La Convención de Montevideo establece ciertos requisitos para considerar un Estado como tal: un pueblo, un territorio, un Gobierno. Sin embargo, fuera de los límites de estos Estados oficiales, encontramos otros proyectos, no siempre con un futuro prometedor, que aspiran a ser reconocidos por toda la comunidad internacional.
Por Astrid Portero / El Orden Mundial
Cuando el Estado nación apareció en escena, lo hizo para quedarse. Antes de él existían otros actores nacionales —monarquías feudales, en su mayor parte—, organizaciones administrativas muy poco flexibles y feudales, con apenas alcance internacional. Su aparición no fue instantánea; se trató más bien de un proceso lento de transformación de las monarquías feudales, sus predecesoras históricas, en lo que supuso la renovación —y, en algunos casos, el completo desplazamiento— de las antiguas instituciones que regulaban la vida diaria de los ciudadanos.
El Estado nación que hoy conocemos sufrió un proceso de maduración que duró siglos, pero podemos encontrar su origen cerca del año 1648, con la Paz de Westfalia, que puso fin a la guerra de los Treinta Años en Alemania y de los Ochenta Años entre España y Países Bajos. Con este tratado, que buscaba la paz y la estabilidad en toda Europa a través de la firma de un acuerdo multilateral, se introducían otros conceptos muy importantes que supondrían un cambio definitivo en la manera de entender la política y los Gobiernos.
De forma innovadora, el acuerdo se asentaba sobre bases legales y no religiosas, lo cual tuvo un impacto enorme: era la primera vez en la Historia moderna que los Gobiernos no se sostenían sobre bases de fe; al contrario, comenzó a predicarse la libertad religiosa de los individuos. Todo esto se sostiene en un concepto llamado Estado, sin importar su tamaño o alcance de poder, ya que se define por tener unos límites internacionales con integridad territorial y soberanía nacional. Esto también fue crucial para el cambio de paradigma internacional: al eliminar el factor religioso de los Gobiernos e introducir la soberanía nacional —es decir, el poder político proveniente del pueblo—, el poder ya no se heredaba ni tenía un origen divino.
Entrábamos así en una época secular en lo que a Estado se refiere, con una nueva importancia del equilibrio entre individuo y comunidad y la salvaguarda de la libertad y la seguridad individuales mediante distintos mecanismos administrativos. Con la integridad territorial surgieron también unas fronteras más o menos estables, algunas naturales —delimitaciones físicas como ríos o montañas— y otras creadas artificialmente por acuerdos con el país o países vecinos para tratar de llegar a una armonía territorial. Con esta mezcla de elementos aparece lo que hoy conocemos como prácticamente la única forma de organización y gobierno en la comunidad internacional.
¿Qué es un Estado?
A pesar de que podemos rastrear el origen del Estado nación hasta 1648, lo cierto es que su definición no se recogió oficialmente por escrito hasta 1933, en la Convención sobre los Derechos y Deberes de los Estados que se celebró en Montevideo, un acuerdo internacional promovido por el entonces presidente de los Estados Unidos Franklin D. Roosevelt en un intento de extender su política de buena vecindad, totalmente opuesta al intervencionismo e imperialismo que Estados Unidos practicaba y que comenzaba a causar rechazo a su alrededor.
En el primer punto del tratado encontramos lo esencial: qué se define como Estado. El Estado como persona o actor dentro del Derecho internacional debe contar con una población permanente, un territorio determinado y delimitado, un Gobierno y una capacidad efectiva para establecer relaciones con otros Estados. Respecto a la población, debe ser relativamente homogénea: el concepto de Estado nación surgió, entre otros motivos, de la necesidad de gobernar sobre un grupo de personas con afinidades culturales, físicas o étnicas.
El tratado respondía a las necesidades del momento y en la actualidad sería conveniente una actualización que incluyera lo que se ha convertido en el punto más importante del surgimiento de un Estado: el reconocimiento internacional, distinto de esa capacidad para establecer relaciones efectivas con otros Estados. El reconocimiento por la comunidad internacional de la entidad territorial como un actor estatal se ha convertido en algo a lo que aspiran muchos, ya que cumplir con los tres requisitos de la convención no convierte automáticamente en Estado a ninguna entidad; es necesario, cada vez más, el consenso de la comunidad internacional sobre el estatus de una entidad determinada para un futuro satisfactorio.
El hecho de que exista una suerte de hoja de ruta que especifica qué es un Estado tiene una doble lectura: todo lo que no cumpla con esos requisitos no lo es. Sin embargo, en la actualidad esa realidad se ha vuelto más compleja y ha generado una serie de peculiaridades estatales y proyectos de Gobierno que lanzan un mensaje muy claro: cuando la percepción se ha vuelto una parte tan importante de la realidad, a muchos no les importa tanto que otros vecinos rechacen sus proyectos de país.
Las micronaciones: un mensaje de base territorial
Aunque pueda parecer increíble, los lugares considerados —por sí mismos o por terceros— como micronaciones son muy numerosos y suponen un desafío constante a las normas establecidas y a los requisitos exigidos para convertirse en un Estado de pleno derecho reconocido por la comunidad internacional —aunque esta los tome, en muchas ocasiones, como una broma o un pasatiempo—. En realidad, raramente se trata de pasatiempos. Si bien es cierto que a veces establecer una micronación supone un acto de rebeldía, detrás del surgimiento de muchas de ellas hay una protesta política o una forma de expresar el descontento de uno o varios individuos hacia el país al que pertenecen por diversos motivos.
En primer lugar, habría que saber distinguir una micronación de un Estado pequeño en términos de territorio —también conocido como micro-Estado—. Las micronaciones se han convertido en lugares que pueden cumplir perfectamente con los requisitos de la Convención de Montevideo en términos generales —territorio delimitado, población permanente y un Gobierno o Administración sobre esa población—, pero que, sin embargo, no cuentan con el reconocimiento de la comunidad internacional, entre otras cosas porque surgen dentro de Estados ya reconocidos en una suerte de secesión. Muchas se comportan como Estados en todos los sentidos, con documentación legal para sus ciudadanos, la emisión de su propia moneda o una bandera que la representa como país. No obstante, al establecerse normalmente en territorios muy pequeños —en algunos casos, edificios o fortificaciones— o de poco interés estatal, esto no suele suponer un problema real para el Estado dentro del cual surgen; en otros casos, se llega a un entendimiento.
Entre las más conocidas puede mencionarse la Ciudad Libre de Christiania, en Dinamarca, un barrio relativamente autogobernado de Copenhague con alrededor de mil residentes que se proclama independiente del Estado danés. El proyecto de Christiania comenzó en 1971 a partir de un movimiento cultural y político que aspiraba a un modo de vida comunal y colaborativo. En 1989 el Gobierno danés aceptó preservar el asentamiento y, desde 2012, muchos de sus habitantes han ido adquiriendo terrenos dentro de Christiania con el propósito de mantener su comunidad y su estilo de vida. En la actualidad, se trata de un lugar turístico del que se beneficia el Gobierno danés, aunque la tensión entre ambos actores ha aumentado debido a la venta de drogas dentro de la comuna.
Otros ejemplos de micronaciones comprenden territorios más bien curiosos y casi imaginarios. Es el caso del Principado de Sealand, a diez kilómetros de la costa oriental de Reino Unido. Esta micronación se asienta en una fortaleza marina del Ejército británico abandonada tras la Segunda Guerra Mundial, una especie de isla artificial que Paddy Roy Bates conquistó en 1967 y que tiene una Constitución propia desde 1975, momento en el que Bates se proclamó príncipe del nuevo país aprovechando, aparentemente, el vacío legal de que el lugar se encontraba en aguas internacionales.
Directamente sin territorio real, podemos encontrar Wirtland, un país cibernético supuestamente soberano que experimenta con la legitimidad y la autosostenibilidad de un país que trasciende, aparentemente, las fronteras nacionales sin violar o disminuir la de ninguna otra nación. En la actualidad, cuenta con su propia moneda y sello y entre sus ciudadanos más destacados se encuentran personalidades como Julian Assange o Edward Snowden, que recibieron dicho estatus como símbolo de reconocimiento y apoyo.
Aunque las micronaciones puedan parecer ideas recientes, ha habido varias a lo largo de la Historia. La rebelión de Fredonia fue, por ejemplo, el primer intento de los habitantes de Texas de separarse de México en 1826. Los colonos anglosajones, liderados por el empresario Haden Edwards, declararon su independencia y crearon la República de Fredonia, lo que tuvo como resultado el aumento de la presencia militar mexicana en la zona y la rescisión del contrato del Gobierno mexicano con Edwards. Algunos historiadores consideran la rebelión de Fredonia el comienzo de la Revolución texana.
Una micronación suele ser, muchas veces, un mensaje. Es el caso de Waveland, Peaceland y República Glaciar, lugares gestionados y proclamados independientes por la ONG ecologista Greenpeace como forma de protesta medioambiental por diversos motivos: la extracción de petróleo, la oposición a la construcción de un radar estadounidense o la denuncia de la falta de protección de los polos, respectivamente. La lista de micronaciones con distintos objetivos es, en definitiva, tan larga como la imaginación lo permita.
Estados con reconocimiento limitado
Si bien establecer relaciones con otro Estado no es lo mismo que ser reconocido por la comunidad internacional, en ocasiones juegan el mismo papel. Aunque este reconocimiento tenga un efecto meramente político o simbólico, lo cierto es que en la práctica tiene un papel infinitamente más importante en el futuro del país o Estado recién surgido. Es posible que estos territorios cuenten con los requisitos para constituirse como Estado —población, territorio y Gobierno— y, sin embargo, terminen fracasando en su proyecto por la falta de reconocimiento internacional; muchas veces esto se traduce en bloqueos comerciales, ausencia de tratados, obstáculos para la importación y exportación, etc.
Dentro de este grupo, quizá lo que más llame la atención sea China, donde cabe distinguir entre la República de China y la República Popular China. La República de China gobierna la isla de Taiwán y otras islas menores desde 1949, fecha del traslado desde el continente tras la derrota frente a las fuerzas comunistas en la guerra civil china. Después de la guerra, la República de China mantuvo el reconocimiento de muchos países de la comunidad internacional y su reclamación sobre el resto del territorio que había perdido en el conflicto. Sin embargo, con el paso del tiempo y los distintos intereses involucrados, la comunidad internacional pasó a reconocer en su mayor parte a la República Popular China como Estado legítimo, puesto que controlaba casi la totalidad del territorio. Esta dualidad en el reconocimiento de Gobiernos hace que, incluso hoy, la República Popular China cuente con un reconocimiento internacional limitado, en la medida en que 17 países miembros de las Naciones Unidas siguen reconocimiento a la República de China como el Estado oficial. Estos intereses políticos se ven reflejados también en Corea del Norte, creada en 1948, otro país con reconocimiento limitado: ni Francia ni Corea del Sur ni Japón ni la República China lo reconocen.
Las secesiones de países ya existentes son, quizá, el supuesto más numeroso de países con reconocimiento limitado, normalmente porque la mayor parte de la comunidad internacional encuentra más beneficioso no reconocerlos y evitar un conflicto diplomático, político o comercial con el país que combate la secesión o porque reconocer al nuevo país puede entenderse como un símbolo de intromisión en los asuntos internos de otro Estado. En este grupo encontramos Camerún Meridional o República de Ambazonia, que lucha por independizarse de Camerún. También Somalilandia, cuyos diversos clanes se proclamaron independientes de Somalia en 1991 y que posee Constitución, moneda y Gobierno —bastante más estable que el de Somalia— propios, pero no reconocimiento internacional. En una situación parecida se encuentran Chipre del Norte, Osetia del Sur —quiere ser independiente de Georgia— y la República de Cabinda —independencia de Angola—.
La disolución histórica de grandes bloques estatales, como Yugoslavia y la URSS, también tiene todavía consecuencias territoriales. El caso más llamativo es el de Kosovo, cuya independencia de Serbia produjo una guerra que terminó con una resolución internacional del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas que abogaba por una administración internacional del territorio. Sin embargo, en 2008 Kosovo volvió a declarar su independencia, rechazada de nuevo por Serbia, pero aceptada por varios países occidentales.
Otro ejemplo sería Armenia, país independizado de la URSS, pero no reconocido por Pakistán como muestra de apoyo a Azerbaiyán en su conflicto por la región de mayoría armenia de Nagorno Karabaj. Artsaj o el Alto Karabaj, al igual que Abjasia respecto de Georgia, lucha por ser un país por derecho propio, pero ambos han sufrido conflictos armados de mano de los países de los que se quieren separar. Artsaj, además, complica un poco más el problema de los países con reconocimiento limitado o no reconocidos en la medida en que podría considerarse una suerte de Estado étnico: en el inicio, pretendía ser un país para los armenios.
Este tipo de Estados para una etnia o grupo cultural concreto —como lo fue, en realidad, Pakistán con la partición de la India: una nación para los musulmanes del este y el oeste de la India— responden, normalmente, a las consecuencias de la colonización y la imposición por parte de Occidente de fronteras que respondían más a intereses económicos que a poblaciones homogéneas —Pakistán sería, justamente, la excepción—. Entre estos casos encontramos Baluchistán —la tierra de los baluchis pakistaníes—, Jalistán —territorio sij dentro de la India—, Kurdistán —un país para el pueblo transnacional kurdo—, Sunistán y Chiistán —para suníes y chiíes, respectivamente— o Volkstaat —literalmente, ‘Estado del pueblo’, un proyecto independiente para los afrikáners de Sudáfrica—.
Palestina es otro país que sufre las consecuencias de la falta de reconocimiento frente a otro país con más poder —aunque también con reconocimiento limitado— debido a irresponsabilidades políticas. El caso se repite en el Sáhara Occidental: lugares ocupados por otros países con más presencia internacional que actúa como grupo de presión en los medios y la comunidad internacionales para que se inmiscuyan lo menos posible en lo que se entiende como asuntos internos de otro Estado.
Reconocimiento internacional en un mundo globalizado
En la actualidad, camino hacia un mundo cada vez más interconectado, hay quienes afirman que los deseos secesionistas de muchos territorios no tienen sentido. En un contexto donde los supra-Estados u organizaciones supraestatales cobran cada vez mayor protagonismo, ¿cuál es la finalidad de querer separarse de un país para unirse nuevamente a dicha organización? Desde un punto de vista meramente práctico, la pérdida de soberanía puede considerarse la misma. En la época en la que vivimos, los Estados apenas cuentan ya con independencia para tomar sus propias decisiones sin contar con la influencia del resto de la comunidad internacional y la economía mundial. Gobernar de forma aislada del resto del mundo ya no es una opción para la mayoría.
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