«Que ser valiente no salga tan caro, que ser cobarde no valga la pena». Joaquín Sabina.
Luis Miguel Sánchez Seseña. Economista.
Hace unos días se nos heló el corazón. Almudena Grandes – la voz de los sin voz- nos dejó. Un doloroso vacío, mitigado en parte por su literatura comprometida, que siempre nos acompañará. El duelo de muchas buenas gentes, se hacía eco en las palabras de su marido, el poeta Luis García Montero: “Gracias por todo el cariño en la muerte de Almudena. Supongo que estar hundido es un modo de seguir enamorado y de empezar una nueva vida con el amor de siempre». Su poesía ‘La ausencia es una forma de invierno’, nos señalaba que solo el amor puede aliviar tanto dolor.
Fue entonces cuando me acordé de aquel domingo de mayo de 2015, cuando García Montero, en campaña electoral en la Comunidad de Madrid, y siendo el candidato a la presidencia de (la desfigurada) Izquierda Unida, abogó por una «economía del amor«: la que impera en las familias, frente a una «economía de la avaricia» que «obliga a la gente a competir por la miseria y a olvidarse de sus derechos». Según Google, este concepto nace el año 2016 en la cumbre del ECOSOC -Consejo Económico y Social- de las Naciones Unidas en Nueva York, olvidando al vate granadino.
A los que venimos de cierta formación donde la lucha de clases es el motor de la historia y el avance de la humanidad -apóstatas de la economía que se enseña generalmente en las Universidades y en los MBA-, estos conceptos nos podrían parecer, por decirlo suavemente, una cursilería. Mera sensiblería –podríamos pensar- si no existe un compromiso real de poner coto a la injusticia y a la desigualdad.
La economía de mercado está centrada en el dinero – y en el interés que este produce- y en el individualismo como forma privilegiada de comportamiento social. Una dinámica, la capitalista, que terminará por destruir lo que nos permite vivir: el medioambiente y la sociedad.
Marx afirmaba en los Grundrisse que “la producción produce no sólo un objeto para el sujeto, sino también un sujeto para el objeto”, y seguía argumentando que “la producción produce, por lo tanto, el objeto del consumo, la forma del consumo y el impulso al consumo”. Así es, la economía produce una manera determinada de subjetividad o de cultura. Los economistas neoliberales son conscientes de ello y buscan la extensión globalizada de una determinada cultura y de unos determinados valores.
La cultura del neoliberalismo sacraliza la economía de mercado, sin límites éticos, y tiende a la mercantilización de todo, incluidas las personas. «No hay sociedad, hay individuos» (Thatcher, 1987): eso nos quieren hacer creer.
La economía del amor, por el contrario, propone que este -el amor- sea más rentable que el egoísmo en los negocios. Es, en definitiva, un modelo en el cual las empresas sólo utilizan recursos económicos -utilidades- de la sociedad y del entorno, para generar y devolver valor a estos mismos proveedores. La rentabilidad económica estaría vinculada directamente con la generación de impacto positivo –social y/o ecológico-, teniendo como pilares fundamentales la empatía, la cooperación y el apoyo mutuo. Confianza, aprecio, solidaridad, acción de compartir, y por supuesto, amor. En definitiva, un grito de ¡más poesía, menos economía!
Aun así, economistas de la talla del escocés Angus Deaton, Nobel de Economía, habla en términos similares; o cuando se aboga por la economía del bien común (concepto promovido por el economista austríaco Christian Felber) estamos pisando terrenos parecidos. En estos casos, el éxito económico no es medido por indicadores monetarios como el beneficio financiero, sino por el balance de bienestar social y sostenibilidad ambiental.
Pero incluso en términos clásicos, el amor impacta más allá de lo que nos imaginamos en la economía. Este sentimiento y lo que él produce en los humanos, mueve industrias completas como la musical, la del cine, la de las flores o la del champagne, entre otras muchas.
Además, existe otra perspectiva de análisis, también desde la economía convencional. Por ejemplo, la norma social establecida dispone que, al recibir un gesto de cariño o una señal de amabilidad, debemos dar las gracias a esa persona. Lo que pocos intuyen, es que este comportamiento humano de esperar un pago (un “gracias”) a las demostraciones de afecto, no solo se basa en un acuerdo colectivo generalizado, sino que tiene una lógica económica detrás. Las demostraciones de agradecimiento que utilizamos como pago a las acciones de los otros son consideradas por la teoría económica clásica como algo que se denomina: precios sombra (shadow prices). Es decir, son pagos no tangibles por bienes o servicios que tampoco lo son. En ese caso, se estaría pagando con los gestos. Tal vez son los precios sombra los que producen un círculo virtuoso entre las relaciones de la gente y el impulso al crecimiento de las industrias. Cada Navidad, -entre otros momentos especiales-, aparecen los precios sombra y se mezclan con el amor, y nos motivan a regalar, a compartir y agradecer a los demás.
Subrayar, por último, la evidencia de que la “economía del amor” está más lejos de ser realidad, que la serie de ficción surcoreana “El juego del calamar”. Violencia, dolor, necesidad, hambre, inseguridad, persecución, desastres, calamidades… cuando en el Planeta pintan bastos, poco margen alberga la esperanza de un futuro mejor, más humano, con amor. Quizás vaya en nuestra herencia genética, lo de tener más parecido con los chimpancés que con los bonobos, que aunque ambas especies están estrechamente relacionadas, difieren en algunas características importantes de su comportamiento. Entre los chimpancés existe una fuerte competencia grupal, algo similar a la guerra en los humanos, mientras que estos conflictos violentos no se producen entre los bonobos. Mientras los primeros tienen un carácter más agresivo, estos últimos son conocidos por ser pacíficos, juguetones y sexualmente muy activos. Algo que se antoja muy recomendable.
Indudablemente, la economía del amor tiene marcadas limitaciones, empezando por nuestros propios egoísmos. Pero cuando se decide darlo todo sin esperar nada a cambio, la economía del amor pierde su primer nombre, convirtiéndose en puro y simple amor. Todavía hay lugar para la resistencia, y un hueco en las filas de la insurrección.
¡Que viva el amor, cabrones!
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