Zimna wojna, las notas que nos arañan el alma

El arte que te emociona de verdad es aquel que mira de frente a tus fantasmas, el que te habla de tus derrotas o el que perfila la línea de los horizontes dónde residen tus utopías.

Por Angelo Nero

La última resistencia / RAQUEL VÁZQUEZ

Una incisión callada,
Un desecho de luz.

Existir es tan sólo una promesa.

Una intuición, quizá.
La última resistencia arraigada a los nombres.

Tal vez donde las sílabas
rompen de madrugada,
dónde cada rendija
es un árbol con frutos: existimos.

Aunque no sea más que de sombra a sombra.

Creo que las manifestaciones del arte que logran emocionarnos realmente, son aquellas que dialogan con nuestros sentimientos, aquellas que parecen escritas o dibujadas para interpretar nuestros sueños, para destapar nuestros miedos o despertarnos las nostalgias, aquellas que, de algún modo, nos arañan el alma. Creo que el arte que te emociona de verdad es aquel que mira de frente a tus fantasmas, el que te habla de tus derrotas o el que perfila la línea de los horizontes dónde residen tus utopías. No es fácil encontrar este tipo de interlocutores artísticos que te duelan, en el sentido de lo que señala el argentino Carlos Skiliar: “La única verdad es el dolor y de todo lo demás existen dudas”, en un mundo, como el artístico, plagado de falsificaciones, de imposturas, de discursos huecos.

Tal vez no sea otra cosa que, como dicen los franceses, “avoir des fourmis dans les jambes”, sentir las hormigas en las piernas, o, cómo prefiero decir yo, encontrarse con el filo de un cuchillo que lleva tu nombre en el estómago, pero lo cierto es que ese dolor que genera un poema que te mira a los ojos, una canción que te abre las cicatrices o una película que te remueve las entrañas, es lo que, para mí, merece la pena calificar como arte. Sin lugar a dudas esta es la sensación que tuve leyendo los primeros versos de Raquel Vázquez, escuchando las melodías del “Distant Satellites” de Anathema o la primera película que vi de Pawel Pawlikowski, “Ida”, aquella dolorosa historia en blanco y negro, de una novicia en un convento de clausura que, antes de tomar los votos, se asoma al mundo para descubrir sus el terrible destino de su familia.

“Ida”( ganadora de un Oscar a mejor film extranjero) me conmovió hasta los cimientos, en una noche de otoño en la que lamenté no tener un cómplice a mano para diseccionar los órganos que me había golpeado, con esa sucesión de imágenes oníricas, de silencios desgarradores, de miradas hacia el abismo, y esa misma semana, también en una ceremonia íntima y solitaria, incidí en la herida que había abierto el director polaco y me programé su film más reciente, la laureada “Zimna Wojna”, que llegó a nuestros cines con el título traducido al inglés Cold Ward –me imagino que los distribuidores no encontraron tan sugerente el título de Guerra Fría-, aunque estaba algo reticente por la cantidad de premios que había recibido, en Cannes (mejor director), en los European Film Award (dónde se llevó los premios a mejor película, director, guión, montaje y actriz), e incluso con tres nominaciones a los Óscar, puesto que las expectativas eran tantas que, como suele suceder, no llegan a alcanzar lo esperado. Me equivoqué, claro. Si “Ida” me arañó el alma, “Zimna Wojna” me la desgarró.

Pawlikowski parece seguir aquí la estela fatalista de Julian Barnes: “Cada historia de amor es en potencia una historia de aflicción. Si no al principio, más tarde. Si no para uno, para el otro. A veces para ambos.” El Amor, con mayúsculas, también duele, como el Arte, y el director polaco nos muestra aquí una delirante historia amorosa, aunque, además, hable de muchas otras cosas, como el pasado, un tiempo que solo recordamos en blanco y negro, en este caso el que se desarrolla entre los años más duros de la guerra fría, entre 1949 y 1964, comenzando el primer acto en el escenario de una Polonia de posguerra.

Wiktor (Tomasz Kot), virtuoso pianista y director de orquesta, recorre la Polonia rural, a finales de los años cuarenta, en una furgoneta, junto a una compañera y un chofer, recopilando canciones y bailes populares, y seleccionando jóvenes para crear una academia de folclore que recoja lo mejor de la tradición polaca  y que exalte las virtudes del campesinado socialista. Zula (Joanna Kulig), una joven de pasado tormentoso,  es una de las elegidas para entrar en la academia, donde se creara un ballet nacional que recorrerá el país con un espectáculo de coros y danzas que crecerá en popularidad, a la vez que se desatan las pasiones entre Zula y Wiktor, una suerte de amor de alto voltaje, que amenazará con arrasarlos.

Pronto comienzan a girar por los países de la órbita socialista, cosechando grandes éxitos, pese a lo cual Wiktor le propone a la joven fugarse hacia la Europa Occidental, lo que abrirá una brecha entre ellos y al público nos llevará a emocionarnos con cada nuevo encuentro que tengan, a lo largo de quince años, en los que también nos irán mostrando los cambios sociales y culturales que se sucedieron en la década de los cincuenta y sesenta en el viejo continente. Zula y Wiktor se buscaran para dolerse, incapaces de hacer otra cosa que no sea extrañarse, mientras sus caminos se empeñan en separarse, a través de Francia, Croacia, Alemania, hasta cerrar el círculo de su atracción obsesiva en Polonia.

Lo más terrible es que el guión está basado en la historia real de los padres de Pawel Pawlikowski, que incluso prestan sus nombres a los personajes de ficción, una relación plagada de abismos y de naufragios, como si el director polaco quisiera mostrarnos sus propias heridas, para después hurgar en ellas a través de esta sucesión de fragmentos amargos de dos seres que son incapaces de ser felices juntos y que son mucho más infelices separados.

No desentrañaré más de la trama, puesto que la historia merece que te sorprenda, desde esa primera parte de cantos populares y danzas campesinas, en las que se inicia el atormentado romance de Wiktor y Zula, hasta el desolador desenlace, un verdadero tiro en el corazón al público, solo diré que merece la pena cada una de las imágenes y escenas en las que se va narrando esta historia, así como la estupenda banda sonora, dónde el folclore tiene un papel primordial, pero también el jazz, con melodías, que, como no podía ser de otra manera, nos arañan el alma hasta hacerla sangrar.

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