La Gran renuncia o el “quiet quitting”. Más humo para la clase obrera

En el Estado Español, la tendencia es la constante pérdida de poder adquisitivo de la clase trabajadora desde hace décadas, un menor peso paulatino de la composición de las rentas del trabajo en el PIB, una desregularización alarmante de la normativa laboral y un incremento del individualismo negociador frente a la posición colectiva del trabajo.

Por Kike Parra

Repasando el Tratado de economía marxista de Mandel, en el apartado referente a la prolongación de la jornada de trabajo, me reencontré con las anotaciones y citas que el autor saca a colación sobre la tendencia de los trabajadores a holgazanear a ojos de las clases dominantes y a criticar su resistencia a la prolongación de la jornada laboral y cómo el incremento de la jornada y el aumento de la precariedad actúa como elemento motivador para el desempeño laboral.

Como los salarios han descendido tanto, cada día de paro es un día de hambre. […] Los obreros si ganan en cuatro días lo suficiente para comer durante toda la semana, no vuelven al trabajo los tres días siguientes.

El triunfo contra la “ociosidad de los pueblos” es un logro del capitalismo en su implantación hegemónica en el mundo.

Cuando el modo de producción capitalista atraviesa los océanos y penetra en nuevos continentes, comienza a chocar con la misma resistencia natural de los trabajadores frente a la prolongación de la jornada de trabajo.

Las conclusiones son obvias. Si una persona es desposeída de todo medio para sobrevivir y solo tiene su fuerza de trabajo para ello, la intercambiará como la mercancía que es, para conseguir sustento propio y el de su familia. Si por dos o tres horas de trabajo obtiene lo necesario para ello, no hay razón aparente para que realice diez o doce. El capitalismo ha sido capaz de superar esta objeción, aumentando las necesidades básicas o superficiales y en paralelo incrementando ora la plusvalía absoluta, ora la relativa. El objetivo es la desvalorización de la fuerza de trabajo y el sometimiento a los dictados del capital para aumentar el porcentaje de trabajo que el patrón se apropia.

Ante esta realidad, la clase trabajadora siempre ha contado con la herramienta que puede contrarrestar esta tendencia y situar al proletariado del lado de la historia que le debería corresponder. Me refiero lógicamente a la unión asociada de trabajadores, al sindicato, que como comandita obrera debiera ser capaz no sólo de equilibrar la balanza entre capital y trabajo, sino de situar a nuestra clase en condiciones ventajosas, solo porque somos la mayoría social y además, somos los productores. La unidad y lucha proletaria como arma contra la injusticia.

Sin embargo, esta concepción del sindicato, repudiada y combatida por el gran capital por todos los medios a su alcance, y que a ojos de la pequeña burguesía constituye la idea romántica de unos cuantos soñadores utópicos, hace tiempo que se enfrenta con la corrupción sistemática del pacto social y el consenso cuya consecuencia más inmediata ha sido el desarme ideológico del conjunto de la clase obrera y por lo tanto el estancamiento cuando no, el retroceso de las posiciones de clase que han favorecido el poder burgués. La conversión del sindicato en “agente social”.

En el Estado Español, la tendencia es la constante pérdida de poder adquisitivo de la clase trabajadora desde hace décadas, un menor peso paulatino de la composición de las rentas del trabajo en el PIB, una desregularización alarmante de la normativa laboral y un incremento del individualismo negociador frente a la posición colectiva del trabajo.

La Organización Internacional del Trabajo (OIT) calcula que el peso de las rentas del trabajo en la economía española cayó 5 puntos desde que empezó la crisis, al pasar de representar el 66,3 % del PIB en 2008 al 61,2 % en 2017, lo que supone unos 64.500 millones de euros menos para los trabajadores.

España es uno de los países más golpeados por la inflación, con una contracción del 4,1% en los ingresos reales de los hogares durante el primer trimestre de 2022, según datos de la OCDE.

Por eso, me sonrojo cuando sale a colación en los medios o alguna o algún político se hace eco de aquello que han venido en llamar la “gran renuncia” o la “gran dimisión”, o tratan de poner en el candelero el “quiet quitting” o lo que ha sido el escaqueo de toda la vida, pero en su terminología más posmoderna. Omitiré dar explicaciones sobre estos términos para no alargar este escrito, pero para quienes aún no los conozcan recomiendo cualquier búsqueda de sus términos en Google u otro buscador y analizar el tratamiento mediático que se les está dando.

¿Realmente se trata de una posición de rebeldía ante la injusticia de los “jefes”?, ¿de una lucha contra la opresión de los bajos salarios?, ¿de una posición política que pone en jaque al sistema?, ¿de una revolución silenciosa?

No me cuadra nada toda esta historia con la realidad que me circunda. La de mis camaradas, compañeros y compañeras, vecinas y vecinos de barrio, mis amigos y familiares. La constante lucha por llegar a fin de mes y pagar las facturas. Mucho menos el plantearse la posibilidad de dejar el trabajo de forma unilateral sin atender a las consecuencias de la penalización que ello acarrea, sin prestación por desempleo, sin indemnización, sin ahorro…

No me cuadra para nada con el concepto general de que a la clase obrera lo que le motiva para el trabajo por cuenta ajena, precisamente, es la carencia de medios de producción propios, el que tengan que vender su fuerza de trabajo para sobrevivir.

Ahora pareciera que una clase obrera precarizada, en un momento de reflujo de su capacidad de lucha, ante un futuro, siendo generoso “incierto”, resulta que tiene una importante libertad de elección que nos permite o no trabajar y con quién y en qué condiciones.

He intentado profundizar en el perfil de quienes se suman a esta moda de la gran renuncia que nace aparentemente en EEUU y que ha llegado a Europa y cuya implantación en España presenta alguna particularidad por su propio modelo productivo. No es tarea sencilla, porque se trata de un fenómeno indefinido que cada cual configura como quiere y se plantea en abstracto, sin aterrizar sobre realidad social concreta.

En Estados Unidos, a la gran dimisión se han sumado unos 50 millones de trabajadores y trabajadoras solo en 2021. La realidad es que hasta ahora y desde el 2010 (salvo el periodo de pandemia), el desempleo ha ido descendiendo paulatinamente. En la época postcovid, las ofertas de empleo han superado las renuncias laborales. Esto es especialmente aplicable a sectores altamente tecnológicos en los que las y los trabajadores cualificados del sector, son mucho menores que las ofertas de empleo y que pueden, por tanto, coyunturalmente, ver mejoradas sus expectativas retributivas.

Entendido así, estaríamos ante un concepto menos idílico, romántico o espiritual de la realidad, pero más cercano a la explicación crematística y económica de la cuestión.

Para que se entienda y salvando las distancias, se trata de algo similar a lo que se vivió en España durante la burbuja inmobiliaria anterior al 2008, en la que el sector de la construcción demandaba más mano de obra de la disponible y los salarios se encarecieron. Cuando la burbuja estalló, los trabajos no destruidos que fueron la mayoría cayeron más del 30 %.

Yolanda Díaz, muy atenta a los problemas patrios, convocó en mayo a los “agentes sociales” para abordar el tema de la gran dimisión en nuestro país, algo que empezó a generar cierta alarma social. Tras esa reunión se concluyó, que en España, no hay tal problema. Y es que según datos de la Seguridad Social, el número renuncias ascendió a apenas 4.000 mensuales en marzo de 2022.

Sin embargo, los medios de desinformación siguen insistiendo en la cuestión y trasmitiendo la sensación de que una alternativa al movimiento obrero de toda la vida es posible y se está gestando en la sombra. Sería recomendable que ciertos reporteros predicaran con el ejemplo y tomaran las de Villadiego.

Es cierto que en España en los últimos meses, las cifras de renuncias laborales han aumentado, pero muy vinculadas a conseguir mejoras laborales posibilitadas por la necesidad de personal cualificado vinculado a la transformación tecnológica y digital que está siendo subvencionado con grandes cantidades de los Fondos de Recuperación de Europa.

Otras cuestiones como las vacantes de hostelería o en actividades relacionadas con el ocio como imagen y sonido, son fruto de una coyuntura relacionada con la vuelta a la actividad postcovid que nada tiene que ver con la renuncia laboral de la clase trabajadora, sino todo lo contrario. La necesidad de trabajar en el momento en que determinados sectores se paralizaron por completo.

Ojalá la realidad fuera otra y los trabajadores y trabajadoras, individualmente estuviéramos en condiciones de decidir sobre nuestro salario, sobre nuestras condiciones laborales… pero eso atenta contra la esencia misma de la contradicción capital trabajo.

Desde mi punto de vista el fenómeno de la gran renuncia supone una salida individual e individualista para aquellos y aquellas trabajadoras que coyunturalmente tienen el privilegio de encontrarse en una situación de alta demanda de sus servicios.

La fuerza laboral, como el resto de mercancías, basa su valor en el tiempo de trabajo socialmente necesario para su producción, con la distorsión que la oferta y la demanda ofrece por tiempo limitado. Y es sobre esta promoción temporal de las condiciones laborales sobre la que se asienta la “gran renuncia”. La mayoría de la población trabajadora lo que vive es un futuro incierto y un presente de deterioro de las condiciones laborales con la desvalorización de la fuerza de trabajo que supone la alta inflación. Y por supuesto a lo único que pueden renunciar es a su tiempo de familia, de ocio o de descanso para producir para otros.

A fin de cuentas todo esto hay que tratarlo como un reflejo del deterioro de la lucha colectiva, fruto de la política sindical claudicante basada en la paz social y los pactos a pérdida. De aquellos barros nos vienen estos lodos.

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