La posmodernidad y el todo vale

Vicente Cuadrado

Desde finales de la famosa década de los sesenta aproximadamente se han articulado nuevas formas de practicar y predicar la cultura en el capitalismo, entendiendo esta última en un sentido amplio, superestructural. Estos cambios no pueden ser entendidos sin el surgimiento de nuevas formas dominantes de experimentar el espacio y el tiempo. Sin detenernos y enfangarnos en la definición exacta del término posmodernidad me gustaría resaltar su condición histórica.

No puede pasarse por alto el desarrollo histórico económico-social que da pie, a partir de mediados del siglo XX, a las nuevas expresiones artísticas y al fortalecimiento de lo que los sociólogos de la Escuela de Frankfurt, Theodor Adorno y Max Horkheimer, denominaron bajo el concepto de «Industria Cultural». A diferencia del sufragismo burgués o de los líderes socialdemócratas del siglo XIX —que encabezaron luchas de carácter progresista— el desarrollo de la lucha de clases del proletariado y los realineamientos sociales que trajo consigo el capitalismo monopolista durante el primer tercio del siglo XX, han subvertido el contenido de los movimientos sociales espontáneos, así como de todo el reformismo y sus representaciones superestructurales. Si con el nacimiento del movimiento obrero la lucha por reformas estaba al servicio de la acumulación de fuerzas de la clase obrera, el nuevo contexto imperialista y la escisión histórica del movimiento obrero en dos alas convirtieron la vía reformista en dique de contención de la revolución. Sin embargo, durante el Ciclo de Octubre, el reformismo todavía podía jugar un papel positivo en tanto que epifenómeno de la revolución. Si bien, el contexto que todavía daba un sentido progresista a la reforma fue desapareciendo, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XX y teniendo su punto de inflexión en los sucesos de mayo del 68. Estos últimos serían el caldo de cultivo perfecto para un nuevo formato superestructural. O, mejor expresado, de las nuevas estrategias de dominación culturales que terminarían por desactivar el proyecto universal de clase dando lugar a una de las características sustanciales—y porqué no decirlo, nefasta— del posmodernismo, el corporativismo de las luchas sociales.

Esta idea fue inoculada, en cierta medida,desde el estructuralismo francés, teniendo raigambre en las concepciones foucaultianas, por citar a lo más leído en la Academia. Dando paso, con ello, a la pretensión de que todos los grupos tienen derecho a hablar por sí mismos, con su propia voz. Que esa voz debía ser aceptada como auténtica y legítima, era esencial para asegurar la posición pluralista y aparentemente más democrática del posmodernismo. Otra de estas ideas que caricaturizan el posmodernismo, fue expuesta por Jacques Derrida, quien, con una expresión netamente cultural, establecería relaciones en lo referido a la metodología artística del collage y que dio más fuerza a ese sentido heterogéneo que tanto gusta en nuestros días. Además, mediante estas técnicas, tanto los productores como los consumidores de cultura, participan de la producción de significaciones y sentidos. Si a lo anterior le sumamos las actuales redes sociales como medios de creación y comunicación globales e instantáneos, podemos llegar a deducir el auge y el énfasis que se da en los movimientos sociales actuales al «proceso», a la «performance», al «happening» y a la participación, al más puro estilo posmoderno. Esto provoca, en definitiva, una disminución sustancial de la autoridad del productor cultural e ideológico. Aparentemente, se crean oportunidades de participación popular y maneras democráticas de definir los valores culturales, pero nos movemos en un terreno pantanoso, ya que podemos preguntarnos a qué precio se configura todo lo anterior y, sobre todo, ¿es realmente subversivo o en contraposición alienante? El precio que pagar es dramático. En primer lugar, porque la clase obrera y sus supuestos representantes, tras la derrota del Ciclo de Octubre, se ven abocados a la profunda supeditación ideológica del liberalismo. Por lo que, siendo sujetos desclasados, con estos métodos pasan a ser sujetos activos de su propia alienación. En segundo lugar, la tremenda vulnerabilidad que tienen estos movimientos y manifestaciones socioculturales para ceder ante la inercia, la coerción, la influencia o la total supeditación al capital.

A diferencia del sufragismo burgués o de los líderes socialdemócratas del siglo XIX, el desarrollo de la lucha de clases del proletariado y los realineamientos sociales han subvertido el contenido de los movimientos sociales espontáneos.

En definitiva y como dijo el propio Lyotard, «el consenso se ha convertido en un valor caduco y sospechoso». Todo ello nos lleva a la creación de una narrativa social, política y artística fundamentada en la primacía del significante sobre el significado, por la participación o la performance antes que por el objeto artístico autoritativo y terminado, por las superficies antes que por el contenido. Es decir,la inmediatez de los sucesos, el sensacionalismo político, ideológico y artístico se convierten bajo el posmodernismo en los pilares sobre los que se articula la conciencia del sujeto. Derivando en el abandono de la idea del progreso, de los discursos universales e impidiendo la articulación de proyectos verdaderamente transformadores. Lo que deriva en una situación de no plantear un combate activo blandiendo el estandarte de la independencia ideológica social del que creen gozar de forma plena. Tomando como suyo un formato que directamente desecha la idea de la emancipación humana y, como he intentado reflejar, no de manera precisamente casual.

2 Comments

  1. Entiendo que se han subvertido los objetivos e ideas de movimientos sociales espontáneos, así como de todo el reformismo y sus representaciones superestructurales. En el postmodernismo todo es válido. Pero yo auguro una gran crisis del capitalismo. El mundo no puede seguir así y en los países tercermundistas y BRICS la esclavitud laboral está a la orden del día.

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