Modelo sanitario II: la sanidad como negocio

Por Juan Antonio Gil de los Santos y Gustavo Laguardia | Ilustraciones: ElKoko

Primera Parte:

Modelo sanitario I: salud pública y niveles asistenciales


Si has llegado hasta aquí después de leer Modelo sanitario I: salud pública y niveles asistenciales, bienvenido de nuevo compañero/a de viaje. En caso contrario, acomódate en esta travesía desde estas líneas o incorpórate a la nave después de un pequeño interludio tras leer la primera parte. La elección es tuya.
Esta parte de la trilogía hará un recorrido a través de varios elementos (identificados en los siguientes epígrafes) que servirán para describir las fuerzas que operan en la sanidad como modelo de negocio.

1.- Medicalización de la vida versus Prevención eficaz 
Existe una fina barrera (y a menudo no tan fina) entre las acciones preventivas, oportunas y efectivas, que describíamos en la primera parte y lo que vamos a explicar a continuación: la medicalización de la vida. ¿A qué nos referimos con medicalización, y más concretamente medicalización de la vida? Tal como se recoge en Orueta Sánchez et al (2011) se entiende por medicalización el proceso de convertir situaciones que han sido siempre normales en cuadros patológicos y pretender resolver, mediante la medicina, situaciones que no son médicas, sino sociales, profesionales o de las relaciones interpersonales. La principal consecuencia de esto es la masificación de los servicios sanitarios por parte de la población en búsqueda de soluciones de problemas que no son médicos, debido a que diferentes agentes (industria farmacéutica, medios de comunicación, políticos, gestores y los propios profesionales) han generado unas falsas expectativas en la ciencia de la medicina. La actitud de algunos profesionales sanitarios, como veis, es parte de la causa de la medicalización y los que finalmente la sufren. Os invito a leer el artículo de Orueta Sánchez. Sus dos partes. ¡Sí, esta trilogía invita a su vez a bucear por todo un océano! No me miréis así de mal, los enlaces que adjunto son sólo para los más intrépidos, no necesitarás terminar la tesis ni estudiar para comprender estas líneas. Eso espero.

Para lo que nos interesa, quiero solo destacar este párrafo de Orueta Sánchez, que escenifica la medicina como parte del mercado de consumo: El aumento del nivel de vida en los países desarrollados lleva aparejado un aumento del consumismo. El mercado fomenta la demanda de medicina y tecnología médica, que han pasado a serbienes de consumo. Los medicamentos y, en menor medida las pruebas complementarias, son el objeto material de cambio en la relación mercantil entre el médico y la población. El mercado anima, además, a que el paciente tenga capacidad de elegir no solamente entre las alternativas diagnósticas o terapéuticas apropiadas para su proceso, sino también para solicitar aquellos que no están indicados. Es lo que algunos autores denominan «doctor shopping». En resumen, la enfermedad se ha convertido en un producto industrial alimentado por el deseo de estar sano.

De hecho, la práctica de la medicina se puede reducir, para entendernos, a gestionar probabilidades. Hay una probabilidad de que ante ciertos síntomas, la causa sea un abanico de patologías que pueden provocar tales síntomas. Para estrechar el cerco, a los síntomas se los cruza con otros factores: como la edad, signos vitales, antecedentes familiares, historial clínico, época del año, etc. Si la combinación de síntomas y la exploración inicial no son determinantes, el facultativo puede recurrir a pruebas complementarias para aumentar la certeza del diagnóstico. Obviamente un mal facultativo o uno menos experimentado consumirá más pruebas de las necesarias para llegar a la misma conclusión que uno más experimentado (experimentado entre otras cuestiones en explicar al paciente lo que probablemente tiene y por qué no es necesario una prueba complementaria, que puede implicar, además, un riesgo innecesario). Una vez se tiene un diagnóstico posible tras las pruebas necesarias que ratifiquen o aumenten esa probabilidad de certeza, es el momento de plantear el tratamiento, con, a su vez, probabilidades de beneficios y efectos perjudiciales (adversos). Se ha de intentar, por supuesto, minimizar los perjuicios o efectos adversos en los tratamientos, con lo que los tratamientos tienden a ser graduales, de menos a más agresivos. Si un tratamiento menos agresivo no es suficiente para paliar los síntomas, se pasa al siguiente y así. El uso de antibióticos constituyó uno de los grandes avances de la medicina en la década de los 40 del siglo pasado, pero su uso abusivo se está convirtiendo en un problema de salud pública como denuncian las sociedades de infectología, al provocar la resistencia cada vez mayor de las bacterias. Así, los médicos y médicas no solo han de equilibrar el beneficio y perjuicio del tratamiento en el momento actual para la persona, sino en el futuro para esa persona y para el resto de la población.

Mientras se debate sobre sanidad y se escriben estrategias, los servicios que se prestan a los ciudadanos siguen deteriorándose.

Se trata pues, no solo de gestión de problemáticas de salud, sino de gestión de recursos. Aquellos recursos que se empleen de forma innecesaria o incluso perjudicial para el presente o para el futuro, quitan la oportunidad de que se utilicen de manera correcta para aquello que es adecuado y efectivo. Si este ciclo de pruebas y tratamientos se comienza además abordando problemas cuyo origen, como recogíamos al principio, no es médico, sino social, profesional o de índole interpersonal, estaremos provocando un perjuicio de salud sin resolver el verdadero problema y malgastando recursos (consumismo médico).

Un ejemplo particular de la medicalización en el ámbito de la salud mental es lo que apuntan García-Valdecasas y Vispe Astola en (2015) y (2017) sobre el abordaje de malestares sociales como problemas individuales susceptibles de tratamiento farmacológico y psicoterapéutico, y la relación existente entre este proceder y la influencia de la industria farmacéutica. En el siguiente epígrafe nos extenderemos en ello, pero es de especial relevancia la adicción (y el coste) que producen determinados antidepresivos en comparación con su poca eficacia (limitada en ocasiones al efecto placebo) y la fuerte carga de efectos adversos que tienen, por comentar esa falta especial de equilibrio entre el coste y el beneficio de ciertas actuaciones clínicas.

En este punto muchos os estaréis preguntando si alguien ha hecho la prueba de ver si los resultados en salud mejoraban si no se trataban casos no urgentes, para comprobar el beneficio neto real entre efectos beneficiosos y perjudiciales de las pruebas diagnósticas y tratamientos. Como curiosidad en las jornadas de huelga sanitarias se produce este fenómeno.

Por último, voy a hablar de los cribados para enlazar con la prevención adecuada e inadecuada que da origen a la segunda parte del título del epígrafe. Es sabido que un diagnóstico temprano es determinante en el éxito del tratamiento y la reducción del coste en términos de salud y económicos. Eso es cierto. Ahora bien, la extensión descontrolada de este concepto puede resultar contraproducente. Gervás, Gavilán y Jiménez (2012) lo dicen muy claro: la prevención solo se justifica si prevenir hace menos daño que curar. Según esto, no está justificado utilizar terapia hormonal en la menopausia para evitar infartos de miocardio ni tampoco la revacunación antitetánica cada 10 años (basta cumplir el calendario vacunal y revacunar a los 65 años). Es bastante dudoso el uso de estatinas en prevención primaria cardiovascular o los suplementos farmacológicos de yodo en embarazadas sanas. Igualmente existen dudas sobre la efectividad de la mamografía en prevención del cáncer mamario. Por el contrario, sí existe certeza acerca de la inutilidad de la determinación del PSA, con o sin tacto rectal, como cribado del cáncer prostático. Y es perjudicial el autoexamen de mamas para la detección precoz del cáncer de mama.

El contrato preventivo exige enorme seguridad en la obtención de beneficios minimizando perjuicios, aceptando muchos menos daños que el contrato curativo.
Los éxitos de la medicina curativa y preventiva han desembocado simultáneamente en arrogancia profesional y excesivas expectativas de la sociedad. Los médicos se convierten en aparentes científicos que devienen en magos comerciantes y ofrecen curas milagrosas laicas que sostienen sus negocios; por ejemplo, con el cribado del cáncer de próstata mediante la determinación del antígeno prostático específico (PSA) y el tacto rectal. La sociedad exige evitar cualquier problema y aspira a la juventud eterna. La enfermedad se vive como fallo de la prevención; la muerte, como fracaso vital y médico.

El campo del trabajo médico abarca tanto enfermedad como salud y, como consecuencia, la vida se medicaliza. Además, la definición de enfermedad, y hasta el proceso de enfermar, pasa a depender de los profesionales sanitarios. Se produce una «expropiación de la salud»y, por ejemplo, la salud del niño depende de su revisión por profesionales («consulta del niño sano»). Los médicos reciben crédito colectivo para definir la «normalidad»: presión arterial normal, peso ideal, mejores horas para tomar el sol, comida más saludable, etc. Socialmente, estar sano se convierte casi en una religión donde impera la prevención, imponiendo si es necesario medidas coercitivas. Por ejemplo, se discute la pertinencia de convertir en obligatorias todas las vacunas o de sancionar a quienes presenten enfermedades y no se hayan sometido a intervenciones preventivas adecuadas.

En este contexto de medicalización de la salud y de la vida, de un mundo de intervenciones y demandas excesivas, resulta cada vez más difícil lograr un balance razonable entre beneficios y perjuicios, entre el bien y el mal. De ahí la importancia de introducir la prevención cuaternaria en la práctica diaria.

Daré un apartado especial a la llamada prevención cuaternaria en la tercera y última parte de este artículo, pero solo subrayar que dados los recursos existentes y el desarrollo de la medicina actual más nos valdría no sobrediagnosticar por encima de nuestras posibilidades o tan siquiera diagnosticar en determinadas enfermedades en los que los efectos permanecen latentes y hay una probabilidad de que nunca se desarrolle (volviendo a comentar aquello de que la medicina es una cuestión de probabilidades) por encima de la probabilidad de éxito de su tratamiento.

2.- Industria farmacéutica e introducción de nuevas tecnologías sanitarias 
El avance de la medicina ha sido notorio en su capacidad para diagnosticar y tratar diferentes patologías a través de la incorporación de nuevas tecnologías sanitarias (medicamentos y equipamiento de diagnóstico y terapéutico). La cultura de la innovación se ha asimilado a una mejora en la calidad del servicio sanitario y al progreso en su capacidad resolutiva. No podemos negar que en parte ha sido de esta manera, pero un análisis más profundo nos revela los elementos contradictorios y las deficiencias estructurales que se arrastran.

En el modelo de investigación de nuevas tecnologías sanitarias existe un papel preponderante de la industria farmacéutica. Estas compañías de forma legítima buscan maximizar su beneficio a través de tres vías principalmente: introducción de nuevos productos (nuevas moléculas, nuevas formas farmacológicas, nuevas máquinas de diagnóstico por imagen, etc.), búsqueda de nuevos usos para productos existentes (nuevas indicaciones autorizadas) y expansión en nuevos mercados (variación del umbral de los valores biológicos recomendables a alcanzar, nuevos sectores poblaciones, la incorporación en la financiación pública del sistema, etc.). Estas formulas para maximizar beneficios pueden coincidir o no con el interés general para que el sistema cuente en cada momento con el mejor equilibrio entre vieja y nueva tecnología, de tal forma que se alcance de la forma más óptima y coste-efectiva su aplicación según las necesidades reales que se tengan.

La sociedad exige evitar cualquier problema y aspira a la juventud eterna. La enfermedad se vive como fallo de la prevención; la muerte, como fracaso vital y médico.

Esto es, existe un riesgo de que no se investigue lo suficiente ciertas patologías porque no son rentables desde el punto de vista empresarial, y se investiguen solo aquellas que sí lo son. El resultado es un desequilibrio entre las necesidades reales y las generadas de manera artificial por la industria. Los estudios arrojan un sesgo evidente en las líneas de investigación y ensayos clínicos que se realizan, y lo que se publica como resultado en las revistas científicas que termina incidiendo en la práctica clínica y la visión que tienen los profesionales sanitarios de forma consciente o inconsciente.

Otro problema que genera este modelo de investigación es que la herramienta usada para proteger estas innovaciones, la patente, implica que no se compartan los descubrimientos entre las compañías, que compiten entre ellas y no colaboran, teniéndose que repetir pruebas y ensayos clínicos, multiplicándose los recursos empleados y el coste final de la innovación. El modelo se muestra claramente ineficiente.

En cuanto a la fijación de precio de los medicamentos y otra tecnología sanitaria el proceso está envuelto en un halo de oscurantismo y falta de transparencia preocupante. De hecho, la comisión interministerial de fijación de precios de los medicamentos (CIPM) no publicaba hasta hace poco los acuerdos a los que llegaba o la composición de sus miembros. La información con la que cuenta la industria farmacéutica en comparación con la que cuenta la Administración desvela asimismo una desventaja clara en dichos procesos de negociación; que serían además mucho más rentables si se negociaran de forma conjunta junto a otros países de la Unión Europea para ejercer más fuerza en lugar de negociar el precio de manera individual.

El alto precio de las nuevas tecnologías o nuevas moléculas se justifica, a su vez, por las grandes inversiones que acarrea el que solo uno de cada cien de los proyectos de investigación llegue a comercializarse. La no colaboración entre las empresas contribuye a ello, por supuesto, pero también que el tiempo concedido de la patente sean 20 años, 10 años se consuman en las fases de ensayos clínicos y el trámite para la aprobación y concesión de la licencia de comercialización, restando tan solo 10 años en los que se intenta rentabilizar el proyecto y todos los fallidos estableciendo un precio en muchas ocasiones según criterios exclusivamente de mercado. El Sovaldi, medicamento para la hepatitis C, desarrollado por el laboratorio Gilead estuvo en negociaciones con el ministerio y se pidió un precio inicial de 60.000 euros por tratamiento. Existen actualmente tratamientos que cuestan cientos de miles de euros por persona y año.

Por lo tanto, no es raro pensar que este modelo de introducción de nuevas tecnologías sanitarias a estos precios pone en serio peligro la sostenibilidad del sistema, además cuando muchas de las innovaciones suponen poca diferencia en términos de mejora terapéutica e introducción de nuevos efectos adversos aún no detectados en la fase de ensayos clínicos con respecto a los medicamentos ya existentes. En los últimos 5 años medicamentos oncológicos han quintuplicado su precio y apenas ha habido variaciones en resultados en salud.

Los recursos con los que cuenta la industria farmacéutica para promocionar estas nuevas moléculas representa un importante porcentaje de su presupuesto total, que invierte no solo en publicidad sino en otros medios más sutiles que influencian las prescripciones de los facultativos. En el Reino Unido el Instituto Nacional para la Excelencia Clínica (NICE) es un órgano que ha intentado orientar y evaluar la introducción de tecnología sanitaria en el National Health Service (sistema nacional de salud británico) de manera más responsable. En España, pese a que existen agencias evaluadoras de tecnología sanitaria en cada comunidad autónoma, hay una gran variabilidad de criterios y son pocas las tecnologías que no terminan financiándose. Se requiere de un análisis sobre hasta qué punto queremos seguir financiando todo a cualquier precio mientras se generan déficits en los servicios más básicos, se recorta en personal y la falta de mantenimiento en las infraestructuras llega hasta niveles insostenibles.

El que buena parte de la formación de los profesionales sanitarios, y los congresos especializados organizados se siga financiando casi en exclusiva por la industria farmacéutica desde luego no ayuda a que se produzca la racionalidad en el uso del medicamento.

En los últimos 5 años medicamentos oncológicos han quintuplicado su precio y apenas ha habido variaciones en resultados en salud.

En resumen, si la Administración no cuenta con recursos propios de líneas de investigación en nuevos medicamentos, que por su envergadura sería mucho más viable en una política de marco europeo como apunta Félix Lobo (2015), queda a expensas de lo que la industria farmacéutica decida hacer o no hacer, seguirá estando en clara desventaja en un mercado de información imperfecta en las negociaciones de fijación de precios tendente a la creación de monopolios, y las prescripciones de sus facultativos no responderán tanto a la racionalidad del sistema sino a las influencias creadas por unas compañías que financian gran parte de las proyectos académicos y sociedades científicas.

3.- Sesgo de género en el diagnóstico 
La concepción del reparto jerárquico del trabajo como ilustra de forma brillante Vicky López (2017) conduce a que los hombres predominen en los llamados trabajos productivos remunerados, mientras que las mujeres quedan relegadas a trabajos invisibles en el seno del hogar no remunerados. Esto conlleva a que por un lado las mujeres tengan mayor dificultad en el acceso a los recursos materiales que determinan la salud y por otro, a una posición subalterna de éstas respecto a las ciencias de la salud, sus expertos y sus saberes hegemónicos.
La visión productivista de la sociedad interfiere en el pleno desarrollo personal de las mujeres que encuentran cómo factores estructurales, culturales y “científicos” las empujan a su papel reproductivo.

Bernardine Healy en el New England Journal Medicine (1991) describía cómo las mujeres tenían que cumplir estándares clínicos masculinos para poder recibir una atención sanitaria similar en el Síndrome Coronario Agudo.

Al contrario de lo que se piensa, la ciencia no es neutral en cuando al tratamiento de género, manifestándose de forma patente su androcentrismo. Al excluir a las mujeres como objeto de estudio salvo en las funciones que le son biológicamente designadas (menstruación, embarazo, maternidad, menopausia…) y centrarse en los problemas de interés primordial para los varones, la ciencia ha ido introduciendo errores y sesgos que inevitablemente tendrán consecuencias en la salud de las mujeres y en su atención por parte de los servicios sanitarios.

El ejemplo paradigmático de este reduccionismo médico a la función reproductiva de la mujer es cómo una enfermedad que afecta a más de una de cada diez mujeres como la endiometriosis (crecimiento del tejido endometrial fuera de la matriz y que se manifiesta en su sintomatología como dolor pélvico ligado a la menstruación) con gravísimas consecuencias, sea una enfermedad invisible y no tenga el protagonismo que se merece en los manuales de medicina (donde su presencia es casi anecdótica), para un diagnóstico y tratamiento temprano y especializado que impida que avance de forma silenciosa mientras se normaliza como un dolor fruto de la condición de la mujer como menstruante.

Es necesario, por tanto, alejarnos de esta visión simplificada y distorsionada de la realidad, en la que la ciencia contribuye a perpetuar un sistema económico basado en la explotación de la mujer tanto en la esfera privada como en la esfera pública, normalizando este comportamiento también en la medicina. Los sistemas sanitarios en general y sus profesionales e investigadores en particular han de responder de forma más adecuada a un fenómeno que no solo encuentra en las diferencias biologicistas el abordaje de la desigualdad, sino en todos aquellos determinantes sociales de la salud que tienen como elemento intersectorial el hecho de ser mujer y otras formas líquidas de identidad de género.

De hecho, y esto lo abordaremos en mayor profundidad en el siguiente epígrafe y en la última parte del artículo, no sorprende demasiado que el enfoque socio-sanitario tenga un papel tan marginal en el sistema nacional de salud, donde el cuidado de las personas mayores y dependientes queda reducido al entorno familiar, siendo precisamente las mujeres quienes asumen este papel de cuidadoras. En un sistema que hasta en su propio diseño responde a problemas de salud agudos y no sirve para problemas de salud más crónicos, la ausencia de entornos para cuidados de media y larga estancia hospitalaria o de atención domiciliaria supone un ingente reto no solo en la búsqueda más eficiente de un sistema que ha de abordar el cambio sociodemográfico que se viene sino en una transferencia cultural desde la actual inequidad en el trato a la mujer como depositario de responsabilidades domésticas hacia una profesionalización de los cuidados como forma de justicia y de generación de empleo.

4.- Diseño de la gestión sanitaria 
Hagamos algo de historia. Nuestro actual Sistema Nacional de Salud (SNS) nace con la ley General de Sanidad de 1986 como un sistema público, financiado al principio a través de las cuotas de la seguridad social y luego con impuestos, y gratuito en el acceso. Por supuesto, cuando nace la norma no provoca un cambio inmediato de la noche a la mañana en el modelo sanitario con respecto a lo que había anteriormente. Tampoco es la única norma que ha conformado el SNS, con otras normas a destacar como la ley 15/1997 sobre habilitación de nuevas formas de gestión del Sistema Nacional de Salud, la ley 41/2002 de autonomía del paciente, la ley 16/2003 de cohesión y calidad del Sistema Nacional de Salud, o el Real Decreto 16/2012 de medidas urgentes para garantizar la sostenibilidad del Sistema Nacional de Salud.

Como se puede apreciar a lo largo de este desarrollo legislativo de la ley general de sanidad existen dos fuerzas ideológicas enfrentadas a la hora de plantear los servicios sanitarios públicos: una que aboga por la provisión mixta de servicios, el copago y el aseguramiento privado complementario; y otra que reivindica lo que debió haber sido la ley general de sanidad de 1986, un sistema de aseguramiento único, público, universal y con provisionamiento con medios propios. De igual modo, el desarrollo de la ley no solo fue incompleto sino tardío, ya que la financiación vía impuestos no se hizo efectiva hasta 1999 y la descentralización de la gestión desde el INSALUD hacia los servicios regionales de salud de las CCAA se completó en 2001. La cobertura sanitaria universal entendida como derecho ciudadano en la ley, desvinculado de la condición de la persona en el régimen de la seguridad social, volvió al modelo de aseguramiento de la seguridad social en 2012 aunque ya financiado por impuestos y sin que la Seguridad Social preste ningún tipo de servicio sino que son los servicios regionales de salud la administración responsable. Para estudiar la historia legislativa en mayor profundidad pueden visitar este trabajo y este artículo.

Entrando ahora a la parte operativa, el National Health Service (NHS) británico anterior a los gobiernos de Margaret Thatcher fue el modelo que inspiró la reforma sanitaria del primer gobierno del PSOE (1982—1986). Sus prestaciones comprenden no solo la asistencia en situación de enfermedad y maternidad, sino también la promoción de la salud, la prevención de la enfermedad y la rehabilitación. Estas prestaciones se deben facilitar, además, en condiciones de igualdad efectiva y de calidad. Sin discriminaciones. El SNS integraba todas las redes asistenciales previas: las procedentes de la Seguridad Social, de las diputaciones y ayuntamientos y del Estado. La red de asistencia de la Seguridad social era la más extendida ya en la década de 1970. Es por ello que se siga confundiendo que la asistencia sanitaria la sigue prestando la Seguridad Social. Son los servicios regionales de salud de cada comunidad autónoma quienes la prestan, quienes presupuestan su gasto, quienes regulan la organización de sus servicios, siendo competencia del ministerio de sanidad la regulación del marco normativo, la del Gobierno Central la transferencia financiera a las CCAA (antes finalista, y ahora no), y la del Consejo Interterritorial del SNS el órgano (de decisiones no vinculantes) que debería garantizar una homogeneidad, cooperación y coordinación entre CCAA y Estado.

El progreso de la asistencia hospitalaria se sustentó en la especialización y formación médica vía MIR, en la incorporación de la tecnología disponible y en el crecimiento de los hospitales (en una situación muy precaria los primeros años). Recordemos cómo después de construir las “Residencias sanitarias de la Seguridad Social” en las capitales de provincia, vinieron las “Ciudades Sanitarias de la Seguridad Social” (la última fue la de Córdoba, en 1976; la de La Paz en Madrid es de 1964, coincidiendo con los “25 años de paz” del franquismo), que eran algo así como una concentración de hospitales más especializados: un hospital general de adultos, un hospital maternal, uno infantil y otro de traumatología; y también se fueron levantando hospitales comarcales. En las “Ciudades Sanitarias” se ubicaron los servicios más especializados, que iban disponiendo de las nuevas tecnologías de diagnóstico y tratamiento, y en los comarcales, las especialidades más “básicas” sin llegar al nivel de equipamiento y, por tanto, tecnificación, de aquéllas.

El desarrollo de la Atención Primaria fue más tardío, a partir de 1984, también antes de la Ley General de Sanidad. Se partía de consultas de médicos generales que atendían en dos horas y media, en un ambulatorio, o en el medio rural, la demanda del cupo de asegurados, con un fonendoscopio y un aparato para tomar la tensión arterial como medios diagnósticos a su alcance. Para un electrocardiograma o una simple radiografía de tórax tenía que enviar al paciente al especialista del ambulatorio. Sólo gracias a la especial motivación e implicación de los profesionales a lo largo de los años 80 (siguiendo lo señalado por la OMS en Alma-Ata) fue posible la reforma de la atención primaria hasta llegar a la realidad de los “centros de salud” y los Equipos (multidisciplinares) de Atención Primaria (EAP), toda una gesta en la esfera de la gestión, que contribuyó sin lugar a dudas a la implantación con éxito de los servicios regionales de salud. Nunca podremos agradecer lo suficiente lo que hicieron posible los y las trabajadoras sanitarias en su época. Valdría la pena reflexionar el porqué ha desaparecido esta motivación a la par que se ha dejado de confiar en que sean los trabajadores y trabajadoras los que den con las soluciones más apropiadas en la administración sanitaria.

En cuanto a la organización y funcionamiento de los hospitales no cambió sustancialmente en décadas: servicios médicos por especialidades, con su jerarquía (jefe de servicio, jefes de sección, médicos adjuntos, todos con nombramiento “definitivo”; esto es, vitalicio). Supervisiones de enfermería más o menos paralelas a la organización de los médicos o, simplemente, por plantas de hospitalización, buscando la mayor funcionalidad posible.

La necesidad de “gestionar” los servicios sanitarios se empieza a manifestar en los años 80. En el discurso estaba más o menos explícita la voluntad de salir de la incuria del franquismo, de hacer funcionar y modernizar el país. La gestión de los servicios sanitarios se tradujo, durante años, en doblegar la resistencia de los médicos (especialmente los jefes de servicio, entonces vitalicios) a ser controlados y rendir cuentas; hay que recordar que un sector importante de ellos, con los Colegios de Médicos como defensores de sus intereses, estaban en contra del gobierno por la aplicación de la ley de incompatibilidades (de diciembre de 1984). También se intentaba fijar algunos objetivos, del tipo de estándares en la utilización de los recursos hospitalarios —camas, quirófanos, consultas: estancias medias (un paciente hospitalizado más días de lo necesario impide que otro paciente ingrese en esa cama), índices de ocupación de camas (¿hay camas sin ocupar en algunas especialidades médicas y faltan en otras?) y de quirófanos, número de primeras consultas y consultas de revisión—; además de cierta disciplina presupuestaria. Hablar sobre gestión de recursos humanos, relaciones de poder, corporativismo, modelos de dirección, flexibilidad laboral y de funciones, es muy complejo (lo abordaremos en otro espacio). Tan solo mencionar que sin que se haya realizado un análisis serio, el bipartidismo ha encontrado en la (compleja) gestión de los recursos humanos una justificación para plantear reformas privatizadoras de los servicios, que ni han solucionado las tesis iniciales ni han conseguido mejores resultados.

La gestión sanitaria va asentándose en los años 90 con los contratos-programa (procedentes del sector público francés, por cierto), y en la puesta en marcha de sistemas de información, en una primera fase los de tipo contable –contar actividad y gasto de la mejor manera posible–, luego los clínicos (diagnósticos al alta hospitalaria) y a partir de ahora, los que genere la explotación de los datos (big data) de la historia de salud electrónica. Sin embargo, apenas se toman decisiones basadas en el análisis y explotación de los datos de diagnósticos al alta hospitalaria, y los big data sanitarios son todavía futuro en nuestro país (aunque la industria farmacéutica está buscando cómo acceder a ellos). Así que hasta ahora el control del gasto ha dominado el mundo de la gestión sanitaria, condicionada por la insuficiencia presupuestaria crónica del SNS (han sido varias las operaciones de saneamiento de la deuda sanitaria por los gobiernos de España), y por la demanda de servicios superior a la actividad de los mismos.

La extensión y ampliación de los servicios asistenciales se ha visto superada casi siempre por un uso de los mismos que ha desbordado su respuesta en plazos razonables a las demandas de asistencia, de modo que se han generado demoras (listas de espera) en todo el sistema: intervenciones quirúrgicas, consultas, pruebas diagnósticas, urgencias, incluso consultas de medicina familiar. Este hecho es la primera señal percibida por la gente de que el sistema está desbordado, y la que más inquieta a gestores y políticos.

El bipartidismo ha encontrado en la (compleja) gestión de los recursos humanos una justificación para plantear reformas privatizadoras de los servicios

La mayor parte de la gestión sanitaria, no económica, de los servicios tiene como objetivo en estos momentos acortar o al menos no empeorar esas demoras, en un marco presupuestario limitado y con menos tolerancia a generar deuda que en los años anteriores, pues el control por las Consejerías de Hacienda y el Ministerio es más estricto que nunca. El único margen de mejora que hay es que el gobierno de la Comunidad Autónoma libere alguna partida específica y puntual para aliviar alguna de esas listas de espera, mediante “planes de choque”. El más fácil es contratar con el sector privado la realización de un número determinado de intervenciones quirúrgicas o de pruebas diagnósticas; que han dado lugar a los números de la privatización sanitaria.
Los servicios sanitarios son organizaciones de profesionales, con una gran autonomía en su quehacer diario. El desafío de gestión clásico ha sido —y sigue siendo— cómo hacer corresponsables a los trabajadores sanitarios de las consecuencias presupuestarias de sus decisiones clínicas diarias.

En la década de los años 2000 aparece el término “gestión clínica”. Es el actual paradigma de la gestión sanitaria. Se impulsa con más fuerza con los recortes presupuestarios. A los políticos y gestores les encanta hablar de ella (junto a otros nuevos enfoques como, por ejemplo, “la humanización de los servicios sanitarios”). Cada uno la interpreta y la aplica según su visión y sus intereses. (Dejo por aquí un editorial que pretendía arrojar algo de luz sobre la democratización y profesionalización de la gestión sanitaria). Mientras se debate sobre estas cuestiones y se escriben estrategias, planes integrales, planes operativos, procesos y toda la parafernalia terminológica en lo que ya es una específica langue de boissanitaria, los servicios que se prestan a los ciudadanos siguen deteriorándose. Los grandes prodigios clínicos (los trasplantes de órganos es el ejemplo más utilizado por los políticos) sirven para instalar en la opinión pública la imagen de excelencia de nuestro sistema (aunque estas actividades representen una minoría que además propician inequidades en la gestión de recursos que daría que hablar), mientras no se cubren las actividades del día a día (el grueso relevante del sistema).

En definitiva, esto creo que ilustra bastante bien las fuerzas e intereses que interactuarán, harán de barrera, de puente levadizo o de bomba de humo distractora, ante cualquier reforma que se plantee sobre el actual sistema nacional de salud. No servirá de nada seguir inventando nuevas formas de hacer o de organizarse (recuperando y reciclando anteriores en un cocktail novedoso la mayoría de las veces) sin abordar los verdaderos escollos que llevan arrastrándose décadas sin que ningún o ninguna valiente los afronte de verdad.

Y aunque en parte se ha insinuado o dicho ya implícitamente lo que implicaría este camino, aún nos queda el siguiente número para cerrar la trilogía en forma de clímax final. Esperemos que no defraude.

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