Por Begoña Zabala / Viento Sur
La mayoría de nosotros diríamos que no. Ni hablar. Demócratas de toda la vida, la monarquía no es nuestra guerra, o quizá lo es demasiado, pero en el otro lado de la barricada. Son razones de Estado y de la forma de Gobierno.
Sin embargo ya hay una primera quiebra en las filas de las feministas, pues una parte de la izquierda, y muchas se proclaman feministas, aceptan y aceptaron la monarquía en la denominada Transición. Parece ser que por exigencias del guión. Siempre poniendo algunos peros,… pero acatando.
Ahora, sin embargo, me gustaría hacer una reflexión que se dirigiera a la necesaria posición antimonarquía desde las propuestas feministas, desde el antipatriarcalismo. Y así dejar claro cuáles son las razones por las que estamos en contra de esta monarquía, como sistema de corrupción integral en un sistema democrático y de secuestro de los cuerpos de las mujeres (de las que aspiran a ser reinas o son hijas de reyes o reinas, pero también de las que miran los modelos predominantes del matrimonio y la familia por el efecto simbólico que tienen). Es, además, un secuestro para ejecutar la acción de concebir y parir, para tener hijos para otro, el rey, o para Otras, la patria, la jefatura de Estado, el mando supremo de los ejércitos,…
Ahora que se pone de moda la terminología de “vientres de alquiler”, para la gestación subrogada, me gustaría entroncar con el fenómeno real de la venta del cuerpo de las consortes, mediante matrimonio. Y es que dentro del matrimonio patriarcal las mujeres siempre gestan para otros, especialmente para sus maridos, o las familias de sus maridos, o para su propias familias paternales, o….. Esto es puro Código Civil: los hijos que paren las mujeres casadas, constante matrimonio, se presumen del marido, quien tradicionalmente ostenta la patria potestad. En este ámbito de legislación civil se aprobó la Constitución, que reguló el sistema de Monarquía que rige en estos momentos. Para estas fechas de 1978, con la dictadura demasiado fresca, el que ahora ya no es ni emérito, ni de la familia real, estaba casado, tenía dos hijas y un hijo, éste el pequeño, nacido en el año 1968. Ya había sido nombrado rey sucesor por el Dictador, muerto tres años antes. O sea, que ya se sabía que había dos opciones: o línea de sucesión legítima por primogenitura, o por sexo. Se eligió el sexo masculino, el orden de género privilegiado y patriarcal, muy acorde con todo el texto de la Constitución y con la sistema legislativo general. Pero también con el sistema social, y con los mandatos patriarcales de la Iglesia Católica. Y también, pero esto ya es otro cantar, con la ley Sálica y sus posteriores derivaciones, que preterían, pero no excluían, a las mujeres de la sucesión, desde donde arrancan todas las luchas, vigentes en aquella época, por la sucesión legítima real. Si se puede decir que existe una vía legítima en algún caso fuera de la que da la expropiación del poder del pueblo o de la ciudadanía.
Críticas feministas a las Constitución en su contenido monárquico
Cuando se aprobó la Constitución tuvo fuertes y agudas críticas en lo que se refiere a la monarquía, y muy radicales por lo que se refiere a su contenido patriarcal o, en otras palabras, porque no recogía ni siquiera las mínimas reivindicaciones del movimiento feminista, entonces incipiente pero potente. Un grupo feminista de la época, de Navarra, EAM, Emakume Askapenarako Mugimendua (Movimiento para la liberación de la mujer), editó un folleto ejemplar en contra del texto que llevaba por título “¿Por qué rechazamos esta Constitución? No podemos apoyar una Constitución que legaliza nuestra opresión”. También la Coordinadora Estatal de Organizaciones feministas se manifestó en contra de la Carta Magna.
Quizá entre todas las críticas del texto, el feminismo institucional solo ha rescatado y respetado, una de ellas, la más anecdótica: la línea de sucesión por preferir al varón en lugar de a la mujer, aunque sean las mujeres las de más edad. Se dice, además, que este artículo va en contra del artículo 14 del propio texto constitucional, que prohíbe la discriminación por razón de sexo, entre otros supuestos. La defensa de la Constitución de estas acérrimas constitucionalistas es tan apretada que incluso se llegó a plantear la posibilidad de una iniciativa feminista para modificar la Constitución y establecer la igualdad de sexo, primando sólo la primogenitura.
Pues bien, desde otras posiciones, para nada constitucionalistas, voy a argumentar en contra de la monarquía hereditaria, en primer lugar negando la mayor: no a la monarquía-jefatura de Estado en un sistema democrático que se permanentiza vía hereditaria. Esto sin más es una opción política que se basa en los pilares de la democracia occidental, uno de ellos, la representación popular por vías directas o indirectas, pero siempre mediante la participación.
Y la pregunta a la que nos enfrentamos con el famoso artículo 57 de la Constitución, que establece la sucesión priorizando al varón, es doble. ¿Realmente pertenece a las leyes de la herencia, dentro de un sistema democrático, el acceder al título de rey-jefe de Estado? Y si ello es así, ¿supone una discriminación de género la preterición de las mujeres o princesas o infantas en favor de los varones príncipes?
Evidentemente que un cargo político, amén de no ser electivo y resultar cuasi-vitalicio, se transmita por las leyes de la herencia derivadas del matrimonio monogámico patriarcal, y en este caso católico, excede de lo que una mínima cultura y práctica democrática exigiría. No se trata ya de nepotismo o de flagrante incumplimiento de las normativas de contratación en el ámbito público, sino de la perpetuación del poder monárquico, usurpado a la soberanía popular, mediante la institución sacralizada de la familia.
Sin embargo no solamente tiene que ver con que una persona, por el hecho de ser nombrado en un momento rey, decida a quién transmite ese precioso don que es el reinado. Ocurre que la transmisión ya está predeterminado por las leyes de la herencia familiar, es decir las que instauran a los descendientes, habidos de un matrimonio legítimo, como herederos, siguiendo un orden determinado.
Este mecanismo de la herencia, dentro del matrimonio y de sus descendientes, nos pone en contacto rápidamente con los lazos de sangre de las monarquías, tan importantes en el imaginario de sangre azul, como en las prácticas racistas conocidas de procesos de limpieza de sangre de los países colonialistas y de pasados imperiales, como es el caso de España. Y aquí es donde aparece la situación de las mujeres-esposas y madres para sus consortes que tienen descendencia.
Así la lista de los que heredarán el trono está bien predeterminada, con criterios de familia patriarcal: se habla del sucesor o heredero, como quien siendo heredero legítimo del rey, en este caso, sea varón, en primer lugar, y en su ausencia, la hija de más edad.
Según se puede ver, están muy marcadas las cartas, como para tratarse de un simple añadido sobre la preterición de las mujeres. Antes de las mujeres, ya han eliminado a quienes no son hijos e hijas del matrimonio. Es decir a todos los hijos e hijas, que suele haberlos, que no sean del matrimonio. Son los llamados hijos ilegítimos, o naturales, o más exactamente extra-matrimoniales. Además, por una norma que no sé sabe muy bien a qué se debe, siempre es el mayor, el que ha nacido antes, el que figura en el orden de suceder, debido al famoso aforismo jurídico: prior in tempore, potior in iure, (primero en el tiempo, mejor en el Derecho, o en romance vulgar, el que se adelanta, canta).
Es decir, que lo que hace el régimen de sucesión de este cargo público, que algunos se atreven a llamar simbólico, por eso del que el rey reina pero no gobierna, es, ni más ni menos, que aplicar el patrón de normalidad en la herencia de una época en el que la normalidad pasaba por ser hijo de los denominados biológicos, de un matrimonio monogámico, indisoluble, sin posibilidad de divorcio. Solo las hijas acceden, en defecto de varón. Los demás descendientes, ilegítimos, naturales, adulterinos, sacrílegos,… no constan en la línea de sucesión. No es que sean preteridos, es que son excluidos de plano. O sea, que el tema de la igualdad no se cumple. Para nadie.
Cualquier institución que se controle por lo que se denomina la herencia de sangre o la sucesión legítima habida de un matrimonio, pasa evidentemente por controlar las hijas e hijos que tiene la mujer-consorte y garantizar que toda la descendencia es biológicamente atribuible al padre-monarca. Como la maternidad no necesita demostración, pues la determina el parto, se ha de tratar que todos los partos se produzcan efectivamente como fruto de concepciones también matrimoniales. Estos son los procedimientos de limpieza de sangre: secuestrar la capacidad reproductiva de las mujeres dentro del matrimonio real. No ocurre lo mismo con el padre-monarca, pues puede tener descendencia fuera del matrimonio, pero, como es conocido, no se puede investigar y, en todo caso nunca podría reclamar ningún mínimo derecho al trono.
¿Debemos terminar diciendo que, efectivamente, la preterición de las mujeres, en favor de los varones, en la sucesión de la corona es una discriminación de género? Probablemente lo es, pues la causa de la preterición es simplemente por haber nacido mujer. Pero lo mismo que lo es la existencia de un poder político que se transmite vía descendencia biológica dentro del matrimonio real; o la que impide, por ejemplo, que un hijo del rey extra-matrimonial sea excluido del trono; o la que prefiere que sea el hijo mayor, el primogénito, el heredero, en detrimento de los menores.
Dicho esto, ¿por qué las feministas íbamos a luchar porque se diera la igualdad (también la de género) en la sucesión de la corona, si rechazamos de plano que la jefatura del Estado sea hereditaria? Y si además de eso somos antimonárquicas de pedigrí ¿Que demonios pintan nuestras reivindicaciones en una institución aborrecible?. Nuestra reivindicación es mucho más sencillo: Monarkia kanpora!
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