Mario del Rosal
Hace pocos días, Mario Draghi, quien está a punto de abandonar su cargo al frente del Banco Central Europeo (BCE), prometió que seguiría exprimiendo los instrumentos monetarios a su disposición hasta donde fuera necesario para tratar de estimular la inflación en la zona euro. Entre otras cosas, volvería a bajar los tipos de interés, entrando ya en zona negativa, y, por supuesto, no dejaría de comprar masivamente todo tipo de bonos públicos y corporativos.
Sus palabras han irritado al fácilmente irritable Donald Trump, quien acusa a Draghi de manejar la política monetaria de forma desleal, forzando la devaluación del euro y favoreciendo, así, las exportaciones europeas, lo que estaría perjudicando la competitividad estadounidense. Algo similar a lo que hace China con el renminbí, aunque con menos carga ideológica.
Es verdad que el euro ha perdido nada menos que un 30% de su valor frente al dólar desde mediados de 2008. Y también que, en el último año, ha cedido otro 5%. Pero, más que a causa de la política del BCE, que no ha tocado su tipo de referencia del 0% desde marzo de 2016, esta situación parece responder más bien a la de la Reserva Federal de Estados Unidos, cuyos tipos han subido ocho veces desde entonces, hasta el 2,25-2,50% actual. De ahí que Trump, poco dado a sutilezas, se cabree por igual con Draghi y con su propio gobernador, Jay Powell.
Estos rifirrafes tienen su importancia desde el punto de vista de la economía mundial, claro. La pelea monetaria del Atlántico entre americanos y europeos se une a la guerra comercial del Pacífico entre Estados Unidos y China. Y no parece que de ahí vaya a surgir precisamente la solución para los problemas del capitalismo contemporáneo.
La situación es mucho más inquietante de lo que parece. En realidad, lo que Draghi pretende no es tanto favorecer la depreciación del euro como empujar la tambaleante inflación de la zona euro. Algo que, en teoría, sería síntoma y condición de una tasa de crecimiento más acorde con las necesidades de la acumulación. Sin embargo, el otrora bien dotado arsenal del BCE está cada vez más disminuido.
En los inicios de la actual depresión, hace ya más de una década, el BCE echó mano de sus habituales herramientas para lograr una expansión monetaria que sirviera de estímulo a la economía. Básicamente, bajadas de los tipos de interés que llevaron la ratio de referencia del banco desde el 4,25% en julio de 2008 al 1% en mayo de 2009. La situación no mejoraba al ritmo esperado y Draghi se vio obligado a diseñar estrategias algo menos convencionales, aunque aún dentro de la ortodoxia. Fueron los tiempos de las ampliaciones de los plazos de devolución del crédito solicitado al BCE por parte de la banca comercial y de las primeras compras masivas de bonos, todavía con exigencias relativamente serias de garantías colaterales.
Pero llegó 2010, y la cosa no mejoraba. Ya no era suficiente con bajar los tipos hasta el 0%, con poner una tasa negativa para los depósitos de los bancos comerciales en el BCE o, incluso, con reducir a la mitad el coeficiente de caja. La maquinaria tecnocrática de Frankfurt tuvo que aplicarse con denuedo para inventar una serie cada vez más compleja y gigantesca de mecanismos de compra de deuda que ya no entendían ni de emisor ni de garantías. La barra libre lanzó al mercado una cantidad absolutamente disparatada de dinero para adquirir deuda, con compras que alcanzaron los 80.000 millones de euros mensuales y que, en total, han llegado a un montante que probablemente ya triplique el PIB anual de un país como España.
El desfile de instrumentos no convencionales, como dieron en llamarlos, demostró una insospechada imaginación por parte de los tecnócratas del BCE, que crearon una sopa de siglas tan descomunal que haría palidecer al burócrata más avezado: SMP, CBPP1 (y 2 y 3), OMT, TLTRO I (y II), ABSPP, CSPP, PSPP, etc[1]. Algo inaudito que no hacía sino reflejar la cada vez más evidente desesperación e impotencia de la autoridad monetaria europea para tratar de relanzar una dinámica crediticia casi zombi. El resultado fue una política masiva de hiperexpansión monetaria o, en términos más eufemísticos, una estrategia de Quantitative Easing (QE), algo que el propio Draghi jamás habría imaginado tener que poner en marcha ni en sus peores pesadillas.
Y, sin embargo, nada de esto funciona. Alguien podría decir que, en cierto sentido, esta inundación de dinero ha salvado el euro y que, por lo tanto, ha sido un éxito. Sin embargo, su incapacidad para resolver los problemas profundos del sistema deja algo muy claro: los basamentos teóricos sobre los que se suponía que se asentaban los mecanismos de la política monetaria según las teorías dominantes están rotos.
Los libros de texto más habituales aún se empeñan en explicar estas teorías. Según dicen, la base monetaria, formada por el dinero en efectivo y las reservas bancarias y controlada por el banco central, determina la oferta monetaria, consistente en el dinero en efectivo y los depósitos a la vista. Y lo hace mediada por eso que se llama el multiplicador monetario, una ratio que relaciona el cociente efectivo-depósitos con el cociente reservas-depósitos. En pocas palabras, la oferta monetaria es igual al producto de la base monetaria por el multiplicador[2].
En teoría, el multiplicador monetario es una variable ajena al control directo del banco central, pero razonablemente estable y predecible en el tiempo. Se supone que depende de las preferencias de los agentes económicos por el dinero en efectivo, algo que sólo cambia lentamente al ritmo de los avances tecnológicos y los hábitos de cobros y pagos. Y también de la tendencia de los bancos centrales a mantener parte de sus depósitos en forma de reservas sin prestar, lo que suele estar relacionado con las exigencias legales impuestas por el banco central. De ahí que, según estas tesis ortodoxas, la autoridad monetaria está en condiciones de controlar la cantidad de dinero en circulación mediante la determinación de la base monetaria y el conocimiento del multiplicador. Y, gracias a ello, será capaz de influir decisivamente en las tasas de crecimiento de los precios, esto es, la inflación.
En los años previos a la crisis, cuando el funcionamiento de la política monetaria parecía “normal”, daba la impresión de que estas tesis se cumplían. El multiplicador permanecía más o menos constante (aunque nunca lo es en sentido estricto) y, en consecuencia, las variaciones de la base monetaria se transmitían al mercado de dinero de forma previsible. Es lo que se observa en la siguiente gráfica, publicada por el BCE, hasta 2009, aproximadamente[3]. En este periodo, los aumentos de la base monetaria provocados por el BCE para estimular la oferta monetaria y, con ella, el mercado de crédito, tenían efectos más o menos compatibles con la teoría.
Sin embargo, a partir de 2009 la situación se desquicia totalmente. El multiplicador monetario sufre alzas y bajas descontroladas hasta que, finalmente, se lanza a un marcado desplome. Como consecuencia, la palanca de la base monetaria ya no funciona, porque la oferta monetaria no responde como se espera. De ahí que observemos en la gráfica cómo, aunque la primera se dispara a partir de 2015, la segunda no reacciona como se supone que debe hacerlo. De 2009 a 2017, la base monetaria se multiplica por 3,5, mientras que la oferta monetaria sólo aumenta un 20%. Y esto ocurre porque el multiplicador monetario se reduce en dos tercios respecto de su nivel original.
¿Qué significa todo esto? Básicamente dos cosas. La primera, que la teoría monetaria convencional es falsa, como venimos afirmando desde hace mucho tiempo los enfoques heterodoxos, desde los poskeynesianos hasta los marxistas. Pero su falsedad no le ha impedido ser el elemento clave a partir del cual se han construido los mimbres esenciales de los bancos centrales más influyentes del mundo. Más bien al contrario: esa falsedad no responde a errores de concepto, sino a la ideología, y cumple un papel muy concreto al servicio del capital. Las bases teóricas sobre las que se asientan las autoridades monetarias de los países capitalistas centrales, en general, y el BCE, en particular, está diseñadas con total ignorancia de cualquier clase de principio científico. Su único objetivo es sostener un tipo de gestión concreta del capitalismo con el fin de hacer posible su continuidad.
En segundo lugar, esta situación significa que la política monetaria es impotente para solventar los problemas que sufre el capitalismo actual. Y esto es grave para el propio sistema porque, tras la caída en desgracia del keynesianismo clásico, que lo apostaba casi todo a la capacidad estabilizadora y potenciadora de la política fiscal, la nueva tendencia dominante a partir de los setenta, el neoliberalismo, ve cómo su apuesta por la política monetaria como instrumento para el ajuste salarial permanente está siendo claramente cuestionada por los hechos. Esto es quizá más inquietante que el descrédito teórico, aunque no lo parezca tanto en un escenario mundial tan convulso como el que sufrimos en estos momentos.
En resumen, parece obvio que al BCE se le han acabado los cartuchos, tanto los convencionales como los extraordinarios. Y cuando la evolución de los precios, que ya está en expectativas históricamente bajas, se aproxime a la ciénaga de la deflación, las cosas pueden explotar[4]. La situación es cada vez más preocupante.
Y todo el mundo lo sabe.
[1] Se puede encontrar una referencia más detallada a esta inverosímil panoplia de “innovaciones monetarias” en el marco de una crítica más amplia del BCE en el siguiente artículo: https://doi.org/10.
[2]En términos analíticos, si llamamos E al dinero en efectivo (billetes y monedas), R a las reservas bancarias (tanto obligatorias como voluntarias) y D a los depósitos a la vista, entonces la base monetaria sería B = E+R, la oferta monetaria sería M = E+D, y el multiplicador monetario sería m = M/B, que es lo mismo que m= (ED+1)/(ED+RD), siendo ED = E/D y RD = R/D. Por lo tanto, M = mB, lo que significa que, si el banco central controla directamente la base monetaria, entonces controla indirectamente la oferta monetaria por medio del multiplicador.
[3]Broad Money es la oferta monetaria, Base Money es la base monetaria y Multiplier es el multiplicador monetario.
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