Ante el asesinato de Arregi, las manifestaciones se suceden en los siete herrialdes vascos, y a su entierro acuden 10.000 personas.
Por Angelo Nero
El 13 de febrero de 1981, diez días antes del golpe de estado protagonizado, en sus papeles principales, por el Teniente Coronel Antonio Tejero y por el Rey Juan Carlos I (que la historia juzgue si como héroe o como villano), moría, en el hospital penitenciario de Carabanchel, después de nueve días continuados de torturas, Joseba Arregi. En su interrogatorio del militante abertzale, en las dependencias de la Dirección General de Seguridad de Madrid, participaron 73 agentes de la Policía Nacional, de los cuales “fueron detenidos cinco, solo dos fueron encausados y quedaron libres, tras recurrir la sentencia a siete meses de prisión que no llegaron a cumplir”, tal como señala la Wikipedia. Los cinco imputados fueron: Juan Luis Méndez Moreno, Juan Antonio Gil Rubiales, Julián Marín Ríos, Ricardo Sánchez y Juan Antonio González.
Los testimonios de tres presos políticos, Iñaki Agirre, Xose Lois Fernández González, y Lois Alonso Riveiro, internos también en el hospital penitenciario, y que pasaron las últimas horas con Arregi eran realmente estremecedores:
«Al observar sus párpados totalmente amoratados y un gran derrame en el ojo derecho, así como las manos hinchadas, le preguntamos el tipo de tortura que había sufrido y respondió: «Oso Latza izan da» (ha sido muy duro). Me colgaron en la barra varias veces dándome golpes en los pies, llegando a quemármelos no sé con qué; saltaron encima de mi pecho; los porrazos, puñetazos y patadas fueron en todas partes».
Ante el asesinato de Arregi, un centenar de presos de Carabanchel se declaran en huelga de hambre, en Euskalherria se declara una huelga general, secundada por la práctica totalidad de las fuerzas políticas y sindicales, a excepción de la gubernamental UCD y de AP, las manifestaciones se suceden en los siete herrialdes vascos, y a su entierro acuden 10.000 personas. La indignación crece cuando tres personas, de forma clandestina y anónima, exhuman el cadáver y lo fotografían, haciendo públicas las imágenes que prueban las terribles torturas a las que fue sometido.
La versión oficial, por boca del ministro del interior, Juan José Rosón, fue eludir cualquier responsabilidad de la policía: “Las lesiones se le produjeron cuando fue capturado y en un supuesto forcejeo en las dependencias policiales. Esta actuación individualizada no puede ser instrumentalizada por nadie con fines políticos desestabilizadores del estado, la democracia y la paz civil”, se atrevía a advertir el antiguo secretario general del fascista Sindicato Español Universitario (SEU).
Ese mismo año, en mayo, durante el mandato de Rosón al frente de la cartera de interior, se producía también el Caso Almería, en el que tres jóvenes fueron torturados hasta la muerte por guardias civiles al mando del Teniente Coronel Carlos Castillo Quero. La versión oficial mantuvo que eran activistas de ETA, y que en su traslado a Madrid, los jóvenes, esposados, habían agredido a los agentes que los custodiaban y se habían precipitado con su coche por un barranco, donde se había incendiado. Pese a lo absurdo de la versión, que fue desmontada, se les intentó catalogar como delincuentes comunes. En el proceso quedó probado que el Teniente Coronel Castillo Quero y sus hombres torturan a los jóvenes en un cuartel abandonado, y después despeñaron su vehículo con ellos dentro y le plantaron fuego. La pena más grande le fue impuesta al Teniente Coronel, 24 años por los tres homicidios, aunque no llegó a cumplir ni diez.
De los 73 policías que intervinieron en el interrogatorio de Joseba Arregi solo dos fueron procesados: Julián Marín Ríos y Juan Antonio Gil Rubiales, Instructor y Secretario, respectivamente, del interrogatorio policial al militante vasco, y como tal, responsables directos del mismo. El juicio se celebró en el año 1981 en la Audiencia Provincial de Madrid, el fiscal sostuvo que los policías sólo habían cometido un delito de “torturas por omisión”, Julián Marín alegó que “es público y notorio que los terroristas se autolesionan y después te denuncian por malos tratos”, y finalmente la sentencia declaró “no estaba probado que los policías Marín y Gil Rubiales causaran ningún daño a José Arregui”. Ambos policías fueron absueltos. En 1985, ante el escándalo de la primera sentencia, la Audiencia Provincial de Madrid volvió a abrir el caso, y otra vez los dos policías fueron absueltos afirmando que Arregi no había sufrido torturas: “no se tiene en absoluto certeza de que las llagas en la planta de los pies fueran quemaduras”.
No fue hasta 1989, tras recurrirse la sentencia, esto es, nueve años después del asesinato de Joseba Arregi, que el Tribunal Supremo condenó a Julián Marín Ríos y Juan Antonio Gil Rubiales a la ejemplar pena de tres meses de arresto, y tres años de suspensión de empleo y sueldo. Pero ni siquiera cumplieron esta pena, ya que el Gobierno de Felipe González les indultó y continuaron con su carrera policial.
La sentencia recogía: “El monopolio de la violencia por parte del Estado ha de estar incondicionalmente al servicio de la Justicia y sólo cuando se desarrolla con estricta sujeción a los principios básicos constitucionales y del resto del ordenamiento jurídico, queda la fuerza física legitimada”.
El comisario Julián Marín era entonces responsable de la jefatura de la Unidad de Desactivación de Explosivos de la Policía Nacional, y posteriormente fue destinado como Agregado de Interior en la embajada de Quito, en Ecuador, donde fueron torturados por policías españoles los refugiados vascos Alfonso Etxegarai y Ángel Aldana.
El agente Juan Antonio Gil Rubiales fue trasladado, en 1993, cuando gobernaba José Luis Rodríguez Zapatero, a Las Palmas de Gran Canaria como Jefe de la Xª Unidad de Intervención Policial, y ascendido a comisario en el año 2000, pasando a dirigir la Jefatura de la Comisaría Local de Sur de Tenerife, y luego la Provincial. Por sus méritos fue condecorado con la medalla de plata al mérito policial y la cruz al mérito policial con distintivo rojo, y enterrado con horones, a su muerte, en 2008.
. . . La impunidad de un Estado que no renovó los dispositivos, agentes, leyes del franquismo. Hicieron lo que les vino en gana, se rebajaron de tal forma, que la organización armada pareciese más legal a la vista de los ciudadanos. Aunque los medios tenían un plus de paga por silenciar, aumentar ciertos actos dependiendo quién los ejerciera. Esto cambió poco, solo «estéticamente».