Los lápices siguen escribiendo

El 16 de septiembre de 1976 quedará para siempre en el recuerdo de muchos, pues se cumplen 37 años del secuestro de diez  estudiantes en la ciudad de La Plata, arrancados de sus casas en un operativo militar conocido como “La Noche de los Lápices”.

Por María Torres

Los golpes de Estado siempre han estado al servicio de la clase dominante y del imperialismo, de lo contrario se llamarían revoluciones.  El que se perpetró en Argentina en 1976  fue el más sangriento de la historia de ese país  y el más pro-imperialista.  La dictadura militar gobernó de 1976 a 1983 y uno de sus objetivos prioritarios fue neutralizar a la juventud que no encajaba en sus esquemas, pues consideraban que había una generación perdida, rebelde y contestataria.  Los métodos fueron diversos: asesinato, desaparición, marginación social y prisión.

El 16 de septiembre de 1976 quedará para siempre en el recuerdo de muchos, pues se cumplen 47 años del secuestro de diez  estudiantes en la ciudad de La Plata, arrancados de sus casas en un operativo militar conocido como “La Noche de los Lápices”. En aquellos años de represión era frecuente el secuestro de adolescentes. Según el informe «Nunca Más» que elaboró la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep), en 1984, unos 250 adolescentes forman parte de los 30.000 desaparecidos que hubo en la época. Algunos incluso con apenas 13 años de edad.

Tan sólo tenían entre 14 y 18 años. Todos militaban en la Unión de Estudiantes Secundarios (UES), un grupo militante de izquierda que tenía relaciones con la agrupación guerrillera Montoneros y que venía desde antes de la instauración del gobierno militar manifestándose y reivindicando mejoras sociales. Habían participado de una protesta para restablecer el boleto estudiantil, suspendido en 1975.

El operativo fue realizado por el Batallón 601 del servicio de Inteligencia del ejército y la Policía de Buenos Aires, bajo el mando del  general Ramón Camps y solo tres de ellos aparecieron un tiempo después. Fueron  trasladados al centro clandestino de detención de Arana, en La Plata, provincia de Buenos Aires, donde permanecieron una semana en las peores condiciones que puede admitir un ser humano. Fueron torturados. Les aplicaban una picana eléctrica en la boca y los genitales; les arrancaron con una pinza las uñas de los pies; les ataban una soga al cuello y pasaron varios días sin comer.

Daniel Alberto Racero, Horacio Ángel Ungaro, Francisco López Muntaner, María Claudia Falcone, Claudio De Acha y María Clara Ciocchini continúan hoy desaparecidos.

De los cuatro que sobrevivieron a las torturas y vejaciones, Emilce Moler, Pablo Díaz, Gustavo Calotti y Patricia Miranda, tres pudieron dar testimonio del horror ante la justicia.

Eran niños, cada uno con su bagaje de sueños, de esperanzas y de fe en el futuro. Comenzaron la lucha cuando Argentina vivía su primavera, cuando todos sus habitantes creían que un país mejor era posible. Les inyectaros en las venas el sagrado veneno de la lucha por la justicia social, por la libertad, por los derechos y por todo eso fueron, con sus rebeldías a cuesta, torturados y desaparecidos. No quisieron o no pudieron darse cuenta que la primavera había pasado y que llegaba el peor de los inviernos.

Banderas, cantos, hermosa juventud, presa fácil para los asesinos. No escuchaban cuando sus mayores les decían que estaban cayendo compañeros. No escuchaban más que a su corazón y así seguían. No pedían nada extraordinario, solo querían “el boleto estudiantil”, solo un pequeño ahorro para la economía familiar, pero este pedido llevaba implícitas muchas otras cosas y en las negras alas de los reclamos vino la muerte.

Claudio: El colo, nunca le dijo a Adela que la amaba, esa noche se separaron sin leer, nunca más se vieron y desapareció.

Horacio: Admiraba a Tupac Amarú. Cuando lo mataron había ido a buscar una bandera argentina para ponerla sobre el féretro de un chico asesinado por los militares el día anterior.

María Clara: Le gustaba cantar, las cavernas y los dinosaurios. Por amor a su profesor se quitaba los anteojos, para coquetear. aunque no viera nada, es por lo que le quedó el mote de “cieguita”. En abril dijo Solari “se restaurará el orden en la educación” y en abril desapareció.

María Claudia: Creció entre la magia y la política. Creía en Zota, que no era más que su hermano disfrazado, “Quiero la liberación nacional, la justicia social y la segunda y definitiva independencia” decía y desapareció.

Francisco: Francisco Bartolomé fue Panchito, le gustaba la mitología griega, tomaba la leche con su canario suelto. Los informes sobre la intranquilidad estudiantil crecían sobre el escritorio del asesino Camps, ya les iba él a dar boleto estudiantil, y Panchito desapareció.

Daniel: Le decían calibre, era el que orinaba más lejos en las apuestas. Quería parecerse al Llanero Solitario, soñaba con ser mecánico o piloto de automóviles. Había leído El Principito y las aventuras de Sandokán, escuchaba a Sui Generis y a Serrat. Cuando hablaba de política solía decir: “con los obreros es más fácil salir adelante” Fue el primero en llegar al Bar Don Julio y desapareció.

Pablo: Pablito desconfiaba de los adultos que no querían volar. Cuando se cansó de todo ingresó en la juventud guevarista militar. Romántico y revoltoso lo echaron del colegio en segundo año. Imaginó que tendría un castigo divino por robar comida en su casa y llevarla a los pobres. Lo detuvieron, pero lo dejaron con vida, anda con su cruz a cuestas preguntándose por qué.

Desaparición, tortura y muerte, todo por el mismo precio. Cada uno de ellos es una historia que completa una historia de muertes que jamás debieron haber ocurrido.

Muchas veces, sobre todo en esta época, cuando el corazón se aprieta pensando y sintiendo cuantas cosas pasaron en ese septiembre de 1976, y se escuchan en el aire voces nuevas, guitarras nuevas, luchas estudiantiles nuevas, pero que son las mismas luchas de siempre,  y otra vez los viejos jazmines que emborrachan con su perfume, soñamos con una nueva primavera que quizá llegue algún día. Ellos no podrán verla porque hubo quienes, sintiéndose y siendo dueños de la vida y de la muerte decidieron que así fuera, pero los lápices siguen escribiendo y tenemos memoria.

La posesión del poder, por inmenso que sea, nunca podrá con la memoria de los que no queremos olvidar.

Se el primero en comentar

Dejar un Comentario

Tu dirección de correo no será publicada.




 

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.