Mensajes navideños

Por Francisco Javier López Martín

Vaya, mi artículo mensual tiene que publicarse el día de Nochebuena. El Rey de España tiene mensaje navideño. Puede que no sea el suyo, que se lo escriban otros, pero lo pronuncia él. Unas veces gusta más, otras menos. Algunos (más bien gente mayor) se sientan ante la televisión para escucharlo, otros cambian de canal, o siguen a lo suyo, dando los últimos retoques a la mesa preparada para la cena.

Total es un discurso grabado y mañana darán los cortes más jugosos en todas las cadenas, los tertulianos desmenuzarán, sacarán punta, seccionarán con fino bisturí, o cuchillo de capador, harán sus interpretaciones particulares en función de su peculiar ideología y, sobre todo, de la caja, o las cajas, de las que se nutren sus cepillos limosneros.

Ilustración de Javier F. Ferrero

Para no ser menos, cada presidenta y presidente de Comunidad Autónoma, alcalde y alcaldesa, cada empresario, o empresaria de postín, dirigirá un discurso a su pueblo soberano correspondiente. No se andan con chiquitas. Hasta nosotros mismos, quien más, quien menos, mandará su mensaje en forma de felicitación navideña remitida por carta (cada vez menos), por correo electrónico, o a través de cualquiera de las redes sociales al gusto del usuario.

Cada cual hablará de los suyo a bombo y platillo, pero en todos y cada uno de esos mensajes se lanzarán llamamientos explícitos, o implícitos, a ser felices y permanecer unidos. No falla. Y, sin embargo, la unidad (y no pienso en España, aunque también) está a punto de ser extinguida a manos del individualismo feroz y consumista, mientras que la felicidad, bueno, la felicidad es siempre muy subjetiva y, en nuestros días, tan dependiente del consumo como nuestras vidas lo son del aire limpio cada vez más contaminado y del agua, cada vez más escasa.

Estamos en Navidad, cada cual largará su mensaje y seguirá a lo suyo. No me resisto a dirigirme un mensaje, antes de que la avalancha de luces callejeras, los espectáculos de luz y sonido, lo tapen todo y sea demasiado tarde para intentar poner un poco de orden y unidad en mi cerebro y alguna expectativa de felicidad para transitar por este tramo que va desde un año que se va hasta el que se avecina cambiando de década.

De nuevo los años 20. No tan felices como los anteriores, pero tan esclavos como aquellos de la innovación, el consumo, el endeudamiento, la especulación, la competencia por los mercados y las apuestas bursátiles. Unos nuevos dorados años 20 en el horizonte de sucesos en que se ha convertido el capitalismo, justo antes de despeñarse hacia el centro del agujero negro.

De nuevo un periodo de entreguerras, que no faltan en el planeta. La verdadera diferencia es que la crisis, otra forma de guerra, ya se ha producido y se nos ha quedado atrapada, atascada, taponando la tubería del tiempo. Mientras la recesión va y viene, se anuncia, parece alejarse y vuelve de forma imprevista, la crisis forma parte ya del paisaje, se ha instalado como escenario inmutable de la triste cotidianeidad mutante de nuestras vidas y nuestros empleos.

Crisis es el aumento del número de millonarios mientras se amplia de la brecha de las desigualdades. Una tensión social que emponzoña las relaciones ciudadanas, presididas por un individualismo consumista, aprendido y contagioso, que nos conduce a pensar que todo se está moviendo contra nosotros, todos corruptos, todos contra mí, cómo va lo mío. La política, pobre política de tristes políticos, incapaz de gobernar el proceso desencadenado, se refugia en una absurda, pero incuestionable inquina que impide la sensatez, el diálogo, el acuerdo y el compromiso.

No son pocos los dispuestos a abrazar con entusiasmo el banderín de enganche de cualquier populachero de moda, cualquiera de esos que con seguridad impostada alzan la voz y arrojan sobre las masas lo que quieren oír, lo que muchos quisieran decir, pero callan por prudencia. Dispuestos a pasar de las palabras a los hechos y del postureo al eterno guerracivilismo. Discrepar, dividir, fracturar y confrontar con todos los medios a nuestro alcance.

Decepcionante el discurso del odio imperante, la vulneración sistemática de los Derechos Humanos, el fracaso de la reciente Cumbre del Clima. Perturbadora la situación que viven los pueblos en numerosos países de Latinoamérica, Asia, Africa.

Inquietante el bloqueo en nuestro propio país, la crispación, la incapacidad social y política para el diálogo sincero y el acuerdo. Rabia e indignación ante quienes aúpan al poder a dementes y degenerados en países ricos y en otros que no lo son tanto. Los modernos, reciclados y recauchutados Arturo Ui de nuestros tiempos, a golpe de tuit.

No hay demasiados motivos para la esperanza. Y, sin embargo, estamos en  fiestas navideñas. solsticio de invierno y, puesto a finalizar mi mensaje navideño, dirigido principalmente a mí mismo, vuelvo la memoria hacia un viejo conocido, Antonio Gramci, uno de esos amigos conseguidos en las páginas de un libro, que vuelven cada cierto tiempo y siempre cuando son necesarios.

Recuerdo, al menos, tres de sus frases,

-El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en este claroscuro surgen los monstruos.

-La indiferencia es el peso muerto de la historia.

-Pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad.

Me agarro a ellas y las convierto en mi mensaje navideño, a mí mismo y a cuantos las quieran compartir conmigo. Vivimos tiempos de profundas transformaciones y los monstruos abundan. Todo me interesa, nada me es indiferente. Hay que tomar partido, siempre por los de abajo, los últimos, los condenados de la tierra, los nadies. La voluntad, siempre la voluntad, porque no defendemos el pesimismo de la inteligencia como horizonte permanente de nuestras vidas. La voluntad e inteligencia, las dos caras de la misma moneda, para convertirnos en dueños de nuestro propio destino.

Cualquiera de estas frases se me antoja buen mensaje navideño, un buen comienzo para hacer frente a los complejos años 20 que se nos avecinan. A la voluntad le llaman suerte. Felices Fiestas y Feliz Año.

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