Mayores, menores y mujeres frente a la pandemia social

Las mujeres soportan las mayores cargas del hogar, incluso cuando trabajan fuera de casa. La presión de atender las necesidades familiares, el cuidado de la infancia y de las personas dependientes, se ha incrementado de forma desproporcionada a lo largo de estos largos meses.

Por Francisco Javier López Martín

La pandemia del Covid-19 sigue golpeando a nuestro país con brutalidad, a Madrid con ensañamiento. Hay quien dice que ya habrá tiempo de reflexionar sobre lo que nos están pasando ahora mismo, ya llegará el momento de extraer conclusiones y demostrar que hemos aprendido las lecciones.

El problema es que ese tiempo para el pensamiento ya no lo tenemos, ni lo tendremos. Sin solución de continuidad tras la pandemia vino una segunda oleada de la misma y ya hay países que embocan la tercera andanada. La reflexión que tenemos por delante hay que hacerla ahora, pensando en quienes están padeciendo las consecuencias más duras del desastre en curso.

Para empezar, la pérdida de empleos, el cierre de empresas y centros de trabajo, las medidas de confinamiento en los momentos difíciles, las precauciones de mantener la distancia física, el uso de mascarillas y geles, los cambios en el sistema educativo, en la convivencia cotidiana, han producido un descontrolado, e incontrolable, aumento de la sensación de soledad, de ansiedad, miedo, agotamiento mental, estrés.

Un día podremos valorar los daños que la pandemia ha producido en términos de vidas, dentro de cada uno de nosotros y en nuestras formas de relacionarnos. Toda la sociedad ha sufrido el golpe y ha tenido suficientes pruebas de las debilidades, carencias y riesgos del modelo económico, social y político en el que habíamos confiado a ciegas, sin darnos cuenta de las amenazas que se cernían en el horizonte cercano.

El personal sanitario en primera línea, pero también todas aquellas personas que han tenido que seguir sosteniendo los servicios esenciales para el funcionamiento de la sociedad, han sufrido el riesgo de infección y contagio, pero también las tensiones psicosociales, afrontando los retos, mejorando el trabajo en equipo, cambiando los ritmos, los protocolos de la actividad laboral cotidiana.

Pero junto a estos colectivos de riesgo hemos constatado el abandono al que la sociedad ha sometido a nuestros mayores. El número espantoso de personas fallecidas en soledad, de cadáveres encontrados en las residencias, en la soledad de los domicilios, en una habitación de hospital, sometidos a un insoportable triaje sanitario, o social, han hecho exclamar a los expertos de las Naciones Unidas,

-Todos nosotros, sin excepción, tenemos derecho a intervenciones que nos salven la vida. Esta responsabilidad recae en el gobierno. La escasez de recursos, o el uso de planes de seguros públicos o privados jamás deberían justificar  la discriminación de determinados grupos de pacientes. Todos tenemos derecho a la salud.

Un derecho que un mundo entregado al dinero y a las convicciones ultraliberales de  competencia desbocada no puede garantizar.

Las mujeres soportan las mayores cargas del hogar, incluso cuando trabajan fuera de casa. La presión de atender las necesidades familiares, el cuidado de la infancia y de las personas dependientes, se ha incrementado de forma desproporcionada a lo largo de estos largos meses.

Aún no hay estudios definitivos, pero todo indica el ascenso de la violencia doméstica, el aumento del maltrato. Tampoco sabemos el impacto que el miedo provocado por el fiero rostro de la pandemia va a tener sobre las mujeres embarazadas, sobre los niños y niñas que vendrán al mundo.

Los niños, las niñas, son otro de esos colectivos especialmente vulnerables en estos tiempos de pandemia, no sólo por el golpe de ver morir a personas cercanas, ni por el encierro al que se han visto sometidos en sus hogares confinados sin preguntas, sin consultas, como para que vayan aprendiendo algo sobre su papel obediente en el mundo que se avecina, víctimas colaterales cuando la violencia de género se desencadena. 

También por la imposibilidad de acudir a sus colegios, o de tener que ir obligatoriamente sin las suficientes medidas de seguridad, mientras cientos de millones de niños en el planeta se ven privados de escolarización, o sin  un auténtico derecho a la educación, sin poder asumir los costes de esta nueva modalidad educativa que utiliza medios digitales y que ha llegado para quedarse, sin poder asegurar condiciones de igualdad, sin poder afrontar con éxito la superación de la brecha digital.

Pero, sobre todo y por encima de todo, los más débiles han sufrido las esencias de un mundo carente de afectos, hasta en los momentos más decisivos, incapaz de cuidar a quienes más lo necesitan. Mientras tanto, hay quienes siguen atentos a lo importante y propio de la capital, al dinero que fluye a borbotones pagando el montaje y las celebraciones de desmontaje de hospitales de campaña, contratando hoteles, seudomedicalizando instalaciones, pagando al sector privado la realización de pruebas serológicas, o la contratación de rastreadores.

Hay quienes siguen cantando desde los altavoces de los medios de comunicación las bondades de las rebajas de impuestos a los ricos y de la insolidaridad del ultraliberalismo, la competencia desleal, la mentira sistémica. Los tertulianos siguen cobrando por defender lo ya indefendible, por alentar el desastre humano.

Cuando lo importante, lo único importante, ahora y también antes de ahora, aunque lo hubiéramos olvidado, es el afecto, un cierto grado de sensibilidad, mucha capacidad de compasión, solidaridad y no fallar mirando a los ojos, decir la verdad, por dura que sea, informar, preguntar, también a los niños, también a los mayores, equivocarnos juntos y aprender a rectificar, corregir, hacerlo mejor. No hay más, no es poco.

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