Las violaciones conyugales en Marruecos

Por Noor Ammar Lamarty

Ilustración de MAHA CHIADMI / @art_world_maha_chiadmi

Hay realidades sufridas y silenciadas. Impregnadas de dolor, rabia y secreto. Ausencia de reivindicaciones, eslabones perdidos de las reclamaciones colectivas. Mitos cuchicheados a las puertas de una casa, de un barrio, de una ciudad cualquiera en Marruecos.

Nacer y crecer rodeada de violencia hace imperceptible las líneas del “no”, amputa la seguridad y el amor propio a las mujeres y, con ello, la leyenda del “yo puedo decidir”, del “yo puedo escoger”, del “yo tengo poder para evitar que algo ocurra”.

Buena parte de las mujeres marroquíes no se sienten poseedoras de ese derecho ante sus parejas, ante sus esposos, ante lo que la sociedad considera que deben adular y venerar. Ese matrimonio “halal”, cauto, bueno y bendecido por la concepción islámica y patriarcal de unirse “sin pecado”. Esa posibilidad de sufrimiento que recae sobre tantas mujeres , al amparo legal, dentro de una institución que te oprime de forma consciente. En mis pensamientos más recónditos creo que la imposición del matrimonio para dar cabida al “amor”, a la “atracción” o simplemente a la permisividad de un “coito” es una trampa fatal que no sólo damnifica el estatus de las mujeres, sino que las encarcela en el seno de violencias desconocidas antes de cruzar el umbral de esa puerta.

Violencias acalladas y constreñidas por madres, abuelas, ancestras que, ante la imposible capacidad de alzar la voz sin que sangre el corazón social lleno de prejuicios y estigmas machistas y misóginos, mantienen en una oscuridad abrumadora qué implica ser mujer, qué implica ser esposa, qué implica ser virgen hasta el matrimonio, qué implica que te violenten en el proceso de dejar de serlo. 

En algún momento el patriarcado ahogó el sentido de la palabra, el poder de la oralidad de testimonios, la posibilidad de una realidad lejana a la violencia, rechazo y los maltratos, puso una soga en el cuello a las mujeres y las convenció de su culpabilidad como si de una condena se tratase.

La culpa de nacer mujer, de menstruar, de sufrir el coito, de sufrir el embarazo, de parir. 

La culpa inherente a nuestra condición de mujeres, para desposeernos de poder sobre nuestros cuerpos, para amputarnos el “no”, el “yo”, el “quiero”. 

Para hacernos fantasmas en una sociedad ambulante donde no sólo nuestra virginidad tiene precio, nombre y honor, sino que nuestro sufrimiento es símbolo de valía. Porque, cuanto más aguantamos, cuanto más sufrimos, cuanto más acallamos la voz, más buenas, más aptas, y más necesarias somos para el patriarcado que nos oprime.

La duda es ¿cómo diferenciar lo que es amor de lo que no cuando careces de cualquier atisbo de cariño o afecto hacia tu persona?

¿Cómo identificar la violencia en una cama, si normalizas la existente en tu día a día?

¿Cómo conocer tus límites si no te pidieron permiso para despojarte de ti misma una noche de bodas?

¿Cómo comprender que aquel que debe hacerte el amor, te hace daño, te hiere, te violenta, y te viola?

 ¿Cómo saber qué es normal en una relación sexual si tu concepción de normalidad está sesgada por los testimonios traumáticos y dolorosos de tus allegadas?

 ¿Cómo hablarte de lubricación si no conociste a tu marido hasta el día que te prometiste?

¿Cómo explicarte que no te corresponde estar en la cama de un hombre de cuarenta años porque tienes quince, mientras tu vagina está desgarrada y me cuentas que lo hiciste como pudiste?

¿Cómo hacerte entender, que no es el alcohol, sino un violador?

¿Cómo explicarte que no estaba drogado, que sabía que te violaba?

¿Cuándo dejaremos de preguntarnos en qué momento nos volvimos tan locas para ser tan infelices?

¿Cuándo dejará de aplastarnos la culpa de la losa llamada “ser mujer”?

La disparidad de situaciones que sufren mujeres diariamente entre las cuales está la violación conyugal es inmensa.

No sabemos cuántas mujeres se han visto forzadas a tener relaciones sexuales sin consentirlo expresamente. 

No sabemos cuántas mujeres conciben con normalidad que “tener sexo” sea una imposición, una necesidad misógina de sus cónyuges hombres.

 No sabemos cuántas mujeres han visto agravada la violación que sufrían con agresiones físicas, por oponerse a la misma. 

No sabemos cuántas menores sufren violaciones por parte de pederastas amparados en matrimonios de “fatiha”, comúnmente llamados “islámicos”, con 13, 14, 15, 16 y 17 años

No sabemos cuántas consultas ginecológicas de desgarros vaginales no son por falta de lubricación o problemas de sequedad vaginal, sino por violaciones conyugales. No sabemos cuántas mujeres son privadas de ir a esas consultas ginecológicas, ni cuantas van de la mano del silencio y sus maridos a las mismas y, por lo tanto, nunca logran explicar lo que les pasa. 

No sabemos cuántas mujeres jamás han denunciado ni denunciarán las violaciones que sufren, en matrimonios de menores, o en matrimonios consentidos, o en matrimonios forzosos. 

No sabemos cuántas mujeres que acuden a las farmacias en busca de alivio para dolores abdominales y pélvicos necesitan analgésicos que mitiguen el trauma físico que han sufrido. No sabemos cuántas mujeres piensan que lo que les ocurre es lo que ocurre a todas. 

No sabemos cuántas mujeres identifican la concepción de sexo con dolor y violencia. No sabemos cuántas depresiones, ansiedades y demás trastornos psiquiátricos generan estos abusos sexuales y de poder constantes. 

No sabemos cuantos niños vienen al mundo en el seno de una familia a causa de una violación conyugal, ni cuántas mujeres violadas conyugalmente deciden abortar clandestinamente para que ese hijo no las ate de por vida a sus violadores

No sabemos cuántas mujeres no pueden escapar de las casas en las que son abusadas porque no tienen manera de sobrevivir fuera de ese “hogar”. No sabemos cuántas mujeres son.

Lo que sí sé, lo que sabemos muchas de nosotras, es que no son ni una, ni dos, ni cien, ni mil las mujeres víctimas de estas circunstancias.

 Sabemos que su silencio las mantiene en vida, aunque las va asesinando lentamente.

 Sabemos que es tan caro el precio a pagar por alzar la voz que no podemos pedirlo a una sociedad que crucifica a las mujeres desde su nacimiento, que las educa en complacer al sexo opuesto bajo cualquier circunstancia. 

Sabemos que ser mujer en Marruecos es estar sujeta al contrato social de extinguir tu dignidad en favor del colectivo. Sabemos que nos amputan en sociedad el derecho a decir que no, que basta, que “estamos hartas”. 

Sabemos que esto no ocurre en todos los matrimonios, que ante el drama mental que este artículo pueda ocasionar a las mujeres felices y casadas, tienen mi bendición para continuar siéndolo junto con sus maridos feministos toda una vida. 

Lo que sí saben ellas, y tú, y yo, es que en la institución matrimonial marroquí se nos veja y humilla en muchas ocasiones y en un porcentaje muy alto. Lo que todas sabemos es que las violaciones conyugales están normalizadas, o silenciadas, dependiendo del grado de tabú de la familia en la que tengas la suerte o el arbitrio de nacer. 

Lo que todas sabemos es que tanto hombres como mujeres carecen de educación sexo-afectiva en Marruecos y de significaciones reales de vinculación sentimental y física.

Lo que sabemos es que en muchos sitios no se sabe amar, no se enseña amar, no se crece acompañando y educando en el concepto y en la facultad de “amar” sin “dañar”, sin violentar, sin usar la fuerza, el poder, y la posibilidad de estar arriba.

Y esa falta, esa carencia, crea abusadores, potenciales violadores. Carencia que alimenta un patriarcado que, si bien refuerza y empodera a los hombres, insulta y amedrenta a las mujeres.

El dolor es nuestro, por mujeres.

La violencia es hacia nosotras, por mujeres.

La violación es hacia nuestros cuerpos, por mujeres.

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