Las 365 líneas de 1976

En aquellos telediarios en blanco y negro de mi niñez, Kissinger era un personaje recurrente, como Moshé Dayán, Giscard d’Estaing o Mao Tse Tung, que moría también en 1976.

Por Angelo Nero | 21/10/2024

Cuando se murió el General Franco, el dictador que sumergió en una larga noche de piedra al estado español durante cuatro décadas, yo todavía no había cumplido diez años, pero ya me faltaba poco, también le faltaba poco al genocida Henry Kissinger para firmar el Tratado de Amistad y Cooperación hispano-americano, que venía a tutelar la transición a la democracia, por si no fueran suficientes las fuerzas del antiguo régimen, que nombraban jefe del estado a Juan Carlos de Borbón, el nieto de Alfonso XIII. Ese “gran estadista”, como recuerdan los medios de (des)información a Kissinger, secretario de estado de los EEUU, y que sería más tarde premio Nobel de la Paz, tuvo notables gestiones a favor de la libertad en los meses que siguieron a su paso por Madrid, entre las que destacan el apoyo a los golpes de estado militares en Argentina y Uruguay, como fue determinante su apoyo en el genocidio de Timor y antes en el de los comunistas indonesios.

En aquellos telediarios en blanco y negro de mi niñez, Kissinger era un personaje recurrente, como Moshé Dayán, Giscard d’Estaing o Mao Tse Tung, que moría también en 1976. Lógicamente, con diez añitos, no estaba yo para seguir las evoluciones de la política, ni mundial ni estatal, aunque estuviésemos saliendo, despacito eso si, y tutelados, de una dictadura. Conocía sus rostros, sobretodo el de Moshé Dayán, con su ojo izquierdo tapado con un parche de pirata, pero no podían, ni de lejos, conseguir que les prestara más atención que a Kojak, Colombo o Bananeck, los detectives que todas las semanas resolvían crímenes y encerraban entre rejas a los culpables. La eterna lucha entre los buenos y los malos, en la que todos empezábamos a tener claro que los buenos eran siempre los policías americanos. Quizás algún ideólogo del gabinete de Kissinger pensó esta sencilla forma de educarnos en la ley y el orden, en las calles de Nueva York o Los Ángeles, y lo lógico es que estos polis buenos también exportaran su justicia a las calles de Beirut, de Buenos Aires o de Madrid. Cuarenta años después, el mensaje sigue instalado entre nosotros.

No solo había violencia en mi pequeño mundo catódico, en el año en el que asesinaron a Passolini, y en el que murieron cientos de miles de personas en los terremotos de China, Filipinas y Guatemala. Estaban para alegrar nuestra infancia Vicki el Vikingo (¡estoy entusiasmado!), Heidi, el Oso Yogui y la Pantera Rosa, que todavía me hace reír con su humor surrealista, y sigo disfrutando de su estupenda sitonía, creada por el gran Henry Mancini. También estaban los payasos de la tele, Gaby, Fofó, Miliki y Fotito, con su inolvidable ¿cómo están ustedes?, a los que vi en directo, cuando vinieron a Vigo con su circo, aunque Fofó también falleció ese verano, el del 76, mientras la marea negra provocada por el hundimiento del petrolero Urquiola asolaba las costas gallegas. También es innecesario decir que me afectó más la muerte del payaso que el naufragio del petrolero, todavía era un niño, rarito, como decía mi hermana, pero niño al fin y al cabo.

Siguiendo con las necrológicas, unos meses después desaparecía Don Cicuta, el jefe de los Supertacañones, que ejercía de censor en el concurso Un, Dos, Tres… aunque las verdaderas protagonistas del programa, para mí, eran las azafatas, entre las que estaban Victoria Abril, Silvia Marsó o Paula Vázquez. En aquella época no había nada más turbador en la pantalla que las curvas que se dibujaban bajo sus ceñidos uniformes, y yo abría bien los ojos cada vez que las enfocaban las cámaras.

También debieron abrir bien los ojos los habitantes del Sáhara Occidental, que se acostaron siendo españoles y se despertaron vendidos a Marruecos, y a los que dejó de llegar la señal de RTVE. Se perdieron el escándalo de Raquel Welch, los nuevos capítulos de La Casa de la Pradera, y los intentos de Félix Rodríguez de la Fuente para que dejáramos de perseguir al lobo ibérico, y escuchar a María Ostiz cantando “La cigarra” en el festival de la OTI, y a Braulio en el de Eurovisión con “Sobran las palabras”. Sobrarían, pero la gente en la calle comenzaba a hablar, y a gritar, y los agentes del orden, del nuevo o del antiguo, que todavía la línea era muy difusa, asesinaban en Vitoria a tres manifestantes, cuatro meses después de que se aprobase la Ley de Amnistía y que los presos políticos saliesen a la calle, aunque algunos, como los de la cárcel de Segovia, no habían esperado a la promulgación del decreto que, de paso, amnistiaba también a todos los culpables de los crímenes del franquismo.

También se abrían paso nuevas creencias, y la televisión se hacía eco de ellas. El doctor ¿que doctorado tendría? Jiménez del Oso nos iniciaba en el mundo de los ovnis, el triangulo de las Bermudas, las psicofonías y la güija. Auqneu para meter miedo al personal estaba Narciso Ibáñez Serrador y sus “Terrores favoritos”, en donde vi algunas películas qu me impactaron muchísimo, “El increíble hombre menguante”, y “El hombre que tenía rayos X en los ojos”. También la adaptación de los “Cuentos y leyendas” de Bécquer me impresionó, mucho tiempo antes de que los leyera.

En julio de 1976, Arias Navarro, el último primer ministro de la dictadura, cede la dirección del gobierno a Adolfo Suárez, que entonces era Jefe del Movimiento Nacional, mientras yo seguía las transformaciones de Maya -interpretada por Catherine Schell-, la bella alienígena de Espacio 1999. Que lejano nos parecía la víspera del nuevo siglo, y ahora que lo hemos dejado atrás, y que ya llevamos un cuarto del XXI andado, parece que quedan muy lejos las melenas de Sandokhan, las patillas de Curro Jiménez o el sombrero de Mac Cloud.

Cuando el mundo era en blanco y negro, cuando yo conservaba todavía intacta la inocencia, y aún no había este rumor de pájaros negros en la cabeza, y se mezclaban personajes reales e imaginarios, retazos de películas y telediarios, aún no había cumplido diez años, acababa de morir Franco, y Juan Carlos I se proclamaba rey de España diciendo “Juro cumplir las Leyes Fundamentales y guardar lealtad a los Principios del Movimiento Nacional”, en un acto en el que estuvo presente el presidente de Chile, un tal Augusto Pinochet.

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