Décadas después de su separación, Felipe González y Alfonso Guerra se reconcilian para criticar la amnistía.
Por Jayro Sánchez | 7/12/2023
Hace tres meses, Gregorio Morán, uno de los más famosos cronistas políticos de la historia de España, publicó un nuevo libro que traza la biografía institucional del exsecretario general del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y expresidente del Gobierno, Felipe González.
Usando su habitual y desgarradora capacidad de análisis, Morán describe al líder como a un «jugador de billar» que «tuvo que enfrentarse a las bolas que rodaban sobre el tapete», tarea a la que, en general, se dedicó con «gran brillantez».
Luego, según el propio exdirigente, cuando abandonó el mundo de la política, se transformó en un «jarrón chino», en «un gran armatoste al que nadie sabía dónde colocar». Sin embargo, él sí tenía claro dónde debía situarse: a la sombra del número 70 de la calle Ferraz.
Durante sus últimos años como presidente, el conglomerado de leales colaboradores que había construido en las instituciones y el partido se había semiderrumbado. El mismísimo González se había visto forzado a dejar caer a su mano derecha, Alfonso Guerra, al fondo del foso de los escándalos de la década de 1990, donde numerosas voces gritaban: «¡Corrupción!, ¡corrupción!».
La historia interminable
Pero el socialista sevillano era astuto, y, lo que es aún más importante en política, sabía expresarse en un lenguaje cortés. Su labia le hacía parecer simpático y confiable, caer bien. Forzado por las circunstancias, descubrió que era mucho más fácil dirigir los resortes del poder desde la oscuridad.
Guerra ya había tejido sus telarañas en la organización socialista a mediados de los 1970. González solo tenía que encontrar los extremos de sus hilos para hacer bailar a las moscas atrapadas en ellas. El ruido de las protestas provocadas por la invasión de Irak (2003), a la que el Partido Popular (PP) de José María Aznar se había sumado con firme entusiasmo y errado criterio, le permitió ocultar el sonido de las pisadas que dio en esta dirección.
Así, el expresidente se convirtió en ese «Gran Hermano» al que todos los dirigentes del PSOE, fueran de primera o última fila, conocían aunque no le hubieran visto nunca. Ejercía el control desde las sombras, y, si tenía que hacer apariciones públicas, se mostraba como una especie de anciano y venerable maestro que aportaba útiles consejos a los discípulos que se lo requerían.
Al descubierto
A pesar de ello, su última actuación ha sido muy descarada. Solo un día antes de que se publicara la biografía de Morán, González y Guerra, que rompieron sus relaciones políticas hace décadas, aunaron esfuerzos para criticar los últimos movimientos del actual secretario general del PSOE y presidente del Gobierno, Pedro Sánchez.
Lo acusaron de mantener un «sospechoso» silencio respecto a las negociaciones con las fuerzas catalanistas independentistas y a no expresar una clara postura de rechazo hacia sus exigencias de una ley de amnistía. Parece que no se dan cuenta de que Sánchez también es un buen jugador de billar, ni de que es el hombre que ha renovado al moribundo PSOE de 2016.
La reunión de «veteranos» ha servido para insuflar los ánimos de algunos de los barones de la organización, como Guillermo Fernández Vara, Emiliano García-Page o Javier Lambán, quienes han apoyado a los antiguos dirigentes en sus críticas contra las estrategias «pactistas». Este hecho demuestra que González todavía cuenta con aliados importantes dentro de la organización, pero eso no significa que, durante los últimos años, las dimensiones de su parcela de poder en el PSOE no se hayan visto reducidas.
Por su parte, Sánchez sigue manteniendo su cargo como secretario general y ha conseguido iniciar una tercera legislatura empleándose a fondo en el juego de la «maniobra parlamentaria». Por delante tiene dos tareas esenciales —conservar el delicado equilibrio obtenido en las Cámaras y retener el control interno de su partido—que confluyen en un único objetivo: aguantar como sea.
¿Tronarán los cañones?
Hace casi dos inviernos, la rebelión de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, contra su antiguo amigo Pablo Casado resultó en la ascensión de Alberto Núñez Feijóo a la dirección nacional del PP.
El debate sobre la amnistía parece estar propiciando otro gran conflicto civil entre los militantes del PSOE. González se ha quitado la capucha, y alguien podría desenvainar su sable en los próximos meses. Si esto ocurriera, ¿el «emperador» cargaría de nuevo junto a los supervivientes de su «vieja guardia» en los campos de Waterloo?
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