Lo difícil no es irse sino volver

Por Adaia Teruel @adaia_teruel

Volvemos a Barcelona, me suelta el Kalvo nada más llegar del trabajo. De un día para otro. Sin darme tiempo a reaccionar. Entramos en la cocina. Necesito urgentemente mi dosis de nicotina y éste es el único lugar de la casa donde se me permite fumar. ¿Cuándo?, le pregunto. Casi preferiría no haberlo hecho porque él me responde que en dos meses, y no hay suficiente nicotina que me ayude a sobrellevar esta noticia.

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Decidimos vender todos los muebles. Sólo nos llevaremos nuestras cosas personales. ¡Sólo! Aunque no sé dónde vamos a meterlas porque el piso de Tánger es bastante grande y en Barcelona no podremos pagar uno igual ni de coña. Después de hacer un listado con las fotos y los precios empiezan las visitas. Y llegan los curiosos, que miran pero no compran. Y los pesados, que compran pero a cambio te cuentan su vida. Como aquella madrileña que me tuvo media mañana que si su ex novio era marroquí y la tenía muy grande. Que si ella hacía el Ramadán porque quería. Que si esto, que si lo otro, que si lo de más allá.

El Kalvo se queda trabajando en Tánger lo que queda de verano. Yo hago las maletas y me preparo para mi tour particular. Con niños pero sin casa. Antes me despido de la gente. Ya nos veremos, me dicen unos. Volverás a Tánger, ¿no?, me preguntan otros. ¿Por qué a las personas nos cuesta tanto despedirnos? ¿Por qué decimos que vamos a llamarnos si sabemos de sobra que no lo haremos? En estos casos, ¿no sería mejor ser sinceros? Me ha encantado conocerte, lo hemos pasado muy bien juntos, que tengas suerte en  la vida. Hasta nunca.

Una amiga nos ha pasado el contacto de un señor marroquí que hace mudanzas. Cuando Mohammed se presenta en casa con sus dos ayudantes, el Kalvo empieza a levantar su ceja, señal inequívoca de que algo que no va bien. Un cojo y un esmirriado. Esos son los encargados de ponerlas cajas en la furgoneta que hemos alquilado, me dice. Pero no caben todas. Añadimos un remolque. Aun y así, sigue faltándonos espacio. No nos queda más remedio que abandonar el resto de cosas a su suerte. “Antes de salir me gustaría pasar por casa a ducharme”. Son las palabras de Mohammed, que regresa tres horas más tarde y no huele a champú precisamente. Al Kalvo no le quedan fuerzas para levantar su otra ceja. Todavía tienen que pasar la Aduana y hacer los mil kilómetros de carretea que separan la ciudad marroquí de la capital catalana. A medio camino me llama por teléfono y, entre otras cosas, me suelta: “En las dos últimas cajas hay un poco de todo. He puesto una etiqueta con la palabra MIERDA”.

El quince de agosto nos dan las llaves de nuestra nueva casa. Y ya era hora porque los niños y yo llevamos más de seis semanas yendo de un lugar a otro. De todas las mudanzas que he hecho, y he hecho unas cuantas, esta es sin duda la peor con diferencia. Tenemos sofá y nevera pero nos faltan las camas, la lavadora y las luces, entre un montón de cosas más. ¿Quién trabaja en España en el mes de agosto? Ni los lampistas, ni los electricistas, ni las tiendas de muebles. A este paso nos veo durmiendo en el sofá hasta que llegue setiembre.

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En los cinco años que he pasado fuera de Barcelona, Las Ramblas ya no tienen floristas, ni pájaros. Tampoco estatuas humanas. En su lugar han puesto chiringuitos de cartón piedra. El barrio de El Borne se asemeja a un parque temático. El Puerto Olímpico amanece lleno de botellas, paquetes de tabaco vacíos, vomitonas, infinidad de meadas y algún que otro zurullo. Si hicieran una encuesta entre los clientes de lo locales no creo que encontraran a ningún autóctono. En la playa de la Barceloneta van todos tatuados y llenos de agujeros por todas partes. ¿Por qué esa chica lleva un bañador que le va estrecho?, me pregunta Terremoto cuando una mujer con tanga se sumerge en el agua a nuestro lado. En las tiendas de mi barrio todo lo que venden es ecológico. Desde la verdura, la carne, pasando por el champú y hasta el wasabi. Si practicas yoga ha ser la modalidad que se hace cuarenta grados, si no es que eres un matado. Los niños van al cole y al salir corriendo a las extraescolares. El otro día una de las madres de la escuela de La Peque, que ha empezado en el parvulario, me comentó que su hija va a un curso de inglés dos veces por semana. Después me pidió el teléfono para añadirme al grupo de what’s up de la clase. Le di el número marroquí.

Cada noche, después de acostar a los niños y mientras el Kalvo mira cámaras de fotos de segunda mano por internet, yo me mato. Sólo un poco. Fumo. Y, para no romper la costumbre, lo hago en la cocina. Mi piso está en la Vila Olímpica,  en uno de esos edificios de viviendas que se construyeron para las Olimpiadas del 92. Eran pisos para los atletas, sus familiares, entrenadores, masajistas y el innumerable elenco de personal que los acompaña. La zona se levantó en lo que antes había sido el Somorrostro. Un barrio de chabolas y gente marginada, donde nació la bailadora Carmen Amaya, y que en la década de los sesenta demolieron coincidiendo con una vista del general Franco a la ciudad.

Fumo en la cocina. A oscuras. Sentada frente al ventanal. A lo lejos, la torre Mapfre y el Hotel Arts. Enfrente, una explanada de piedra, con una pequeña fuente ornamental,que a estas horas está iluminada. Mientras saco el humo escucho el burbujeo del agua y espío a mis vecinos. Siempre he sido un poco voyeur. Veo a una mujer preparando la cena, a un padre dar de comer a sus hijos, a una vieja que mira la tele mientras mueve repetitivamente la cabeza hacia delante y hacia atrás , y a una señora de la limpieza —lo sé porque lleva bata blanca— que pone una lavadora. Los fumadores no hacen otra cosa que no sea fumar. Todos están solos, como yo. Ella también lo está pero no fuma. Simplemente entra en la cocina, abre la nevera y, después de unos segundos, regresa al lugar del que ha venido. No sería nada remarcable si no fuera por un pequeño detalle. La mujer en cuestión va desnuda. No lleva nada de ropa encima, ni tan siquiera unas bragas. En el poco tiempo que llevamos en el piso ya la he visto algunas veces. ¿Está buena?, me pregunta el Kalvo cuando se lo cuento. No lo sé, le respondo. Lo único que te puedo decir es que le gusta ir desnuda por la casa y que suele tener hambre alrededor de la misma hora. Desde ese día, el Kalvo me hace compañía en la cocina. Hace guardia. El tinglado, a punto. Quiere robarle una foto a la nudista. Yo le digo que se le han adelantado, hace un año la fotógrafa neoyorkina, Anne Svenson, tuvo la misma idea. De allí salieron una exposición y un montón de denuncias.

Regresar a un sitio en el que ya has estado te genera sentimientos ambivalentes. De repente, te das cuenta que no todo es igual a como tú lo recordabas. La ciudad ha cambiado. Tú, también. Antes de irme no tenía hijos. La Barcelona que conocía era la de los restaurantes, las discotecas, los cines, las salas de exposiciones y las tiendas. Ahora,he cambiado mi vieja moto por un triciclo eléctrico. Cada mañana llevo a los niños al cole, por la tarde vamos a la biblioteca y los fines de semana,a la pista de skate. Hace algunos años escribí sobre la vida en este barrio. Dije que era un lugar aburrido. Ya no lo es. Hoy he salido a correr. Al regresar a casa me he encontrado a una pareja follando. No estaban escondidos. Simplemente lo hacían en un banco de madera. Eran las ocho de la mañana. Quizás es que después de tanto tiempo viviendo en Marruecos me he vuelto  una puritana. O quizás es simplemente que me he hecho mayor. Sea como sea ha pasado el tiempo. Cinco años para ser exactos. Y han sucedido muchas cosas. Lo difícil de irse a vivir al extranjero no es el hecho de irse, lo difíciles que luego hay que volver.

 

1 Comment

  1. Su biografía sigue situándole en Tánger. Cuesta volver y más aún adaptarse, es mejor no hacerlo. A mis pocos amigos, aunque pueda no volver a verlos, siempre les diré «hasta siempre». Si se trata de un retruécano me parece de lo más flojo. Lo demás me gusta.

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