Somos una generación que vive en constante lucha, buscando un equilibrio entre la supervivencia diaria y el buscar un futuro mejor.
Por Isabel Ginés | 12/06/2024
Te levantas y das los buenos días a tus amigas, sabiendo que otro día se lo pasan en el transporte público, una hora para ir y otra para volver. Algunas dependen de los retrasos, lo que añade más tiempo y agotamiento a sus jornadas. Están cansadas. Solo podemos arañar algo de tiempo por la tarde con aquellas que no trabajan en ese horario. Recuperas el finde, pero pasa rápido, demasiado rápido.
Vas a manifestaciones, y tu activismo no cesa. Entre la familia, los amigos, descansar y cuidarte, los días se vuelven un torbellino. Amigos que toman pastillas para aguantar el día, muchos de ellos con ansiedad. Pocos pueden pagar por salud mental. Somos una generación cansada y quemada.
Nos enfrentamos a la crisis del cambio climático, los derechos de la comunidad LGBT+, y el inalcanzable precio de la vivienda. Nos sentimos explotados en trabajos que odiamos o, peor aún, sin trabajo. Incluso aquellos que tienen la suerte de trabajar en algo que aman, enfrentan sueldos que no alcanzan para nada.
Somos una generación que vive en constante lucha, buscando un equilibrio entre la supervivencia diaria y el buscar un futuro mejor.
En medio de la de la vida que nos supera, nos encontramos, como muchos otros jóvenes, atrapado en una rutina frenética.
Esto me recuerda al libro que debatí hace poco con Juan «La sociedad del cansancio» de Byung-Chul Han.
Cada día comienza con la alarma de mi teléfono, que no solo me despierta sino que también me recuerda las tareas pendientes de ese día.
La primera hora del día estoy revisando los correos electrónicos, viendo el teams y contestando más tarde siguiendo las noticias en las redes sociales. Tengo mis tareas semanales en un posits como recordatorio de: debes hacerlo, para eso te pago, no pienses: crea.
En esta sociedad del rendimiento que describe Han, la productividad no es solo una expectativa, sino una obligación constante. Nos hemos convertido en nuestros propios tiranos, imponiéndonos metas inalcanzables y castigándonos por no cumplirlas.
El filosofo habla del «sujeto de rendimiento», y me veo reflejada en este concepto. La autoexplotación es sutil pero clara. El trabajo ya no termina al salir de la oficina; nos acompaña a casa, interrumpiendo nuestras horas de descanso y hasta los fines de semana. En una búsqueda interminable del triunfo, éxito y reconocimiento, sacrificamos nuestro bienestar mental y físico. Comentó esto, hago esto, leo esto, tomo notas… El cansancio se acumula, pero lo ignoramos, creyendo erróneamente que más esfuerzo y más horas nos llevarán a la realización personal.
El cansancio y el agotamiento que describe el filosofo no son meras metáforas, sino realidades. El síndrome de burnout, la ansiedad y la depresión se han convertido en compañeros habituales de muchos de mis amigos. Empastillarse para vivir el día a día es algo mas común y no debería ni ser común y menos normal.
El agotamiento no solo afecta nuestra salud, sino también nuestras relaciones y nuestra capacidad para disfrutar de la vida.
En apariencia, somos libres de tomar nuestras propias decisiones, de elegir nuestras carreras y de perseguir nuestros sueños. Sin embargo, esta libertad es, en gran medida, ilusoria. Estamos atrapados en un ciclo de rendimiento y autoexplotación del que es difícil escapar. Creemos que estamos avanzando, pero en realidad, estamos corriendo en una rueda de hámster, desgastándonos sin llegar a ningún lugar verdaderamente satisfactorio.
En este mundo hiperconectado y exigente, tal vez el acto más revolucionario sea simplemente detenerse, respirar y permitirse ser humano.
Volviendo a lo que veo en mi entorno, en los últimos meses, la palabra que más se repite entre mis amigos y yo es «autocuidado». Hemos tenido que aprender a marchas forzadas a detenernos en seco, a decirnos a nosotras mismas: hoy ya está bien de exigirme. Lo hice bien y lo que pude, ya esta bien de seguir dando vueltas en la rueda.
Y no ha sido una lección fácil de asimilar. Pero la vida, con su ritmo frenético y sus constantes demandas, nos ha obligado a encontrar momentos de pausa, de reconexión con nosotras mismas. Nos hemos dado cuenta de que detenernos no es solo necesario, sino esencial. No podemos tener la cabeza al 100% siempre o atentas a todo. No podemos ser maquinas de producción, debemos tenernos en cuenta y saber que para es sano, importante y esencial. Debemos parar y ponernos una película, ir al cine, tomar un café sola o acompañada en una cafetería, leer en río, dar una vuelta por la playa, dar un paseo escuchando un podcast, ir a una librería, ir al mercadillo o dedicarnos a una rutina de cuidado de la piel, son pequeños momentos que nos permiten desconectar del ruido, dejar de lado el móvil, de la vida que nos pide mucho, y centrarnos en nuestra paz.
Lo más difícil es superar la sensación de que no merecemos parar. Miramos a nuestro alrededor y vemos que todos crean, todos producen, y nos invade la idea de que estamos perdiendo el tiempo. Esta mentalidad es desgastante y perniciosa. Sin embargo, el tener un buen entorno, amigas que nos recuerden nuestro valor y la importancia de parar, es brutal. No somos lo que producimos, y al final de nuestra vida no queremos una lapida o un discurso que aparezca “fue súper productiva”, no seremos recordados por ser los más productivos, sino por ser humanos, por cuidar de los nuestros y por haber vivido a tope.
El efecto de esta cultura de la productividad constante es devastador para nuestra autoestima. Muchas de nosotras ya venimos con cicatrices del bullying sufrido en escuelas o institutos, que minaron nuestra autoconfianza. Y pensamos que produciendo nos validaran más. Hacer más por no digan cosas malas. Error siempre.
Recuerdo claramente amigas (y a mi misma) diciendo: ¿Soy pesada? ¿Te molesto? ¿Esto lo hice bien? La inseguridad es la mochila y lidiar con ella es complejo, por eso parar, valernos y nos cuiden, ayuda mucho.
Por eso en este mundo que solo quiere gente con confianza, la vulnerabilidad es revolucionaria, soy vulnerable y me duelen cosas, no tengo confianza, a veces dudo de mi y necesito ayuda, no puedo siempre con todo, me agobia no llegar a todo pero debo priorizarme, necesito parar, por eso encontrar unas amigas que su apoyo es invaluable es esencial para todo lo que el día a día nos da. Cada día mejoro gracias a ellas. Comienzo bien las mañanas con sus mensajes de buenos días y, a menudo, son ellas quienes me recuerdan que debo parar, que ya he hecho suficiente, y que lo que no salió bien ya saldrá. Somos humanas, no máquinas.
Y recuerdo situaciones que no deberían pasar, el otro día, dos amigos me confesaron que toman pastillas para aguantar su día a día. Otro que duerme tomando pastilla porque tras llegar del curro la soledad y el miedo a no haber llegado a lo que el considera objetivos diarios le agobia. Otro me envió un WhatsApp desde urgencias, en medio de su quinto ataque de ansiedad de esa semana.
Otra tiene baja laboral porque esta mentalmente exhausta y rota. Otra ha cambiado de ámbito laboral porque no podía con presión sumado al jefe explotador y el nivel de auto exigencia.
Estas situaciones son reflejo de una generación que, a menudo, es etiquetada como la «generación de cristal». Nos llaman así porque piensan que nos quebramos con facilidad, que somos frágiles. Pero la realidad es más compleja. No somos frágiles; estamos agotados. Agotados de un sistema que nos exige más de lo que es humanamente sostenible.
Nos dicen que debemos ser fuertes, pero la fuerza no debería ser sinónimo de soportar lo insoportable. Merecemos un equilibrio, una vida donde el autocuidado no sea un lujo, sino una necesidad reconocida y respetada. Al final, la verdadera fortaleza radica en reconocer nuestras limitaciones y en darnos el permiso de parar.
No podemos seguir adelante en una vida sostenida por pastillas para aguantar, ni romper a llorar en el trabajo, en el autobús o en casa por la presión y las exigencias constantes. No es normal, ni debería serlo, seguir produciendo, recibiendo correos electrónicos o llamadas después de que tu turno haya terminado. Esta situación no solo es insostenible, sino profundamente injusta.
Dejar un ámbito laboral porque nunca consigues un contrato fijo, un sueldo digno o el reconocimiento que mereces, es una experiencia que muchos de nosotros hemos vivido.
Nos dicen que deberíamos ser agradecidos por tener trabajo, pero el agradecimiento no debería ser a costa de nuestra salud mental y bienestar. Solo poder disfrutar del descanso los fines de semana, y aun así llegar agotado, no es vida.
Nos da igual lo que otras generaciones piensen, esta es nuestra realidad. Vivimos en un mundo donde el cambio climático está presente, la salud mental un lujo inalcanzable, y donde la vivienda se ha vuelto inviable y los sueldos no son dignos. El desempleo es una amenaza constante que acecha a muchos de nosotros. A pesar de estos problemas, no podemos dejar de luchar por las injusticias, los derechos humanos, ya sea mediante manifestaciones, acciones directas o charlas. Para nosotros la lucha en las calles es esencial por eso el descanso al final es menos porque no puedes dejar que las injusticias ganen. Es importante en un mundo hostil luchar unidos.
Luchar, trabajar y cuidarse son acciones que deben ir de la mano. No podemos dejar de luchar por derechos humanos de todas y todas, nuestros derechos y la justicia social Tampoco dejar de lado el autocuidado que no es un acto egoísta, sino una necesidad esencial para poder seguir adelante.
Necesitamos un equilibrio donde nuestras batallas externas no nos destruyan internamente.
La vida no debería ser una carrera constante hacia la productividad a costa de nuestro bienestar. No somos máquinas, somos seres humanos con necesidades emocionales, físicas y psicológicas. La cultura del «siempre estar disponible» es tóxica y debe cambiar. El derecho a desconectar, a descansar y a vivir debe ser respetado.
Debemos recordar que nuestro valor no se mide por nuestra productividad, sino por nuestra humanidad. Merecemos trabajos dignos, sueldos justos y el reconocimiento de nuestros esfuerzos. Merecemos vivir en un mundo donde la vivienda no sea un lujo y donde podamos disfrutar del presente sin la constante sombra del agotamiento.
Al final, luchar por un mundo mejor incluye también luchar por nuestro derecho a descansar, a desconectar y a cuidar de nosotros mismos. Solo así podremos construir una sociedad más justa y equitativa, donde el bienestar de las personas esté por encima de la productividad. Porque una vida de pastillas y agotamiento no es una vida plena, y todos merecemos vivir, no solo sobrevivir.
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