La patria de las ratas

Por Daniel Seijo 

El desarrollo de la gran industria socava, pues, bajo los pies de la burguesía, las bases sobre las que esta produce y se apropia de lo producido. Produce, ante todo, sus propios sepultureros. Su hundimiento y la victoria del proletariado son igualmente inevitables.

Karl Marx

«Hay veces que un hombre tiene que luchar tanto por la vida que no tiene tiempo de vivirla.»

Charles Bukowski

«El mundo nos rompe a todos, y después, muchos son fuertes en los lugares rotos.»

Ernest Hemingway

«La vergüenza es peor que el hambre.»

Alfonso Castelao

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El metro
 
Mientras deja rápidamente un mural de «El Pollo» atrás y apura el paso atravesando el Puente de Vallecas para llegar a la Estación de Miguel Hernández, Rafa no puede evitar pensar en todos los comercios cerrados, en sus vecinos, en su familia, en su futuro… No es que la cosa fuese mucho mejor hace unas semanas en este distrito madrileño, demasiado alejado de las lujosas avenidas y los distritos más turísticos, pero desde hace unos días, desde esta especie de toque de queda y el maldito coronavirus, hay que reconocer que la cosa se ha puesto realmente fea. Entre los vecinos, por ahora, preocupan menos los acaparadores que los parados, los desahuciados –sea por el banco o por la sociedad– o los dementes. No es que aquí no existan personas que solo piensan en sus necesidades o que a la primera de cambio no dudan en ponerle a uno el pie encima para salvarse, o lo que es peor, para salvar sus pertenencias, claro que existen –como en todas partes en esta maldita sociedad enferma– simplemente, al otro lado del muro, abunda más la pobreza y los pequeños detalles que el lujo excesivo. También a la hora de ser un cretino, la clase social cuenta.
 
En estos distritos, cuando uno observa al vecino privilegiado cargado de latas de conserva, papel higiénico, lejía y otros elementos del quit de supervivencia del obrero, no reparainmediatamente en su egoísmo. Antes se encuentra el miedo a perder el trabajo, la hipoteca, alguna que otra deuda con el banco y la añoranza del ultramarinos de la Paqui. Vale, es cierto que la Paqui era una usurera, una tacaña de cuidado, pero era del barrio y nunca dejaría que la familia se quedase sin nada mientras otros compraban como si se fuese a acabar el mundo. La Paqui siempre tenía una botella de Anís para la abuela, una barras de pan y algo mortadela reservada, incluso en los peores momentos, cuando despidieron a su padre de la fábrica y comenzaron a acumularse las facturas. Hace un tiempo, incluso un confinamiento como este tendría otro carácter.
 
Al entrar en el metro las cosas vuelven más o menos a la normalidad. Morenos, negros, pobres, adscritos a la precariedad, currelas, migrantes, latinas, provincianos, chonis… Miles de nombres y una sola realidad: los perdedores del mejor de los mundos, madrugando una vez más para acudir a sus puestos de trabajo a producir mierda que no necesitamos en un momento en el que mucha gente está muriendo por falta de cosas que sí resultan precisas. Mientras el vagón se mueve inmerso en un silencio sepulcral para llevarlo a casa de su primo y de ahí a San Fernando de Henares junto a otras 3.000 personas, no puede parar de pensar en como le gustaría tener alguna de las vidas que ve en sus redes sociales. Amigos de la universidad jugando a la PlayStation, nadando en la piscina de sus padres, participando en estúpidos retos virales o gritando al mundo que se aburren. Mientras, él se dirige a depositar su futuro, su tiempo y quizás su vida entre cuatro paredes para hacer un poco más rica a una multinacional y ficticiamente feliz a algún gilipollas que pasa sus horas muertas comprando ropa online en alguna otra empresa que apenas deja impuestos en este puñetero país.
 
Sabe que entre sus compañeros existe algún que otro positivo y que los mensajes y las recomendaciones de la empresa son totalmente incompatibles con las exigencias de productividad. Pero que coño, necesita el trabajo si quiere terminar derecho el año que viene y esa es su única salida a todo esto. Puede que un título no valga para nada, pero no existe otra forma de intentar saltar el muro. Cierto, no existen guardias armados, ni tan siquiera un muro como tal, pero no es menos cierto que para los de este lado, hoy las fronteras están más marcadas y vivas que nunca. A él también le gustaría pasarse el día tumbado o haciendo abdominales, viendo Netflix o incluso comprando ropa chula para este verano mientras algún gilipollas se deja su vida y su futuro en algún polígono de mierda. También le gustaría no tener ni pajolera idea de que todo esto lo van a pagar especialmente los trabajadores, pero él ha nacido en el lado equivocado del muro. Pertenece a los que lo pagarán caro.
 
El supermercado
 
A las pocas horas algo en su interior le decía que todo esto había sido un gran error, que lo iba a pagar caro una vez más. Con el tiempo, estas cosas se saben. Puede que fuese su forma de mirarla cuando subía la compra por las escaleras hasta el tercero, las colillas mal apagadas en una lata de cerveza apenas un par de horas después de instalarse o el comentario de Dana al salir de la ducha, cuando él entró al baño sin llamar a la puerta. No sé, puede que todo venga de mucho antes, pero ahora mismo, en medio de toda esta puta locura, no puede retrotraerse a esa vida, a ese otro mundo.
 
Los turnos ya eran infernales antes de que todo esto pasase y ahora simplemente son inhumanos, las charlas motivacionales, los mensajes de apoyo, la maldita cara del Rey en televisión, todo parece darle nauseas, todo, pero especialmente su vida. Esta vida de mierda. Porque para personas como ella, no hace falta una maldita pandemia para volverse locas.
 
No puede soportar ni un minuto más que el jefe le diga eso de que ahora que tiene a un hombre en casa y no hay excusas para no quedarse un poco más a reponer, el maldito bastardo no es capaz de notar su miedo en la cara cada vez que le recuerda que ellos están ahora mismo solos en casa, su hija, todo lo que tiene, sola con ese maldito psicópata. No le ha dicho nada a su madre, tampoco a sus amigas, a las que hace mucho que no ve fuera de la pantalla de su smartphone y ni mucho menos a la policía. No lo puede hacer, ¿qué pensarían? Una cajera de supermercado denunciando a un tipo como él tan solo por entrar al baño sin llamar o por un plato roto contra la pared… No, nadie la creería, no lo hicieron hasta que su ex pareja le partió el labio de un puñetazo cuando estaba embarazada y no lo harían ahora. Después de todo, Miguel es guardia de tráfico, uno de los suyos, nadie haría nada contra un compañero por una discusión tonta o por mirar lascivamente a una niña de quince años. No, al menos hasta que la sangre o el semen supongan una prueba irrefutable.
 
Mientras introduce una lata de atún y un paquete de pipas en la bolsa de esa señora que es la tercera vez que baja al supermercado en dos días, no puede parar de pensar en llegar a casa y acostarse con su hija en el sofá, protegerla y esperar a que todo esto pase para decirle a ese hombre que ahora ocupa su casa, que esto de vivir juntos quizás ha sido mala idea,  que necesitan un tiempo… Pero antes debe llamar a su compañía telefónica e intentar que arreglen Netflix. Ayer estaba muy enfadado y es mejor no seguir tentando a la suerte, serán muchos días, muchas pequeñas disputas y tarde o temprano la cosa podría salirse de madre, lo sabe perfectamente, puede intuir el primer golpe. Solo espera ganar tiempo, seguir viendo series y ofreciendo su cuerpo cada noche como un válvula de escape hasta que todo esto pase, al menos hasta que el menor de sus confinamientos termine.
 
Las calles
 
Una caja de condones, diez de la mañana y algún retrasado con suerte lo manda a la calle a buscar una jodida caja de condones. Mientras Juan Carlos pedalea sin pausa por las calles de Barcelona, recapacita en que todo esto no es precisamente en lo que pensaba cuando se trasladó del campo a la ciudad. Si su padre lo viese con esta ridícula bicicleta y el cajón de la «empresa» a sus espaldas con casi cincuenta años cumplidos, no podría evitar recordarle una vez más que es un fracasado. Una vergüenza para la familia a diferencia de su hermano Jorge, el ingeniero. Y quizás, viendo el panorama, no le faltase razón.
 
Al entrar en la farmacia, su cabeza comienza a darle vueltas a que quizás, en un futuro, existirá algún trabajo al estilo de telemasturbación. Mozos de una edad no adecuada para el circuito productivo habitual, dedicados en cuerpo y alma a la masturbación de señoritos que de buena mañana se levantan con la necesidad de una tocada de huevos impersonal, pero cariñosa. De momento y gracias a dios, tan solo tendrá que acercarle los profilácticos sabor fresa que se le han antojado a algún pueñetero niño pijo de la ciudad condal. En realidad, puede que ni tenga compañía y tan solo quiera una paja afrutada por la mañana, o puede, lo más probable, que el cabrón lleve un par de días con su pareja follando sin parar durante esta cuarentena, mientras los capullos como él siguen haciendo girar la rueda. Sea como sea, no puede evitar odiarlo, quizás incluso pensar en vengarse con un pequeño corte en alguno de los preservativos, pero que coño… Ayudar a traer a otro jodido vástago de esa calaña al mundo, sería bastante peor que el maldito coronavirus.
 
Al terminar esta jornada especialmente larga, así están siendo todas últimamente, llegará a casa y pensará en como entregar las mascarillas que tiene acumuladas en su habitación a la policía local del barrio o quizás a algún hospital cercano. Ricardo había tenido una buena idea comprando aquella remesa por Amazon, pero ahora que el gobierno ha puesto un abrupto fin a la esperanza de revenderlas por un buen precio y poder sacarse de esa forma una paga extra, no queda otra que deshacerse de ellas. Es lo justo, los miserables no deberían joderse entre ellos y lo sabía, pero cuando uno apenas gana lo suficiente para pagarse una habitación con un par de desconocidos, cuando la vida se escapa entre escasos lujos y numerosas facturas que pagar, resulta difícil no agarrase a lo que sea, por rastrero que ahora, al pensarlo fríamente, puedan resultar esos comportamientos. Le asalta la vergüenza y la culpa al pensar en como entregar todas esas mascarillas, pero del mismo modo que nunca nadie le ha dicho que es un héroe por pedalear entre atentados yihadistas, revueltas populares y pandemias, tampoco deberían juzgarlo por querer sobrevivir. Por buscarse las castañas entre tanto individualismo. Él, como tantos otros tantos en esta ciudad, tan solo son los hijos bastardos de este sistema, el resultado fallido de un cruel experimento social.
 
La red
 
Jawara no quiere decir nada a sus compañeros de piso, hace días que se siente raro, enfermo quizás, pero hablar de eso en una casa en la que el pasillo de la cocina al cuarto de baño apenas tiene la distancia prudente entre personas que recomiendan los «expertos» en televisión, no es un tema baladí. Le ha costado mucho conseguir una habitación barata en un barrio seguro y poder llegar a ahorrar parte de su escaso sueldo cada mes, para enviárselo a sus padres en Senegal, y no quiere poner en riesgo eso ahora. Madrid es moderno, eso dicen sus compañeros cuando los expulsan de sus viejos barrios y comienza la odisea de buscar un nuevo lugar en el que apenas descansar un par de horas.
 
En realidad, a Jawara le ha costado todo demasiado desde que abandonó su país. Largas travesías, policías y continuas estafas en las fronteras, todo, incluso el día a día en España, hasta conseguir sus papeles y un puesto de trabajo en un Call center, había supuesto una auténtica tortura. Duda, algunos de sus amigos dicen que todo esto no es más que un plan de la ultraderecha para expulsarlos del país y que si los migrantes acuden a un centro hospitalario con síntomas de esta nueva gripe, los expulsaran a sus países de origen sin preguntas. No sabe que creer, las redes sociales son un hervidero y entre tanto miedo y tanta mentira, cualquier riesgo es apostar demasiado. Después de todo, ¿acaso todo esto no es en sí una auténtica locura?
 
Resulta curioso que sean ahora Marruecos y otros países africanos los que cierren sus fronteras a España, casi como una de esas fábulas que sus abuelos contaban mientras él y sus hermanos escuchaban atentamente. Todo en la vida termina por regresar. Incluso el dolor, la injusticia y la inhumanidad de Europa se vuelve ahora contra sus propios ciudadanos. Colas interminables en los supermercados, jefes huyendo de las ciudades mientras sus trabajadores siguen trabajando y miedo, el mismo miedo que muchos sintieron cuando atravesaban el Mediterráneo a bordo de una patera, se nota ahora en las caras de las pocas personas con las que se cruza cuando vuelve del trabajo.
 
A Jawara no le gusta la policía, la gente les aplaude y los considera héroes, pero él sabe que muchos de sus compañeros están sufriendo un infierno extra estos días. Ser negro le otorga a uno muchas posibilidades de terminar con una multa o con sus huesos en comisaría cuando baja a comprar el pan o a tirar la basura. No hace falta una pandemia para saber que en ciertos momentos, el color de la piel es un factor determinante que te invita a quedarte en casa más de lo necesario. Pero él no puede permitírselo, como tampoco puede evitar atender a personas a los que les falla su conexión de internet o hacer cien llamadas al día para intentar convencer a aburridos españoles de las ventajas de contratar un paquete de cine con el que hacer más amenos estos días…
 
No puede, no hay tiempo para el miedo, ni para el aburrimiento. El trabajo duro y la falta de distracciones le ayudará a enviar más dinero a sus padres. Quizás pronto, en un par de meses o cuando todo esto pase, su hermano pequeño también pueda intentar venir a Europa. Sería una alegría tenerlo. Jawara piensa en eso, en lo distinto que sería todo con una parte de su familia en esta tierra… Pero antes, decide que si sigue empeorando, tendrá que acudir a un médico. No sabe si esa es una buena idea aún, pero puede notar que su cuerpo comienza a gritar que no hay otra opción. La pobreza no exime a nadie de estar enfermo, debería de ser así quizás, pero la muerte, no entiende de nacionalidades o cuentas bancarias.
 
El hospital
 
Al salir del hospital la mascarilla y los guantes parecen una segunda piel sobre su cuerpo. Las horas y los días se acumulan en su espalda y las imágenes que anuncian muertes y decisiones difíciles, no hacen sino adelantarse al sueño dando vueltas por su cabeza como si de espejismos macabros se tratasen. Hace apenas un par de semanas que se ha sumado a este equipo y la eterna rotación y la precariedad de su profesión, lo ha dejado en terreno hostil y apenas preparado para afrontar lo que se viene encima. Aunque lo conseguirá, no queda otra, entre estas paredes no debería estar permitido rendirse. Los compañeros son buenos, abnegados y cada uno de ellos se está dejando la piel para hacer frente a este maldito virus. Pero cuando uno junta a un equipo poco rodado y con apenas recursos en la cancha, no puede pretender que el rival no lo ponga en serios apuros y eso es exactamente lo que está pasando en estos momentos. Ellos sabían que no estaban preparados para algo así, lo sabían cuando recortaban recursos, cuando hablaban de privatizar la sanidad o criminalizaban a los funcionarios. Lo sabían e hicieron política con lo que a estas horas son vidas en juego.
No puede sino agradecer los aplausos, los videos en redes sociales y todos esos gestos de cada español que le recuerdan el motivo por el que decidió estudiar medicina, la importancia de su profesión. Pero cuando los recortes se convertían en la norma y su trabajo se transformaba en una rama más de la precariedad a la que estamos sometidos, entonces, no encontró el apoyo social que sí recibe ahora. Supone que todos estaban demasiados ocupados nadando por separado hacia la misma orilla, supone que alguno de sus profesores tenía razón: ellos son solo aquellos de los que uno más se acuerda cuando enferma, cuando las cosas van mal… Y ahora, las cosas parecen realmente feas.
 
Recortes, privatizaciones, contratos basura encadenados uno tras otro, especulación urbanística y un zafarrancho de intereses partidistas y cortijos varios que han llevado a la sanidad madrileña a la situación en la que nos encontramos. Todo su circo, sus intereses partidistas o individuales nos han llevado al borde del desastre y todavía hoy siguen apareciendo en antena con sus falsas recetas para salir de todo esto y su condescendencia, nunca dejan de lado esa mirada de desprecio al pueblo, que ni tan siquiera en estos momentos pueden dejar de lado cuando un compañero les recrimina su actuación durante tanto tiempo. Les dice, sin temor, que ellos son culpables de la falta de camas, las joranadas maratonianas y quizás, solo quizás, las muertes que se produzcan. Ellos siguen viviendo en sus burbujas, en sus casas amplias con piscina y saben que podrán salir de esto con más garantías que el pueblo. Pese a lo que digan los que ahora ocupan la cima política, esto sí entiende de fronteras e ideologías, concretamente la división se encuentra en la frontera entre los barrios ricos con numerosos recursos privados y esos bloques de edificios en la que la mayoría vivimos.
 
Hoy no quiere pensar más en eso, sube al coche y emprende el camino a casa para dormir un par de horas, la siguiente jornada volverá sin duda a ser larga y no quiere desgastar sus energías, ni tampoco su esperanza. No puede evitar mirar con odio y rencor a una pareja de jóvenes que pasean a su perro entre risotadas, como si esto no fuese con ellos. Le gustaría llevarlos al hospital para poner sus caras tan cerca de la de alguno de esos pacientes que quizás no superen esta noche que lo que menos les preocupase fuese el maldito virus. Le gustaría poder hacerle comprender a todo este puñetero país que la irresponsabilidad de uno se cuenta estos días por muertos. Pero cuando se da cuenta, cae rendido en el sofá, su cuerpo y su mente ya no pueden más. Quizás, con algo de suerte, mañana encuentre algún tipo de guante o mascarilla en Amazon. Después de todo, la rueda es lo único que no parará de girar. Este maldito sistema nos hará morir a todos necesitando una dosis más de consumismo,  buscando algo, comprando algo. Mientras otros, arriesgan o desperdician su vida tan solo para proporcionárnoslo.

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