La invasión sin fin (y el fin de la invasión)

‘El Eternauta’ y su vigencia, en un contexto de invasiones violentas y de resistencias.

Por Marcelo Figueras | 27/11/2024

A más de 60 años de su publicación original, el interés que genera El Eternauta —como el que también inspira su creador, Héctor Germán Oesterheld— sigue siendo inagotable. Algunas pruebas de esta relevancia son materiales, y por ende de fácil constatación. La adaptación audiovisual de El Eternauta, dirigida por Bruno Stagnaro — la más ambiciosa serie realizada hasta el momento en la Argentina. El constante trabajo historiográfico sobre Oesterheld y su obra, del que destaca la bella y terrible biografía que Fernanda Nicolini y Alicia Beltrami publicaron en 2016: Los Oesterheld. La tarea judicial aún abierta, como en el caso de la Megacausa de Campo de Mayo, una de las tantas que procura hacer justicia con una de las víctimas más notorias de la última dictadura formal. Porque Oesterheld y sus cuatro hijas fueron asesinados por el régimen. Dos de sus nietos fueron secuestrados y siguen perdidos, aun hoy ignoran qué sangre corre por sus venas. Y de los restos del Viejo, nada se sabe. Nunca se los encontró. No hay sitio al que acudir a llevarle una flor.

Las pruebas más contundentes de su vigencia son, quizás, las más impalpables. Me refiero, en primer lugar, al hecho de que Oesterheld sigue siendo reeditado y leído. (La edición de El Eternauta que publicó Doedytores en 2015 es un lujo de colección, que no mitiga el dolor de que otros títulos —pienso en Kabul de Bengala, que dibujó Horacio Altuna y editaba Columba— se hayan perdido.) Pero también a la infatigable labor de investigación y especulación que siguen dedicándole tanto académicos como especialistas en diversas ramas del arte popular, la comunicación y hasta la política. Y ese caldero que no deja de bullir no es apenas un fenómeno local. Esta obra que tienen en sus manos es una demostración más de la fascinación que la obra de Oesterheld despierta todavía, en mentes curiosas cuyos pasaportes no coinciden necesariamente con los nuestros.

¿Hay forma de explicar esa fascinación? No enteramente. Vuelvo a apelar al ejemplo de esta obra, cuyos artículos exploran la obra de Oesterheld desde los ángulos más diversos, sin agotarla; si algo logran, mas bien —al menos es lo que hicieron en mí, como uno de los primeros lectores de la compilación—, es abrir nuevos interrogantes y potenciar la seducción que el tema despliega. Quizás se deba al hecho incontrastable de que El Eternauta se impuso como uno de los grandes relatos de la narrativa argentina, cargándose las barreras que la academia erige para discriminar obras según forma y género. Hoy El Eternauta es, lisa y llanamente, uno de los clásicos de nuestra literatura, en pie de igualdad con El gaucho Martín Fierro, Los siete locos, Adán BuenosayresEl Aleph y Rayuela.

Esa condición de clásico permite una primera aproximación al fenómeno. Como sugieren los ensayistas de esta colección, «clásica» es aquella obra a la que cada generación le descubre —es decir, le proyecta encima— una lectura original, y al re-leerla de ese modo, la re-nueva.

Héctor Germán Oesterheld.

De todas formas, ciertos elementos objetivos que forman parte de la obra y de su proceso de gestación se repiten en cada relectura. En primer lugar, su originalidad, o para ser más preciso, su excentricidad. (Según la etimología geométrica, en razón de que se trata de algo «que está fuera del centro, o que tiene un centro diferente»). El Eternauta se apropia de uno de los lugares comunes de la ciencia-ficción del Hemisferio Norte, la invasión extraterrestre, y lo trae a la Argentina de la segunda mitad del siglo XX. Pero con el desplazamiento geográfico viene el desplazamiento de sentido. El Eternauta no es una mera transposición de local.

La nevada mortal sobre Buenos Aires que detona la acción de El Eternauta acarrea una transformación del sentido de la peripecia. La diferencia más mentada entre los relatos de invasiones alienígenas escritos desde las potencias colonizadoras y este cómic oriundo del Sur, suele ser aquella que separa al héroe convencional de este tipo de historias —un individuo excepcional, con aires de profesional del heroísmo— del grupo de seres comunes y corrientes que protagoniza El Eternauta. El mismo Oesterheld sostenía que el relato dependía de un «héroe colectivo», un organismo que sólo funciona cuando cada miembro cumple con su función y el todo se vuelve más que la sumatoria de sus partes. Pero desde la Argentina actual, que tanto se asemeja al país invadido de la pesadilla de Oesterheld, hay otra característica que me parece igual de relevante y que la aleja aún más de los relatos precedentes que llegaban desde el Norte: su condición de obra inconclusa, y por ende abierta.

Los relatos clásicos de invasiones extraterrestres, de La guerra de los mundos de H. G. Wells a Amos de títeres de Robert Heinlein, suelen exhibir finales definitivos, redondos en términos dramáticos. Sin embargo El Eternauta, como resultado de circunstancias que también fueron extra-literarias, terminó convertida en un eterno work-in-progress, una obra que se reescribía a sí misma constantemente y que nunca alcanzó una conclusión —esto es, una forma— definitiva.

Elsa, Héctor y sus cuatro hijas: una de las más trágicas historias de la dictadura.

Es verdad que El Eternauta original (1957-1959) se lee como un relato autoconclusivo. Pero en el ’62 Oesterheld empezó a publicar una continuación novelada, nueve capítulos ilustrados por Muñoz y Durañona, entre otros, que se interrumpieron cuando la revista El Eternauta dejó de publicarse. En el ’69 Oesterheld insistió, produciendo una remake del relato original con otro dibujante: Breccia por Solano López. (Ese no fue el único cambio. Oesterheld reescribió el guión original, con una carga más política.) Esa versión fue publicada por la revista Gente —un semanario de actualidad, con tendencia a frivolizarla—, hasta que la editorial decidió interrumpir el relato, echándole la culpa al vanguardismo de Breccia para disimular el disgusto que la nueva versión producía en el gobierno militar del momento.

Entre el ’70 y el ’71 Oesterheld optó por modificar el envase y creó ¡Guerra de los Antartes! ¿Qué contaba esa historia? Una invasión extraterrestre sobre Argentina, como El Eternauta. ¿Se estaba repitiendo, Oesterheld? Se estaba reescribiendo, más bien. Cuando uno reescribe —siempre es así—, es porque intenta mejorarse. De hecho, como ese cómic salió en una revista de modesta distribución, llamada 2001, Oesterheld aprovechó la oferta de recrearla en un medio de mayor impacto, como lo era por entonces el diario Noticias, donde trabajaban —entre otros— Rodolfo Walsh, Juan Gelman y Horacio Verbitsky. Allí la historieta se transformó en La Guerra de los Antartes, con dibujos de Gustavo Trigo.

Su planteo político retomaba lo que Oesterheld había querido contar ya en el Eternauta del ’69: la traición de las grandes potencias de Occidente (o sea, del Norte), que aceptaban que los invasores se quedasen con Sudamérica, convencidas de que de ese modo se preservarían de la violencia que llegaba del espacio. El relato define la invasión como «un pinochetazo», porque el asalto brutal de Pinochet a la Casa de la Moneda ocurrió en el ’73 y estaba fresco: es decir, Oesterheld concibió la invasión como una suerte de un golpe de Estado extraterrestre, que tiene lugar con la complicidad explícita —¡como el pinochetazo real!— de los Estados Unidos. Tanto es así, que los Antartes ocupan literalmente la Casa Rosada, sede del gobierno argentino, y fulminan en su mismísimo balcón al líder popular Eleuterio «El Grone» Andrada, poco después de que este anuncie al pueblo que se congrega en Plaza de Mayo que la guerra contra los invasores es inevitable.

Por último, ya en el ’76, en plena dictadura de Videla y con Oesterheld en la clandestinidad, se difundió una segunda parte de El Eternauta, nuevamente en formato cómic y con ilustraciones del artista original, Solano López.

Si me tomé el trabajo de hacer esta enumeración es para que quede claro lo que no suele estar tan claro: que no hay UN Eternauta, sino varios (tal vez deberíamos hablar de los Eternautas), incluyendo a los Antartes como reescritura de la misma obsesión que llevó a Oesterheld a no cesar de modificar al original. Lo cual sugiere que su creador sentía la necesidad de continuar usando ese molde, el envase Eternauta / invasión extraterrestre, para corregir y precisar lo que a su juicio debía ser expresado por su intermedio. Entre otras tantas cosas, El Eternauta es una historia que nunca dejó de buscar su forma definitiva.

Algo similar ocurre, significativamente, con otra obra central de la literatura argentina que también vio la luz por primera vez en el ’57 y comparte además su excentricidad: Operación masacre, de Rodolfo Walsh. Ni El Eternauta ni Operación masacre participaban de los formatos consagrados de las obras de arte. No eran lo que por entonces pasaba por literatura, eran una historieta y un libro de denuncia política, del mismo modo en que —como acotó oportunamente Juan Sasturain— ni Oesterheld ni Walsh eran artistas reconocidos por la academia. Eran apenas un guionista y un periodista, rémoras que viajaban pegadas a la cola de la Ballena del Arte Como Dios Manda. Y sin embargo, produjeron dos de las obras esenciales de la literatura argentina del siglo XX.

Se ha hablado mucho de los paralelismos entre Oesterheld y Walsh, sobre todo en término de sus derroteros políticos: primero gorilas (anti-peronistas), luego seducidos por la lucha popular y convertidos ellos mismos en luchadores, más allá de su condición esencial de artistas, para terminar asesinados por los títeres locales de la oligarquía y del imperialismo. Pero mucho menos se habla de su coincidencia en tratar a las que consideraban sus obras más importantes como un work in progress. Porque Walsh también siguió corrigiendo y reescribiendo Operación masacre, hasta que la violencia le impidió seguir haciéndolo. De la publicación por partes en una revista a su difusión como libro, y de allí en más en las sucesivas ediciones, Walsh no perdió ocasión de retocar Operación masacre.

De un modo u otro, tanto Oesterheld como Walsh siguieron reescribiendo las obras que les habían deparado mayores satisfacciones. No porque las considerasen las mejores, seguramente: los dos creían que para validarse como artistas tenían pendiente la escritura de al menos una novela. Pero también entendieron que esas narraciones que ya habían alumbrado —la invasión extraterrestre sobre Buenos Aires, el fusilamiento ilegal de civiles como represión a un alzamiento peronista— les permitían contar mucho más de lo que la anécdota parecía indicar. Allí estaba todo condensado, en esa zona gris entre la ficción y lo real que a la vez era un eco de las cada vez más lábiles fronteras entre el arte consagrado y el arte popular: el develamiento del mecanismo de la opresión general, que tanto la invasión como los fusilamientos dejaban al descubierto; la alborada de la conciencia del pueblo; y el inicio de la rebelión que debía conducir a nuestra liberación definitiva.

Rodolfo Walsh, con su compañera Lilia Ferreyra.

El otro punto en común es lo que mi hijo de 10 años, pequeño experto en formas narrativas, llamaría «la rotura de la cuarta pared». Uno de los recursos que tanto Oesterheld como Walsh emplearon para sugerir cuán importante era la historia que estaba en juego, fue el de hacer que los narradores —o sea, ellos mismos— dejasen de ser externos al asunto, como suelen serlo los narradores, para romper la cuarta pared, la pantalla virtual que separa a los protagonistas de quienes los contemplamos, y meterse de lleno en la acción como un personaje más.

En el primer Eternauta, el narrador ya forma parte de los cuadritos, como un guionista de historietas que recibe la visita de Juan Salvo y refiere lo que el visitante le contó. Es una participación discreta, poco más que un truco para subrayar la presunta veracidad de lo que se narra. Pero en el Eternauta del ’76, el guionista y narrador —que para entonces ya es «Germán», de una— participa de la lucha, codo a codo con Salvo. Ya está adentro de la historia. (Y de la Historia.) Jugado, como se jugó Oesterheld, como se jugó Walsh.

La retroalimentación entre estas obras y sus creadores ha generado una suerte de mise en abyme, un circuito que abona interpretaciones infinitas. Estudiamos las obras obsesivamente, en busca de claves sobre una realidad argentina que, ay, no cambió en esencia desde entonces; y desmenuzamos las biografías de sus autores, tanto o más trágicas que las historias que inmortalizaron, en busca de resonancias que iluminen sus obras. El efecto es tan fascinante como peligroso, porque ejerce una fuerza centrífuga: lleva a adentrarse y a hundirse cada vez más en su misterio, como ocurre al ser víctimas de un remolino. (Piensen en el Maelström que inmortalizó Poe, que también, como la interrelación entre la vida y obra de Oesterheld, tiene la forma de un cuento dentro de otro cuento.)

Hay que tener cuidado para que esa tentación analítica —el sinfín de especulaciones que ofrece la riqueza de la interrelación entre vida y obra— no termine por convertirse en una traición a la que parece haber sido la intención última de sus autores. Porque tanto Oesterheld como Walsh aspiraban a ser reconocidos como artistas, pero entendieron que sus obras tenían además un valor político y decidieron usarlas como herramientas en ese terreno. (Hasta la pasión por la ciencia que era tan característica de Oesterheld, y que es centro de tantos de los ensayos de este libro, fue resignificada en su vida en términos políticos. Porque la ciencia, y por extensión el saber todo, era un recurso poderosamente democratizador a través de la educación pública. Y hoy mismo, en este páramo oscurantista donde vivimos, es más revolucionaria que nunca.)

Que tanto Oesterheld como Walsh hayan tratado a sus obras más resonantes como plastilina, modificándolas hasta el último minuto, sugiere que las sentían incompletas. Porque, en propósito al menos, sólo estarían completas —sólo habrían consumado su función esencial—, cuando la victoria sobre los invasores fuese definitiva y el pueblo obtuviese su luminoso día de justicia.

Y ese día no ha llegado aún.

Juan Salvo, el Eternauta, y «Germán» — o sea, Oesterheld.

Por supuesto, la revolución que tenemos pendiente no es literalmente la misma que imaginaban Oesterheld y Walsh, cosa que ellos mismos advirtieron en sus últimos tiempos en esta Tierra. Pero si algo prueba la ocupación de la Rosada por los Antartes actuales —esa gente que, como los invasores de la historia de Oesterheld, trata de eliminar a los millones de argentinos que no son funcionales a su esquema de subyugación («La población será reducida a diez millones, no necesitamos más», anunciaban los Antartes en el ’74, desde la Casa de Gobierno)—, es que la resistencia sigue siendo tan necesaria como en el ’55, el ’76 y el 2001, y que su objetivo final es la refundación del país para ponerlo definitivamente al servicio de su pueblo.

Cuando esta colección comenzó a gestarse, no había forma de prever que se editaría en una circunstancia en que volveríamos a sentirnos invadidos por fuerzas alienígenas, cuyos razonamientos e impulsos no entendemos del todo —desde que provienen de mentes que no funcionan como las nuestras— y a las que todavía no sabemos bien cómo enfrentar. Tampoco advertimos que el postulado central iba a convertirse en un campo de batalla, desde que tanto la imaginación, como la ciencia y lo popular delimitan zonas que el gobierno avizora como objetivos bélicos, en el marco de la guerra que declaró contra el pueblo argentino. Y mucho menos anticipamos que el objeto libro iba a devenir fuente de polémica en sí mismo, como la que se vive actualmente a partir de la crítica a la presencia de ciertos títulos —Cometierra de Dolores Reyes, Las aventuras de la China Iron de Gabriela Cabezón Cámara, Las primas, de Aurora Venturini— en bibliotecas públicas bonaerenses, y por ende accesibles a los lectores y lectoras más jóvenes. El ataque a la universidad como institución y a la narrativa argentina actual es inequívoco en su intención: agrede al saber riguroso y al mismo tiempo a la ficción, que por definición es un ejercicio especulativo, aquel de encontrarle alternativas a la realidad.

Una imagen de la serie «El Eternauta».

Durante la presentación del libro, que ocurrió este jueves en la Universidad de José C. Paz, Soledad Quereilhac dijo que se puede interpretar una distopía —porque El Eternauta es una distopía, tanto como la realidad que estamos viviendo— como una manera de aquilatar lo que hemos perdido, o estamos perdiendo. En ese contexto, que exista este libro y que sea editado por una universidad pública como la de José C. Paz, es señal de que, lejos de considerarnos vencidos, ya estamos lanzados a la resistencia. Agradezco a la Universidad y a su compilador, Horacio Moreno, por la oportunidad de arrimarme al calorcito de la iniciativa.

El Eternauta es la obra de un hombre decente que además era un gran artista, que no quiso limitarse a escribir aventuras. Inspirado por sus hijas, Oesterheld decidió poner el cuerpo para sumarse a lo que concebía como la más grande de las aventuras: la liberación del pueblo latinoamericano de sus amos seculares. Su principal herramienta fue la imaginación. Como además era un hombre generoso, se ocupó de emplearla de modo que nos incluyese, de invitarnos a participar también, a sumarnos al colectivo de resistentes, como él mismo se había sumado. Por eso mismo, cada vez que leemos El Eternauta o pensamos en esa obra o en su autor, estamos colaborando a completar su aventura.

La palabra que corresponde en esta instancia es una propia del vocabulario del cómic, que el mismo Oesterheld escribió muchas veces.

Continuará.


Este artículo fue publicado originalmente en El cohete a la Luna.

Una versión de este texto se publicó como prólogo del libro La imaginación científica popular: paradigmas de los ’50 en El Eternauta y otras historias de Oesterheld, difundido por Edunpaz, la editorial de la Universidad Nacional de José C. Paz. Este volumen flamante, al que también se puede acceder libremente por Internet, colecciona ensayos de estudiosos nacionales e internacionales del tema, como Juan Sasturain, Soledad Quereilhac, Carlos Pérez Rasetti, Rachel Haywood, Hernán Comastri, Joanna Page y otros.

El libro La imaginación científica popular: paradigmas de los ’50 en El Eternauta y otras historias de Oesterheld puede ser consultado y leído aquí.

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