La Ley Rider y la magia de Yolanda Díaz: del modelo de falso autónomo a las ETT

En la realidad paralela proyectada por el discurso gubernamental, Yolanda Díaz hacía su magia, los riders por fin eran trabajadores con derechos y la tecnología se domaba y se ponía al servicio de las personas.

Marina Lapuente

El camino hacia la aprobación de la llamada Ley Rider ha tenido debates, movilizaciones, seudoprotestas patronales y campañas de humo. Echaremos un vistazo a este camino antes de analizar algunas repercusiones, pero no para reproducir el cuento del gobierno ni explicar un final feliz del que ha querido presentarse como protagonista. En días en los que ya cansa que se espolvoreen con purpurina hasta las medidas más insignificantes o incluso perniciosas, se hace necesario mirar debajo de las capas de decoración para entender el porqué y el cómo de algunas de ellas.

Las polémicas aplicaciones de reparto hacían su aparición en el escenario de la recuperación de la crisis de 2008. Valdrá como punto de partida la llegada de la primera filial de Glovo a España en el año 2015, empresa que, sin representar un modelo diferente al de otras del sector, fue la que más temprana e indiscretamente publicitó su modelo de negocio y su propuesta de relación laboral -o no-laboral, dirían ellas-, en sus campañas publicitarias y de captación y formación de trabajadores.

Si bien el encubrimiento como relación mercantil de formas de trabajo a demanda ya se daba en algunas actividades, por primera vez se presentaba como modelo organizativo para la parte fundamental de la plantilla de una empresa. A veces vendido como oportunidad para sacarse dinero extra, otras como hobby, este modelo suponía al trabajador esperar en la calle con vehículo propio a que una aplicación le notificase un pedido, que debía realizar en cierta forma. Se cobra por pedido en vez de por hora trabajada; si no hay pedido, no se cobra. La empresa ni paga cotización ni tiene otras responsabilidades ante los repartidores. Y por tan sencilla e infame mecánica, la intelectualidad del mundo empresarial ha llamado “genios” a los promotores de estos negocios.

No fue casualidad, sino un factor que precisamente dio viabilidad al modelo, que estas empresas se pusieran en marcha aprovechando a trabajadores jóvenes, empobrecidos, víctimas de los contratos de las reformas laborales de 2010 y 2012, y sin referentes políticos ni sindicales en los centros de trabajo. Éramos carne de cañón para estos negocios, que arrancaban en medio de un silencio en los medios y también en las tribunas, algo que no debe olvidarse, aunque los hechos más tarde empujaran a distintos políticos de primera plana a hacer ciertos reconocimientos. 

El silencio solo se fue resquebrajando conforme los trabajadores empezaban a organizarse, al margen, por cierto, de unos sindicatos que estuvieron lentos al posicionarse a favor de la laboralidad y aportar herramientas de lucha. Plataformas de riders y algunos sindicatos fueron iniciando procesos judiciales en distintas ciudades contra las empresas por el reconocimiento de la relación laboral. El silencio mediático ya no era tan denso, pero el de las instituciones y líderes políticos liberales y socialdemócratas solo se interrumpió con puntuales pronunciamientos ambiguos. 

En junio de 2017, inspección de Trabajo levantaba acta tras una demanda de la Seguridad Social concluyendo que 97 trabajadores de Deliveroo eran falsos autónomos. Era una primera victoria en la batalla jurídica, que animó a convocar movilizaciones y una huelga, pero no a hacer declaraciones a los miembros de la nueva coalición de gobierno. El interés que este tuvo durante mucho tiempo en ni declararse ni intervenir a favor de la laboralidad contrasta con la poca dubitación que hubo por parte de Inspección de Trabajo, y solo puede explicarse, a pesar de que después hayan querido colgarse medallas, mediante una actuación consciente: no molestar a la patronal del sector mientras las calles no obligaran a actuar. 

El ruido de las calles había empezado a visibilizar las reivindicaciones de los trabajadores en las principales ciudades españolas. Los juzgados dictaron sentencias a lo largo de 2018, en ocasiones favorables a los trabajadores, y en otras, al modelo de autónomos, recogiendo la figura del TRADE. Durante este año se fueron declarando en público los primeros políticos a favor de la laboralidad, aunque albergando sorpresas. Gobierno y patronal seguían ganando tiempo, y en mayo de 2019 se hacían públicas dos nuevas sentencias que dejaban el partido legal entre empresa y trabajadores, en el caso de Glovo, a cinco contra cuatro. 

Sin embargo, se daría un viraje en los acontecimientos que ojalá no tuviéramos que atribuir al impacto que tuvo la muerte de un rider mientras trabajaba. Se llamaba Pujan Koirala y era un joven de 23 años sin papeles que, como muchos trabajadores inmigrantes, intentaba ganarse la vida con el sistema de alquiler de cuentas que existía y existe de manera no oficial. Las empresas -hacía repartos para varias- pudieron lavarse las manos en cuanto a indemnizaciones y rendiciones de cuentas ante la justicia. Pero ya no pudieron lavarse las manos ante el debate político, al que las plataformas de riders, sindicatos, movilizaciones y diversas muestras de solidaridad de clase, auparon el caso de Pujan para denunciar las funestas consecuencias de las nuevas formas de trabajo a demanda, evidenciar que escondían una relación laboral, y reivindicar derechos asociados a ella. 

Continuaron forcejeos en las calles y los tribunales, y sería septiembre de 2020 cuando el Tribunal Supremo dictase sentencia sobre la laboralidad, dando la razón a los riders. La pequeña victoria legal se celebró con cautelas, también por parte de las plataformas de riders, pues ya eran lecciones aprendidas que las declaraciones políticas y leyes sobre el papel pueden diferir de la realidad, sobre todo en caso de no tener la clase trabajadora capacidad para hacer efectivas las conquistas y los derechos. 

El Gobierno tuvo entones que declararse públicamente a favor de la laboralidad, pero matizando Pedro Sánchez y Yolanda Díaz que se debía avanzar hacia “nuevos marcos legales” convenientes para la “modernización económica”. Se buscaba encajar la victoria parcial de los trabajadores en una coyuntura en la que el capitalismo necesitaba mecanismos para suprimir o relajar las “rigideces” jurídicas.  

Desde principios de 2021, el silencio gubernamental precedente terminó con una estruendosa campaña de varios meses que se desplegó, con unos fines concretos, desde el anuncio hasta la firma de la Ley Rider. Con esta campaña el Gobierno se intentaba anotar el tanto de una “conquista” -mintiendo, porque ni fue su mérito, ni habría novedad legislativa-; y se potenciaba una imagen particular de la ministra de Trabajo cercana a los trabajadores. Ello también tenía una proyección a futuro de Díaz, y es que su función principal en el renovado Consejo de Ministros era asegurar que la nueva reforma laboral demandada por el capital podría aplicarse por el gobierno con el movimiento obrero y sindical lo más calmado que fuera posible.

En la realidad paralela proyectada por el discurso gubernamental, Yolanda Díaz hacía su magia, los riders por fin eran trabajadores con derechos y la tecnología se domaba y se ponía al servicio de las personas. Pero la forma en que se aprobaba la ley y el escenario que abría, no escribían ni mucho menos un final feliz. La “ley” era un artículo y dos disposiciones que simplemente reconocían que la representación legal podía pedir información sobre los algoritmos y añadían una disposición al Estatuto de los Trabajadores que… reiteraba que existía la presunción de laboralidad. Lo llamaron legislación rompedora, vanguardista en Europa y contundente apuesta por los derechos laborales. Ni invirtiendo una vida entera en buscar un ejemplo de campaña vendehúmos mejor que este lograríamos encontrarlo. 

Pero todavía hay más miga. El 10 de marzo se anunciaba el acuerdo de ley, pero no llegaría hasta mayo al Consejo de Ministros para su aprobación. Y desde la publicación en el BOE se dejaron otros tres meses de margen a las empresas para regularizar a las plantillas. La paciencia que las empresas nunca tuvieron al exigir repartos lo más rápidos posible se otorgaba multiplicada por mil al pedirles a ellas desde el Gobierno -uno supuestamente representativo de las “personas trabajadoras”- que laboralizaran a las plantillas.

Estos tiempos amplios pretendían aplazar y disolver la posible expectación ante la aplicación de la nueva (sic) legislación, así como dar un margen cómodo a las empresas para adecuar su organización y ensayar modelos que permitieran esa disposición flexible a demanda de la mano de obra. Así, pudieron tranquilamente hacer pruebas piloto con ETTs y aplicaciones multiservicio para compaginar un mayor respeto a la legislación con flexibilidad obtenida mediante subcontratación: sin prisa y entre algodones a dar continuidad a la precariedad.

Por otro lado, no se implantó ningún mecanismo para vigilar que se cumplía esa ley que durante tanto tiempo se había incumplido, más allá de los escasos ya existentes. Sindicatos y colectivos de trabajadores no han parado de denunciar, hasta hoy, que muchos siguen sin regularizar, y algunas empresas han incluso reconocido que van a seguir usando repartidores autónomos.

Pero más debe preocuparnos el proceso que actúa a plena luz de la legalidad. La subcontratación a ETTs es parte de unas transformaciones del modelo productivo que suponen su fragmentación y su reorganización, de forma que se permite a las empresas el uso ultraflexible y a demanda de la fuerza de trabajo y se dificulta el uso de los mecanismos legales de representación de los trabajadores. Resultado es que, en muchos casos, para el mismo trabajador es diferente la plataforma digital (para la que trabaja), de la ETT que esta tiene subcontratada (con la que firma el contrato), y de la empresa usuaria (que le gestiona el tiempo de trabajo). La cadena puede incluso ser más enrevesada, porque empresas subcontratadas a su vez van subcontratando según el flujo de la demanda, no contando más que con una mínima flota de repartidores más estables.

Así, son cada vez más comunes los casos de riders que, con su bici y su mochila, trabajan unas horas para Justeat, otras para Correos Express, para Seur…, encarnando un modelo de trabajo que, por desgracia, será cada vez más común: el de la disponibilidad absoluta para que distintas empresas compren la fuerza de trabajo solo los ratitos que es más rentable. Se llama trabajo a demanda, se vende como flexibilidad, y es la mayor amenaza a nuestra estabilidad y seguridad vital que hemos conocido en décadas. 

Ilustra a la perfección hasta qué punto este modelo flexibilizador es una exigencia del capitalismo que no se puede poner en duda por quienes solo aspiran a gestionarlo, el hecho de que la socialdemocracia que en los setenta culpabilizaba a los neoliberales sea hoy en día la que, en muchos países, se está encargando de promocionar la necesidad de flexibilización y busca ampliar este tipo de mecanismos desde gestiones con más intervención del Estado en la economía. Cuando se oponían a las políticas neoliberales que abrían el camino a todo esto, la socialdemocracia centraba la crítica en los cambios legislativos, pero no cuestionaba el origen ni los intereses que subyacían a un proceso que brotaba de la propia infraestructura socioeconómica. De hecho, en la España de los ochenta y noventa eran las legislaciones del PSOE las que allanaban el camino.

Hay quien ha defendido que la política comunista ha quedado anticuada ante estos cambios productivos, que dicen que han alterado la propia esencia del capitalismo. No obstante, los cambios solo afectan a la organización del proceso productivo, facilitados en muchos casos por la innovación tecnológica (las aplicaciones digitales, sobre todo, en este caso); pero la esencia de las relaciones de producción capitalistas continúa intacta. Lo ejemplifica perfectamente el sector del que hablamos: la mayoría de ese entramado de empresas son filiales unas de otras, estando en manos de tres o cuatro concentraciones empresariales del mismo puñado de inversores. La clase social que posee los medios de producción sigue siendo la misma, acumula cada vez más capitales, y solo reformula los mecanismos de explotación. La fuerza de trabajo de la clase desposeída continúa vendiéndose como mercancía que el capital utiliza a conveniencia, pero cada vez de manera más eficiente, a costa de nuestra seguridad y estabilidad. 

Aterrizando estas reflexiones en los retos de actualidad, la juventud trabajadora haría mal en olvidar que el Gobierno representado por Yolanda Díaz nos quiso vender esa ley atiborrándonos de colorida propaganda en la que la clase trabajadora se libraba mágicamente de las cadenas de la esclavitud de los algoritmos, manteniendo inmovilismo ante el fraude y bendiciendo la subcontratación. Que una de las principales medidas laborales de la socialdemocracia gobernante sea esta debería darnos una indicación muy clara sobre los lugares en los que debemos o no depositar nuestra confianza política como clase. Urge reflexionar sobre ello ahora que se cuece una nueva reforma laboral, pero también replantearse si un sistema económico cuya mejor cara llega a ponernos ante esta situación no merecería ser cuestionado desde sus mismísimas raíces. 

Al posicionarse a favor de la laboralidad y aportar herramientas de lucha. Plataformas de riders y algunos sindicatos fueron iniciando procesos judiciales en distintas ciudades contra las empresas por el reconocimiento de la relación laboral. El silencio mediático ya no era tan denso, pero el de las instituciones y líderes políticos liberales y socialdemócratas solo se interrumpió con puntuales pronunciamientos ambiguos. 

En junio de 2017, inspección de Trabajo levantaba acta tras una demanda de la Seguridad Social concluyendo que 97 trabajadores de Deliveroo eran falsos autónomos. Era una primera victoria en la batalla jurídica, que animó a convocar movilizaciones y una huelga, pero no a hacer declaraciones a los miembros de la nueva coalición de gobierno. El interés que este tuvo durante mucho tiempo en ni declararse ni intervenir a favor de la laboralidad contrasta con la poca dubitación que hubo por parte de Inspección de Trabajo, y solo puede explicarse, a pesar de que después hayan querido colgarse medallas, mediante una actuación consciente: no molestar a la patronal del sector mientras las calles no obligaran a actuar. 

El ruido de las calles había empezado a visibilizar las reivindicaciones de los trabajadores en las principales ciudades españolas. Los juzgados dictaron sentencias a lo largo de 2018, en ocasiones favorables a los trabajadores, y en otras, al modelo de autónomos, recogiendo la figura del TRADE. Durante este año se fueron declarando en público los primeros políticos a favor de la laboralidad, aunque albergando sorpresas. Gobierno y patronal seguían ganando tiempo, y en mayo de 2019 se hacían públicas dos nuevas sentencias que dejaban el partido legal entre empresa y trabajadores, en el caso de Glovo, a cinco contra cuatro. 

Sin embargo, se daría un viraje en los acontecimientos que ojalá no tuviéramos que atribuir al impacto que tuvo la muerte de un rider mientras trabajaba. Se llamaba Pujan Koirala y era un joven de 23 años sin papeles que, como muchos trabajadores inmigrantes, intentaba ganarse la vida con el sistema de alquiler de cuentas que existía y existe de manera no oficial. Las empresas -hacía repartos para varias- pudieron lavarse las manos en cuanto a indemnizaciones y rendiciones de cuentas ante la justicia. Pero ya no pudieron lavarse las manos ante el debate político, al que las plataformas de riders, sindicatos, movilizaciones y diversas muestras de solidaridad de clase, auparon el caso de Pujan para denunciar las funestas consecuencias de las nuevas formas de trabajo a demanda, evidenciar que escondían una relación laboral, y reivindicar derechos asociados a ella. 

Continuaron forcejeos en las calles y los tribunales, y sería septiembre de 2020 cuando el Tribunal Supremo dictase sentencia sobre la laboralidad, dando la razón a los riders. La pequeña victoria legal se celebró con cautelas, también por parte de las plataformas de riders, pues ya eran lecciones aprendidas que las declaraciones políticas y leyes sobre el papel pueden diferir de la realidad, sobre todo en caso de no tener la clase trabajadora capacidad para hacer efectivas las conquistas y los derechos. 

El Gobierno tuvo entones que declararse públicamente a favor de la laboralidad, pero matizando Pedro Sánchez y Yolanda Díaz que se debía avanzar hacia “nuevos marcos legales” convenientes para la “modernización económica”. Se buscaba encajar la victoria parcial de los trabajadores en una coyuntura en la que el capitalismo necesitaba mecanismos para suprimir o relajar las “rigideces” jurídicas.  

Desde principios de 2021, el silencio gubernamental precedente terminó con una estruendosa campaña de varios meses que se desplegó, con unos fines concretos, desde el anuncio hasta la firma de la Ley Rider. Con esta campaña el Gobierno se intentaba anotar el tanto de una “conquista” -mintiendo, porque ni fue su mérito, ni habría novedad legislativa-; y se potenciaba una imagen particular de la ministra de Trabajo cercana a los trabajadores. Ello también tenía una proyección a futuro de Díaz, y es que su función principal en el renovado Consejo de Ministros era asegurar que la nueva reforma laboral demandada por el capital podría aplicarse por el gobierno con el movimiento obrero y sindical lo más calmado que fuera posible.

En la realidad paralela proyectada por el discurso gubernamental, Yolanda Díaz hacía su magia, los riders por fin eran trabajadores con derechos y la tecnología se domaba y se ponía al servicio de las personas. Pero la forma en que se aprobaba la ley y el escenario que abría, no escribían ni mucho menos un final feliz. La “ley” era un artículo y dos disposiciones que simplemente reconocían que la representación legal podía pedir información sobre los algoritmos y añadían una disposición al Estatuto de los Trabajadores que… reiteraba que existía la presunción de laboralidad. Lo llamaron legislación rompedora, vanguardista en Europa y contundente apuesta por los derechos laborales. Ni invirtiendo una vida entera en buscar un ejemplo de campaña vendehúmos mejor que este lograríamos encontrarlo. 

Pero todavía hay más miga. El 10 de marzo se anunciaba el acuerdo de ley, pero no llegaría hasta mayo al Consejo de Ministros para su aprobación. Y desde la publicación en el BOE se dejaron otros tres meses de margen a las empresas para regularizar a las plantillas. La paciencia que las empresas nunca tuvieron al exigir repartos lo más rápidos posible se otorgaba multiplicada por mil al pedirles a ellas desde el Gobierno -uno supuestamente representativo de las “personas trabajadoras”- que laboralizaran a las plantillas.

Estos tiempos amplios pretendían aplazar y disolver la posible expectación ante la aplicación de la nueva (sic) legislación, así como dar un margen cómodo a las empresas para adecuar su organización y ensayar modelos que permitieran esa disposición flexible a demanda de la mano de obra. Así, pudieron tranquilamente hacer pruebas piloto con ETTs y aplicaciones multiservicio para compaginar un mayor respeto a la legislación con flexibilidad obtenida mediante subcontratación: sin prisa y entre algodones a dar continuidad a la precariedad.

Por otro lado, no se implantó ningún mecanismo para vigilar que se cumplía esa ley que durante tanto tiempo se había incumplido, más allá de los escasos ya existentes. Sindicatos y colectivos de trabajadores no han parado de denunciar, hasta hoy, que muchos siguen sin regularizar, y algunas empresas han incluso reconocido que van a seguir usando repartidores autónomos.

Pero más debe preocuparnos el proceso que actúa a plena luz de la legalidad. La subcontratación a ETTs es parte de unas transformaciones del modelo productivo que suponen su fragmentación y su reorganización, de forma que se permite a las empresas el uso ultra flexible y a demanda de la fuerza de trabajo y se dificulta el uso de los mecanismos legales de representación de los trabajadores. Resultado es que, en muchos casos, para el mismo trabajador es diferente la plataforma digital (para la que trabaja), de la ETT que esta tiene subcontratada (con la que firma el contrato), y de la empresa usuaria (que le gestiona el tiempo de trabajo). La cadena puede incluso ser más enrevesada, porque empresas subcontratadas a su vez van subcontratando según el flujo de la demanda, no contando más que con una mínima flota de repartidores más estables.

Así, son cada vez más comunes los casos de riders que, con su bici y su mochila, trabajan unas horas para Justeat, otras para Correos Express, para Seur…, encarnando un modelo de trabajo que, por desgracia, será cada vez más común: el de la disponibilidad absoluta para que distintas empresas compren la fuerza de trabajo solo los ratitos que es más rentable. Se llama trabajo a demanda, se vende como flexibilidad, y es la mayor amenaza a nuestra estabilidad y seguridad vital que hemos conocido en décadas. 

Ilustra a la perfección hasta qué punto este modelo flexibilizador es una exigencia del capitalismo que no se puede poner en duda por quienes solo aspiran a gestionarlo, el hecho de que la socialdemocracia que en los setenta culpabilizaba a los neoliberales sea hoy en día la que, en muchos países, se está encargando de promocionar la necesidad de flexibilización y busca ampliar este tipo de mecanismos desde gestiones con más intervención del Estado en la economía. Cuando se oponían a las políticas neoliberales que abrían el camino a todo esto, la socialdemocracia centraba la crítica en los cambios legislativos, pero no cuestionaba el origen ni los intereses que subyacían a un proceso que brotaba de la propia infraestructura socioeconómica. De hecho, en la España de los ochenta y noventa eran las legislaciones del PSOE las que allanaban el camino.

Hay quien ha defendido que la política comunista ha quedado anticuada ante estos cambios productivos, que dicen que han alterado la propia esencia del capitalismo. No obstante, los cambios solo afectan a la organización del proceso productivo, facilitados en muchos casos por la innovación tecnológica (las aplicaciones digitales, sobre todo, en este caso); pero la esencia de las relaciones de producción capitalistas continúa intacta. Lo ejemplifica perfectamente el sector del que hablamos: la mayoría de ese entramado de empresas son filiales unas de otras, estando en manos de tres o cuatro concentraciones empresariales del mismo puñado de inversores. La clase social que posee los medios de producción sigue siendo la misma, acumula cada vez más capitales, y solo reformula los mecanismos de explotación. La fuerza de trabajo de la clase desposeída continúa vendiéndose como mercancía que el capital utiliza a conveniencia, pero cada vez de manera más eficiente, a costa de nuestra seguridad y estabilidad. 

Aterrizando estas reflexiones en los retos de actualidad, la juventud trabajadora haría mal en olvidar que el Gobierno representado por Yolanda Díaz nos quiso vender esa ley atiborrándonos de colorida propaganda en la que la clase trabajadora se libraba mágicamente de las cadenas de la esclavitud de los algoritmos, manteniendo inmovilismo ante el fraude y bendiciendo la subcontratación. Que una de las principales medidas laborales de la socialdemocracia gobernante sea esta debería darnos una indicación muy clara sobre los lugares en los que debemos o no depositar nuestra confianza política como clase. Urge reflexionar sobre ello ahora que se cuece una nueva reforma laboral, pero también replantearse si un sistema económico cuya mejor cara llega a ponernos ante esta situación no merecería ser cuestionado desde sus mismísimas raíces. 

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