La huelga como escuela

Gracias a las huelgas, y no al reformismo político o a la bonhomía de los empresarios, conseguimos la jornada laboral de ocho horas, los niños ya no están condenados a trabajar, y podemos tener Seguridad Social, pensiones de jubilación, prestación de desempleo o vacaciones pagadas.

Por Mario del Rosal

La huelga que los trabajadores del metal están protagonizando estos días en Cádiz no es sólo la reivindicación de un sector de la clase obrera por un salario justo, sino un ejemplo más de cómo, a la hora de la verdad, cada cual muestra su verdadera cara. La patronal no quiere ceder porque sabe que no se juega un simple aumento del coste salarial, sino mantener el poder autocrático sobre el trabajo. Por eso, no parece importarle mucho que la huelga, de hecho, le suponga un mayor perjuicio económico que la modesta subida retributiva que pedían los trabajadores. Los medios de comunicación de mayor audiencia, por su parte, insisten en demonizar a los huelguistas porque deben mantener contentos a sus propietarios, que, a fin de cuentas, son quienes les pagan las facturas. Y, como dicen en México, quien paga al mariachi, elige las canciones. Y, por supuesto, el gobierno, haciendo un paréntesis —suponemos— en su imparable progresismo de izquierdas, ha decidido lanzar las tanquetas contra los trabajadores porque, en última instancia, está al servicio de la ley y el orden. La ley y el orden del capital, claro está.

El sector del metal en Cádiz es el epítome de la degradación industrial de España desde hace cuatro décadas. En línea con las exigencias de entrada a la Unión Europea impuestas a nuestro país y ejecutadas con mano firme por los sucesivos gobiernos del PSOE en su eufemística e infame “reconversión” industrial, la industria naval y aeronáutica gaditana ha sufrido una crisis estructural imparable que, como siempre, ha recaído en las espaldas de sus trabajadores. Desde los despidos masivos en las plantas dependientes del INI en los años ochenta, pasando por el cierre de Delphi en 2007, hasta el reciente anuncio de traslado de la planta de Airbus en Puerto Real, la destrucción de empleo se cuenta por miles, tanto en las empresas de construcción naval y aeronáutica en sí como en las industrias auxiliares. En paralelo y como consecuencia del aumento del paro, que actualmente roza el 30% en la provincia, ha crecido también la precariedad laboral. Sobre todo, en las industrias auxiliares del metal, donde la temporalidad es muy elevada, las horas extras no se controlan, los convenios colectivos no se respetan y los salarios pierden poder adquisitivo a marchas forzadas.

Esta dinámica es la que no suelen explicar los telediarios y los grandes rotativos, donde sólo vemos cómo grupos de radicales impiden la entrega de corbetas al Estado saudí, lanzan piedras a la policía, queman neumáticos y cortan calles sin observar las más mínimas normas de urbanidad y decoro propias de un Estado democrático y moderno como el nuestro. Estos medios nos muestran cómo estos comportamientos, tan poco solidarios y respetuosos de la ley y el orden, deben ser respondidos por las fuerzas y los cuerpos de seguridad del Estado, que, con toda la moderación y mesura que los piquetes violentos les permiten, no hacen más que defender los derechos de la mayoría de los ciudadanos.

Este cuento no es nuevo, evidentemente, pero sigue siendo el que se traga la mayoría de la ciudadanía, demasiado preocupada con las enormes dificultades de su propia vida como para pararse a pensar en estas cosas. Y conseguir hacer tragar este cuento es fundamental para el capital porque sabe perfectamente que la huelga es una herramienta de enorme potencia que los trabajadores tenemos para no sucumbir en la desigual lucha de clases. No solamente porque, al ser la única fuerza productiva que crea valor y plusvalor, el paro de la fuerza de trabajo suponga pérdidas económicas para las empresas, sino porque una huelga ganada es un aldabonazo en la conciencia de clase de los trabajadores, una muestra real de que tenemos mucho más poder del que pretenden hacernos creer y de que, sin nosotros, el capital no es nada.

La huelga es una escuela de conciencia de clase, un momento histórico cuyo desenlace puede marcar época. Esto lo entendió perfectamente Rosa Luxemburgo en su Huelga de masas, partido y sindicato, de 1906, cuando analizó la huelga de 1905 en Rusia, afirmando que

la huelga de masas, tal como nos la muestra la revolución rusa, no es un medio astuto, ingeniado con el fin de lograr una actuación más poderosa en la lucha proletaria, sino que es el mismo movimiento de las masas proletarias, la forma en que se manifiesta la lucha proletaria en la revolución.

De ahí que afirme que

la huelga de masas se presenta como el medio natural para reclutar a las más amplias capas del proletariado en la acción misma, para revolucionarlas y organizarlas, como el medio para socavar y derrocar el viejo poder estatal y eliminar la explotación capitalista.

También Lenin, quien recordaba en su breve texto “Sobre las huelgas”, de 1899, que

«las huelgas infunden siempre tanto espanto a los capitalistas precisamente porque comienzan a hacer vacilar su dominio”, porque “cada huelga recuerda a los capitalistas que los verdaderos dueños no son ellos, sino los obreros, que proclaman con creciente fuerza sus derechos. Cada huelga recuerda a los obreros que su situación no es desesperada y que no están solos. […] En tiempos normales, pacíficos, el obrero arrastra en silencio su carga, no discute con el patrono ni reflexiona sobre su situación. Durante una huelga, proclama en voz alta sus reivindicaciones, recuerda a los patronos todos los atropellos de que ha sido víctima, proclama sus derechos, no piensa en sí solo ni en su salario exclusivamente, sino que piensa también en todos sus compañeros, que han abandonado el trabajo junto con él y que defienden la causa obrera sin temor a las privaciones.” La huelga es una escuela porque “la huelga enseña a los obreros a adquirir conciencia de su propia fuerza y de la de los patronos; les enseña a pensar no sólo en su patrono y en sus compañeros más próximos, sino en todos los patronos, en toda la clase de los capitalistas y en toda la clase de los obreros.” Y la huelga permite, además, conocer al enemigo, porque “abre los ojos a los obreros, no sólo en lo que se refiere a los capitalistas, sino también en lo que respecta al Gobierno y a las leyes”. Porque “el Gobierno comprende muy bien que las huelgas abren los ojos a los obreros, y por ese motivo les tiene tanto miedo y se esfuerza a todo trance por sofocarlas lo antes posible.”

Las huelgas representan uno de los mayores miedos del capital y, por ende, una de las más formidables armas del trabajo en la lucha de clases. Gracias a las huelgas, y no al reformismo político o a la bonhomía de los empresarios, conseguimos la jornada laboral de ocho horas, los niños ya no están condenados a trabajar, y podemos tener Seguridad Social, pensiones de jubilación, prestación de desempleo o vacaciones pagadas. Por eso, el capital y sus acólitos se esfuerzan hoy, como siempre han hecho, en luchar contra las huelgas de todas las formas posibles, desde la desinformación en los medios hasta la cooptación de cuadros sindicales, desde la boca mercenaria de los tertulianos hasta la porra de los antidisturbios, desde los rompehuelgas hasta las tanquetas.

Por eso, si tú también eres un trabajador, piensa por ti mismo y recuerda que esas porras, esas tanquetas y esos insultos son también para ti, que tú también podrías estar ahí y que tu enemigo no es quien tira piedras, quien quema neumáticos o quien grita a través de los megáfonos, sino quienes disparan balas de goma, quienes les ordenan hacerlo y, por supuesto, aquellos cuyos intereses defienden esas mismas balas.

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