Los mitos de la economía Low Cost

Por Joan Ramón Sanchis Palacio

Catedrático de Organización de Empresas y Director Cátedra EBC Universitat de Valencia


La economía Low Cost o de bajo coste se ha puesto de moda y cada vez son más las empresas que la utilizan como argumento competitivo. No existen estimaciones rigurosas sobre su alcance, por la dificultad que supone su medición, sobre todo si tenemos en cuenta que buena parte de este tipo de economía no es más que un engaño o un reclamo comercial, pero no cabe ninguna duda que se está extendiendo con fuerza, sobre todo a raíz de la crisis económica y de la pérdida de poder adquisitivo de una parte importante de la población. Su alcance está llegando a prácticamente todos los sectores económicos y su implantación es incuestionable.

El argumento de este enfoque es muy claro: la pérdida de poder adquisitivo de las personas (sobre todo por la caída de los salarios y por el aumento de personas en paro) les impide mantener sus niveles de consumo anteriores, por lo que surgen empresas dispuestas a ofrecer a estas personas un producto o servicio a un precio asequible. De esta manera, los ciudadanos pueden seguir accediendo a los bienes y servicios que necesitan y satisfacer sus necesidades. Bajo este planteamiento, estamos refiriéndonos a empresas enfocadas al cliente, que lo que buscan es ajustar sus costes de producción para poder ofrecer productos al precio que reclama el mercado, es decir, empresas orientadas al cliente y al mercado. En principio, se trata de un enfoque con un argumento competitivo muy sólido, e incluso podríamos pensar que estamos hablando de empresas socialmente responsables, pues están realizando una función social que consiste en favorecer el acceso a los bienes y servicios de la parte de la población que se ha visto más perjudicada por los episodios de crisis. De hecho, algunos la llaman también economía «anticrisis», pensada para ayudar a superar la crisis a las personas más vulnerables; o una economía más «eficiente», que lo que hace es eliminar los gastos superfluos de las empresas y reducir así parte de los impactos negativos del crecimiento. Sin embargo, detrás de este enfoque empresarial se esconde un engaño, que está basado en el populismo y la demagogia. Pasemos pues a desmontar tales argumentos.

En primer lugar, queremos señalar que este tipo de economía de bajo coste no surge con la crisis económica del 2008, como algunos insisten en destacar, sino que nace a finales de los años 90 del Siglo XX y principios del XXI como una estrategia enfocada en la reducción de costes de algunas empresas. Aunque posiblemente se haya acelerado con la última crisis, no es un sistema anticrisis ni tampoco es un modelo empresarial orientado al cliente o al mercado. Al contrario, se trata de un modelo de empresa enfocado en los costes internos de la empresa, que lo que busca es mejorar la eficiencia mediante una reducción significativa de sus costes. Y aquí es donde surge el primer peligro, porque la reducción de costes se aplica principalmente sobre los costes salariales, es decir, bajando los salarios de los trabajadores de estas empresas o en algunos casos concretos reduciendo los costes derivados del mantenimiento. El sector aéreo fue uno de los primeros en iniciar este enfoque, y hemos visto como se han incrementado los accidentes aéreos, además de la aparición de serios y continuos conflictos con sus trabajadores por condiciones laborales indignas (no solo por salarios bajos sino también por jornadas laborales extenuantes). Por otra parte, las empresas de la economía digital  basan su estrategia de precios competitivos en un sistema laboral sustentado en falsos autónomos, de manera que consiguen importantes ahorros en los costes de la seguridad social, lo que les permite obtener enormes beneficios financieros.

Un sector donde el low cost está teniendo un auge considerable es el de las cadenas de ropa, cuya cuota de mercado ha llegado a superar ya los dos dígitos. En este caso, los precios bajos se consiguen mediante la deslocalización y la elusión fiscal. Empresas fabricantes de ropa que subcontratan la mayor parte de su producción a talleres ubicados en países asiáticos y del norte de África, ahorrando así costes considerables en salarios a costa de una explotación despiadada de la mano de obra, que en ocasiones es incluso mano de obra infantil. O empresas que sitúan su domicilio fiscal en paraísos fiscales o países donde la tributación es mucho menor, como es el caso de Irlanda. En ambos casos, el precio bajo y el beneficio financiero que obtienen estas empresas del textil se apoyan en la deslocalización productiva y corporativa.

Otro sector donde se ha incrementado el low cost con la crisis del 2008 ha sido el de la distribución comercial, a través de la potenciación de las conocidas marcas blancas o marcas del distribuidor (frente a las marcas del fabricante). Alguna cadena de alimentación de peso relevante en España consigue una relación calidad-precio muy competitiva en base a contratos de exclusividad con sus proveedores, a los que les impone unas condiciones poco dignas. En general, el sector de la distribución comercial, en especial en lo que se refiere a productos frescos (frutas y verduras), aplica condiciones en precios en origen tan exigentes (bajos) que a menudo ahogan a los productores (agricultores) al no poder cubrir éstos siquiera sus costes de producción. Podemos comprobar, por tanto, que en este sector, el low cost se consigue a costa de las pequeñas empresas proveedoras.

Los pequeños negocios de barrio (peluquerías, panaderías, carnicerías, …) también se están viendo afectados por el low cost, a través de la entrada en el mercado de cadenas de franquicias, que por sus grandes volúmenes, pueden ofrecer precios más bajos, consiguiendo así expulsar del mercado a los pequeños comerciantes. En este caso, el low cost consigue eliminar del mercado a todas aquellas pequeñas empresas y autónomos que no se adapten al fenómeno de los precios bajos. Podemos pensar que esto es beneficioso para el consumidor porque así consigue precios más competitivos, pero lo cierto es que muchas familias quedan abocadas al paro, con escasas posibilidades de poder volver a incorporarse al mercado de trabajo, lo que incrementa los costes sociales por prestaciones por desempleo y otro tipo de ayudas asistenciales. Hay quien puede argumentar que eso es el mercado, que solo se mantienen los que se adaptan a sus condiciones, y que las empresas que desaparecen lo hacen por su ineficiencia. Como si en los mercados no jugaran un papel destacado los abusos de quienes imponen sus condiciones a través de su enorme poder y que consiguen expulsar a quienes no son capaces de alcanzar dichas condiciones; consiguiendo así mercados oligopolísticos e, incluso, monopolísticos, que a la larga acaban también imponiendo sus condiciones a los consumidores.

En definitiva, podemos concluir destacando que la economía low cost produce costes sociales y ambientales significativos. Para competir en precios hay que reducir costes y, se quiera admitir o no, en la mayoría de los casos la reducción de costes se concentra en la bajada de salarios y el empeoramiento de las condiciones laborales de los trabajadores. Hay quien señala que la reducción de costes se puede conseguir mediante la innovación y la introducción de procesos de producción y de gestión más eficientes; pero para conseguir esto hay que realizar inversiones considerables, lo que es contradictorio con costes bajos y precios competitivos, al menos a corto plazo. Pocas empresas aplican una economía low cost basada en la innovación, pues en general, las empresas que se deciden por este sistema, buscan beneficios rápidos y a corto plazo.

Una segunda cuestión que también conviene analizar es la de si realmente la economía low cost es beneficiosa para los consumidores. Dado que este modelo se apoya principalmente en este argumento, si conseguimos desmontarlo, habremos conseguido desenmascarar lo que hay realmente detrás del low cost. Si aceptamos que para ofrecer precios bajos, necesariamente hay que reducir costes y que éstos afectan en gran medida a las condiciones laborales de los trabajadores, tal como hemos demostrado en los ejemplos expuestos anteriormente, estamos ante empresas cuya calidad de sus productos/servicios es más que cuestionable. Esto significa que en la mayoría de las empresas low cost, evidentemente no en todas, precios bajos equivale a calidad baja, lo que a largo plazo va a ser perjudicial para los consumidores. Tengamos en cuenta que la calidad no siempre va asociada a las prestaciones de un producto o servicio. Un producto o servicio puede tener unas buenas prestaciones, pero su servicio postventa o la atención al cliente, por ejemplo, ser nefastos. Por tanto, el consumidor de la economía low cost está sacrificando calidad por precio y esto, a largo plazo, va a ser perjudicial para él. La calidad es subjetiva, pero puede ser medible y, por tanto, ser cuantificada y comparable. Comparemos los productos/servicios que ofrece una empresa low cost con los que ofrece una empresa basada en la diferenciación dentro de un mismo sector y tendremos la respuesta. Un ejemplo muy claro es el de las compañías aéreas low cost, que constantemente están cancelando vuelos, que acumulan retrasos considerables y que no atienden correctamente a sus clientes. En otros sectores puede ser más difícil detectar las diferencias, pero si consideramos un enfoque a largo plazo resulta más fácil.

Pero analicemos también qué hay detrás de esta decisión de consumo. Detrás de precios bajos hay abusos a los proveedores locales (como en el caso de la distribución comercial), contaminación y degradación del medio ambiente (como en el caso de las aerolíneas y los servicios de ocio), deslocalización productiva (como en el caso del textil), es decir, toda una serie de externalidades o impactos negativos de tipo social y ambiental que suponen un coste económico considerable. Todos estos efectos negativos los tenemos que pagar con nuestros impuestos, de manera que si sumáramos al precio que pagamos por el producto, el coste asociado a la parte de nuestros impuestos que van a cubrir los costes sociales generados por las empresas low cost, observaríamos que no nos resulta tan barato; más bien nos resultan carísimos. Si se le cargara a estas empresas una parte de los costes sociales y ambientales derivados de su actividad económica low cost, con toda probabilidad no podrían vender sus productos/servicios al precio al que lo hacen. Por tanto, ¿quienes son realmente ineficientes?, ¿los pequeños comercios que no pueden competir con las grandes cadenas de franquicias en precios?, o ¿las empresas low cost que están produciendo externalidades que suponen un coste económico insostenible para la sociedad?. Estamos premiando a las empresas más ineficientes porque solo estamos valorando la dimensión económica, pero las dimensiones social y ambiental son tanto o más importantes que la primera.

La economía low cost, por tanto, es perjudicial para el sistema económico en su conjunto y en especial para la sociedad. Sus patrones de conducta nos llevan a un modelo económico basado en la precarización del empleo, la insostenibilidad ambiental y la insolidaridad social; un modelo económico muy sensible a las crisis económicas e insostenible a largo plazo. Todo lo contrario al modelo económico al cual deberíamos dirigir nuestras actuaciones. Como consumidores, no deberíamos contribuir al sostenimiento de un sistema económico low cost mediante nuestras decisiones de compra; y como contribuyentes, deberíamos oponernos a este sistema, pues gran parte de nuestros impuestos acaban siendo utilizados para tapar las ineficiencias de las empresas que lo practican en vez de cubrir los servicios públicos básicos y necesarios como son la sanidad, la educación y los servicios sociales, entre otros.

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