Las condenadas de la tierra en Estados Unidos

John Steinbeck fue un periodista excepcional, como lo demuestra en una serie de reportajes escritos en la década de 1930 sobre los y las trabajadoras temporarias en California.

Por Leandro Albani / La tinta

En 1936, un joven John Steinbeck fue contratado por The San Francisco News para cubrir los estragos humanos que produjo una gran sequía en el Medio Oeste estadounidense. En apenas siete reportajes, retrató las profundas desigualdades de su país, algo que persiste hasta nuestros días.

El escritor, que años más tarde recibiría el Premio Nobel de Literatura, siguió con persistencia a las caravanas de personas que escapaban de sus hogares y tierras, las cuales se quebraban hasta la inutilidad por la falta de agua y viajaban como podían hacia California, donde eran contratadas como empleados y empleadas temporarias en las cosechas. Junto a esas mujeres, hombres, niños, niñas y ancianos, también viajaba la muerte, el dolor y la soledad de saberse desamparadas por el dios en el que creían o por el gobierno que las miraba con desprecio.

Imagen: Dorothea Lange

Los reportajes fueron reunidos en Los vagabundos de la cosecha -publicados en 2007 en español por Libros del Asteroide– y acompañados por una serie de imágenes de la reconocida fotógrafa Dorothea Lange. En esas siete crónicas de escritura milimétrica, Steinbeck convirtió su experiencia en un periodismo sencillo y filoso, de una crudeza que conmociona, y describió los cimientos más profundos de la explotación en Estados Unidos.


En el prólogo, el narrador y poeta Eduardo Jordá explica que Los vagabundos funciona como la novela de la novela. De esta manera, recuerda que, tres años después, los reportajes de Steinbeck serían la materia prima para Las uvas de la ira, su novela más reconocida a nivel mundial. Jordá también apunta que Los vagabundos “es ante todo un espléndido documento periodístico y un aireado alegato social”, donde el Steinbeck periodista le puso rostros, lamentos e historias al denominado “Dust Bowl” (Cuenco de Polvo), como se conocieron las tormentas de tierra que, entre 1931 y 1939, barrieron Oklahoma, Kansas, Texas, Nebraska, Dakota del Sur y Colorado. Al desastre climático de ese entonces, se sumaban los coletazos financieros de la Gran Depresión, donde un país casi quebrado económicamente sobrevivía dejando sin rescate a los sectores más humildes y empobrecidos, un paisaje que se repetiría en la explosión de la burbuja inmobiliaria a partir de 2007.


Steinbeck retrata a las y los miles de migrantes que recorrían las carreteras en autos y camiones destartalados, los campamentos que levantaban donde la realidad se los permitía, las penurias del hambre y la falta de sanidad, y la muerte que miraba desde los ojos de bebés recién nacidos. Cada uno de los reportajes son radiografías perfectas de una vida impuesta ante la falta de ayuda estatal, del racismo –un flagelo endémico en Estados Unidos- y de la avaricia de los grandes estancieros y productores, que no dudaban en apelar a grupos parapoliciales para encuadrar a los y las trabajadoras más rebeldes. “Y han llegado a un lugar donde, al tener que viajar continuamente para ganarse la vida, no pueden votar, donde se les considera una clase sin derecho alguno”, afirma el periodista. Y sintetiza en una línea: “Así viajan, frenéticos, con el hambre pisándoles los talones”.

Los momentos más crudos del relato son cuando Steinbeck describe a los más pequeños, muchos de ellos recién nacidos, a quienes sus madres y padres no pueden ni siquiera brindarles un puñado de comida. “Las moscas quieren llegarle a la mucosa de las comisuras de los ojos –apunta-. Las reacciones de este niño parecen las de un bebé mucho más pequeño. Durante su primer año de vida, lo alimentaron con un poco de leche, pero desde entonces no ha vuelto a probarla”. Y agrega: “Se morirá en muy poco tiempo, aunque puede que los otros niños, los mayores, sobrevivan. Hace cuatro noches, la madre dio a luz a un bebé en la tienda, sobre la moqueta sucia. Nació muerto. Y tanto mejor, porque no podría haberlo amamantado: con lo que come, no da leche”.

Steinbeck, además, denuncia cómo se comportan los grandes dueños de la tierra: “En estas grandes fincas, nadie se ocupa del descanso de los trabajadores ni de su diversión. Es más, cualquier intento de reunión se ve frustrado por las patrullas, pues se teme que, si los jornaleros se reúnen, terminarán organizándose y eso es lo único que los grandes agricultores no pueden permitir bajo ningún concepto”. Seguido a esto, apunta: “A los jornaleros los tratan como animales. No hay método al que los patrones no recurran para que se sientan inferiores e inseguros. Al menor indicio de que los hombres se están organizando, los echan del rancho a punta de pistola”.

Imagen: Dorothea Lange

En el paisaje desolador que describe, Steinbeck encuentra luces que iluminan una esperanza demasiado frágil: cómo las personas se autoorganizan en algunos campamentos levantados por el gobierno, la insistencia en crear sindicatos y las relaciones de igualdad entre los temporeros y los pequeños y medianos agricultores. Pero no mucho más.

Como reflexión final, Steinbeck afirma que condenar al hambre e intimidar “hasta la desesperación” a los y las trabajadoras que viajan de valle en valle, y de campamento en campamento, “no dará resultados”. “De cómo los tratemos en el futuro dependerá el rumbo que se vean obligados a tomar”, agrega el escritor nacido en Salinas, California, en 1902, y que dejó este mundo -después de retratar como pocos a su país- en 1968.

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