Ser antifascista no solo implica combatir a las fuerzas reaccionarias en el plano político, sino también en el social, económico y en el cultural, puesto que nuestros derechos y propia supervivencia como clase está en un mayor riesgo desde los años 90
Por Manuel del Valle
Hace poco más de cien años el nazismo hizo su aparición en la escena política por primera vez. En febrero de 1920 Adolf Hitler fundó el Partido Nacional Socialista y poco más tarde, en noviembre de 1921, Benito Mussolini hizo lo propio con el Partido Nacional Fascista. Los resultados de estas dos acciones son bien conocidos y la lucha contra ambos movimientos políticos criminales fue encarnizada durante más de veinte años, especialmente en la década de los 30 y de los 40. Recordemos los sacrificios de los Brigadistas Internacionales que lucharon en la Guerra Civil española y del Ejército Rojo que derrotó a las fuerzas del Eje durante la Segunda Guerra Mundial. En la actualidad siguen existiendo herederos de estos criminales, pero no solo ellos representan un peligro para la clase trabajadora, ya que la extrema derecha y los partidos reaccionarios también son una seria amenaza para sus intereses.
¿Cómo es posible que en pleno 2022 sigan existiendo estas fuerzas políticas?
Sería lógico pensar que cualquier atisbo fascista desapareció en 1945 o, al menos, en los años sucesivos tras la consecuente depuración que debió seguir con la finalización de la Segunda Guerra Mundial. No obstante, la lucha antifascista no terminó con la derrota de la Alemania nazi como pudiéramos pensar, ya que al amparo de EEUU y con la excusa de luchar contra el comunismo en los años de la Guerra Fría, nuevos y viejos fascistas tuvieron la oportunidad para tener un rol relevante en la sociedad capitalista, al igual que otros líderes autoritarios y extremistas. Además, es importante destacar el hecho de la desintegración de la Unión Soviética, lo cual no es un tema baladí, puesto que el Estado Socialista constituía un freno para la proliferación a nivel mundial de grupos de este tipo debido a su acción disuasoria, por tanto en los últimos años han proliferado de manera exponencial.
Con anterioridad a 1991 muchos estados no permitían la actuación impune de estos grupos, ni siquiera que se organizaran o se consolidaran, ya que los trabajadores se movilizaban con un nivel de implicación mucho mayor a los actuales, pues eran muy conscientes del peligro que ello representara para el conjunto de la sociedad.
Actualmente, la permisividad de los demócratas es la principal causa de la existencia de partidos fascistas y de extrema derecha, especialmente en Europa y en América Latina, ya que existen pocas leyes que prohíban de forma taxativa la existencia de este tipo de partidos. Hoy por hoy parece que una hipotética invasión a Polonia está lejos de ocurrir, pero los ideales racistas, violentos, misóginos, dictatoriales y explotadores continúan vigentes y con más fuerza que nunca. Por ejemplo, Marienne le Pen en Francia ha relizado numerosas declaraciones contra los musulmanes; Orban en Hungría emplea un discurso lleno de odio frente a los inmigrantes que llegan a Europa; en Austria, el Partido de la “Libertad” avanza peligrosamente en el Parlamento, un partido que es en esencia fascista.
Todos ellos emplean el mismo modus operandi para hacer política. Aprovechan una situación de crisis, ya sea económica o sanitaria (como la presente), para elaborar un discurso lleno de miedo con el que pretenden hacerse hueco entre la población, por tanto, no resulta extraño que desde la crisis de 2007 los grupos y partidos de esta índole hayan proliferado por todo el mundo. El discurso en cuestión gira en torno a un nacionalismo exacerbado, a la confrontación frente a quien piensa de forma diferente o a señalar al inmigrante como causante de gran parte de los problemas de la sociedad. Tampoco dudan en tergiversar la información o falsificarla según sus intereses, o en contratar a numerosos “bots” para publicitar sus acciones en las redes sociales o para propagar sus mensajes contra algún colectivo u organización.
En nuestro país, Vox (el ejemplo perfecto de extrema derecha) en el Congreso de los Diputados emplea los insultos y las amenazas para ganar votos frente al Gobierno, pero aun más preocupante es la acción de grupos de neonazis y neofascistas en las calles. Recordemos el caso de Samuel Luiz Muñíz, asesinado en A Coruña a grito de “maricón” el pasado verano, o la brutal paliza que diez neonazis dieron a un joven en Valencia por llevar una camiseta con el lema “working class” en el mes de noviembre. Estos ataques no son aislados, como tampoco las agresiones verbales y las confrontaciones dirigidas contra todo el mundo que piensa diferente: comunistas, inmigrantes, grupo LGTBI, okupas, personas sin hogar…
¿Qué significa ser antifascista?
Ser antifascista en pleno siglo XXI significa oponerse a todo aquel que pretende discriminar, oprimir y eliminar a cualquier colectivo, con lo cual hay que mostrar una firme oposición frente al discurso violento y racista al que hemos hecho alusión anteriormente, empleando para ello todos los recursos de los que podamos disponer. No obstante, ¡que nadie se alarme de momento! No estamos llamando a la insurrección, tampoco estamos planeando cruzar el Danubio en un T-34 o tomar el Parlamento fusil en mano. Pero sí llamamos a manifestarnos y a luchar para conservar los derechos que hemos conquistado en el trascurso de la lucha obrera, así como defender la integridad física y moral de los distintos colectivos amenazados.
No solo se trata de enfrentar el fundamentalismo político, étnico y religioso de los nuevos grupos fascistas, ser antifascista también debe implicar luchar por una sociedad más justa, libre e igualitaria en todos los ámbitos. No debería tratarse de una opción, ser antifascista debía ser un deber porque resulta inconcebible no frenar a un grupo que aboga por exterminar (en el sentido literal de la palabra, puesto que así lo han demostrado sus acciones a lo largo de los años) a ciertas personas por cuestiones étnicas, religiosas o de pensamiento. En esta cuestión no puede haber flexibilidad, es imposible mostrarse comprensivo o tolerante con personas que propinan palizas grupales, llegando incluso al asesinato, y hablan con odio hacia quienes no comparten sus “ideales”, recordemos en este sentido los últimos discursos antisemitas pronunciados por Isabel Peralta, la nueva cara del fascismo español.
Para construir una sociedad justa y tolerante, en la que no se discrimine a nadie por su orientación sexual, creencias religiosas o país de procedencia entre otras cosas, debemos ser antifascistas convencidos y ello implica en segundo término ser anticapitalista, puesto que el sistema imperante crea el caldo de cultivo necesario para que grupos tan repugnantes puedan existir y propagarse, pues como dijo Lenin, “el fascismo es capitalismo en descomposición”. Por tanto, a su vez, el anticapitalismo debe desembocar en socialismo y comunismo. ¿Por qué? Porque es la única alternativa viable, pues es capaz de formular un cambio radical a gran escala con fundamentación teórica y práctica.
Además, para frenar al fascismo es imprescindible tener una educación orientada a ello, que enseñe los valores fundamentales que una persona debe tener. Por tanto, la educación escolar y familiar debería ir de la mano con una acción política para erradicar esta orientación política del planeta de una vez por todas, al igual que a la extrema derecha.
En conclusión, sostenemos que es obligación moral para toda persona luchar frente al fascismo y frenarlo con el fin de evitar sus abusos y crímenes. Para ello es necesario una buena organización y tomar partido, así podríamos dejar que ese movimiento criminal quedara como una lejana pesadilla, la cual logró arrastrar al mundo a una larga noche poblada por los fantasmas de más de 50 millones de muertos.
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