consecuencia de ello los monumentos acaban teniendo sus hinchas y detractores como si fuesen equipos de futbol.

Por Lucio Martínez Pereda

El monumento tiene como función convertir una parte seleccionada de la historia en identidad colectiva. Simboliza en el presente el reconocimiento de los valores del pasado con los que nos identificamos como sujeto colectivo. Pero el monumento suscita controversia cuando los valores elegidos se consideran inservibles en la actualidad. Tradicionalmente el monumento pretendió asegurar la duración de su interpretación del pasado poniéndola al margen de los cambios culturales y ahí es donde radica su fracaso, ya que la Historia no consigue ser representada como no sea aceptando los dos elementos temporales que siempre la constituyen: la duración y el cambio.  Una historia nacional unánime es un tipo de relato inasumible en las sociedades contemporáneas y como consecuencia de ello los monumentos acaban teniendo sus hinchas y detractores como si fuesen equipos de futbol.

La controversia, los debates en los medios, los actos de agresión iconoclasta, y las manifestaciones de protestas ilustran este problema. Desde el triunfo de la post modernidad en la década de los 90 del siglo pasado, la inclusión de la diversidad dentro del discurso oficial es uno de los fundamentos de los valores democráticos. Desde esa condición se ha asentado una re lectura del papel del monumento oficial en los espacios públicos. Guste o no guste esa circunstancia es un condicionante que anula su función tradicional de artefacto simbólico con capacidad para fijar en el presente una interpretación unánime del pasado. Las razones del rechazo a los símbolos callejeros, las imágenes encomiásticas y los recuerdos memorialísticos en piedra de los actos bélicos de los próceres de la dictadura en España, no son únicamente expresión ideológica de una izquierda que no se siente representada por unos símbolos que considera agresivos para su identidad política, son también la consecuencia post política de esta realidad más compleja, incluida en un marco cultural de mayor alcance y profundidad, un marco que transciende el debate político.

Veamos algunos ejemplos de este error. En el verano del 2017 en Estados Unidos se retiraron estatuas de héroes confederados en calles y plazas. Robert E. Lee y Jefferson David, que en la defensa de su derecho a tener esclavos negros, habían acabado con la vida de miles de americanos, dejaron de ser modelos para los estadounidenses del siglo XXI. En su lugar la sociedad americana se identifica mejor con las estatuas de Rosa Parks y Martin Luther King. En 2015 en Sudáfrica se retiró la estatua de Cecil Rhodes de Ciudad del Cabo: el colonialismo y el racismo dejaban de ser un valor con el que se identificaba el país:  el monumento a Nelson Mandela que lo sustituyó representaba mejor la imagen con la que los sudafricanos querían verse reflejados en el futuro. Con la caída del Muro de Berlín corrieron la misma suerte las estatuas de Petru Groza en Rumanía, Boleslaw Beirut en Polonia, y de Enver Hoxha en Albania, cuando miles de manifestantes derribaron en 1991 con cuerdas su estatua en una plaza de de Tirana. Otras veces la destrucción iconoclasta no es expresión de libertad interpretativa alguna, sino todo lo contrario, es el resultado de una vieja teológica medieval que rechaza como blasfemia la posibilidad de que la transcendencia divina pueda ser representada en imágenes, tal y como sucedió como la destrucción islamista en 2001 de los budas de Bamiyán por los talibanes en Afganistán.

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