Los necios se conjuran

Por Julio Fuentes | Ilustraciones de ElKoko

La intolerancia no cesa cuando el poder legislativo finalmente impulsa una nueva ley. Hace falta, además, un compromiso diario e inflexible por parte de la ciudadanía para que los nuevos derechos civiles sean realmente efectivos. Incluso, mal que nos pese, la sociedad en su conjunto no es siempre una fuerza de vanguardia para determinadas cuestiones. Xenofobia, machismo, homofobia… De ahí la necesidad de lo políticamente correcto como muro de contención –temporal– contra los intolerantes.

Me explico.

En realidad, lo políticamente correcto opera en lo social como un elemento indispensable para ganar tiempo; tiempo para que las políticas educativas o los medios de comunicación eliminen de sus abecés las evidencias de su intolerancia. Tiempo para que nadie le ría las gracias al imbécil de turno. El primer paso supondrá que esté mal visto socialmente verbalizar dichos prejuicios; el segundo supondrá que desde lo educativo, lo informativo o en cualquier otro ámbito de las relaciones sociales, los intolerantes recapaciten a la fuerza, ya que en muchas ocasiones se razona más pausadamente sobre aquellas cuestiones que no verbalizamos que sobre aquéllas otras que son auxiliadas por el aplauso o la carcajada del personal. Al fin y al cabo, el fin último de lo políticamente correcto debería ser la creación de un clima de contagio.

Desde cierto punto de vista, los derechos civiles incluso están ligados al concepto de propiedad privada. Cuando la sociedad los alcanza, se supone que legítimamente le pertenecen. Sin embargo, desde distintas instancias del poder no cesan los intentos por expropiar dichos derechos;  por eso, cuando hablamos de políticas educativas reaccionarias estamos hablando en todo momento de derechos civiles, tanto por la igualdad de oportunidades en el acceso a la educación como por los contenidos educativos en sí, apestados de moralina intolerante en muchos casos. Llama la atención que los derechos civiles son la única expresión de la propiedad privada que el capitalismo trata de poner en duda constantemente. El recurso ante el Tribunal Constitucional por parte del Partido Popular de la ley que favorece el matrimonio entre personas del mismo sexo es sólo un ejemplo. Aducían cuestiones técnicas en torno al concepto matrimonio en un principio; finalmente acabaron hablando de peras y manzanas. Si el Constitucional hubiera dado la razón al PP, además de un serio problema de inseguridad jurídica respecto a las uniones que ya se habían hecho efectivas, habríamos asistido a un problema de legitimidades en cuanto a la propiedad privada dentro de esos contratos matrimoniales.

La victoria de Trump en Estados Unidos, así como el avance de la extrema derecha en Europa, son dos fenómenos muy preocupantes en este sentido. Cuando el presidente de la mayor potencia mundial habla desde la intolerancia, la sociedad en su conjunto corre el peligro de contagiarse. Cuando el discurso de la intransigencia viene dado desde la oficialidad, los intolerantes pueden crecerse, reconocerse entre sí y dejar de lado lo políticamente correcto.

Dicho de otro modo: Trump ha logrado alzarse como presidente gracias a los votos de millones de estadounidenses que, hasta ese momento, preferían mantener en silencio sus necias convicciones. Fallaron las encuestas en la medida en que el voto oculto suponía la ruptura de ese dique de contención que suponía lo políticamente correcto. Fallaron las políticas educativas, los medios de comunicación y finalmente la sociedad en su conjunto.

Cuando el poder político no goza de verdaderas convicciones, cuando los derechos civiles sólo son encarados desde una perspectiva electoralista, cuando se somete a la población a insufribles sacrificios en aras del bien de una minoría y los medios de comunicación utilizan la estrategia del miedo y del odio para incrementar sus audiencias, no es de extrañar que prosperen fenómenos tan nefastos como el de Donald Trump. Aquí lo políticamente correcto se desmorona y el electorado cambia de producto, eligiendo aquél que les resulta más auténtico.

Y es que lo políticamente correcto, como instrumento para ganar tiempo mientras la sociedad se transforma, es una herramienta –y sólo una herramienta– que tiene fecha de caducidad. Ni puede, ni tampoco debe extenderse indefinidamente, ya que de lo contrario caeríamos en la trampa de creernos mejores de lo que en realidad somos.

Un nuevo reto que se presenta y ante el que debemos ser inflexibles: la conjura de los necios.

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