La gran familia

Estas vidas normales en cualquier latitud, quizás cuadren peor en cámara y sean menos fieles al modelo de consumo neoliberal de lo que les gustaría a los guionistas de Hollywood y a las ensoñaciones posmodernas. 

Por Daniel Seixo

La felicidad no la hace el dinero, y es así positivamente, y los hombres que tienen un sentido espiritual de la vida y tienen una concepción filosófica lo saben. Otros ingredientes son los que hacen felices a la familia: el cariño, la tranquilidad, la paz, la seguridad, el respeto, una tradición, un sentimiento, y lo esencial para vivir sin tener que depender de nadie. Esas cosas son las que hacen feliz a la familia y al ser humano

Fidel Castro

El comunismo no priva a nadie del poder de apropiarse productos sociales; lo único que no admite es el poder de usurpar por medio de esta apropiación el trabajo ajeno

Karl Marx

«En vez de la familia de tipo individual y egoísta, se levantará una gran familia universal de trabajadores, en la cual todos los trabajadores, hombres y mujeres, serán ante todo obreros y camaradas.«

Alejandra Kollontai

«Mediante el trabajo ha sido como la mujer ha podido franquear la distancia que la separa del hombre. El trabajo es lo único que puede garantizarle una libertad completa

Simone de Beauvoir

Soy gallego y vivo en una pequeña aldea, así que si en estas páginas únicamente buscan alguna diatriba con la que lograr amenizar las conversaciones durante sus brunch a base de cupcakes y cerveza artesanal en alguno de esos barrios con tintes «obreros» arrasado por la gentrificación, me temo que este no es su espacio. Siento decepcionarlos, pero ni el que aquí deposita sus reflexiones es un maldito influencer de medio pelo en busca de la validación de las redes, ni tampoco entre sus pretensiones se encuentra que algún niñato elegante se atragante con la «crudeza» de lo que a continuación aquí se va a exponer. Lo siento por los posibles damnificados, pero me aseguro puntualmente de que mi tinta permanezca libre de opio.

El socialismo no es una bufanda de F.C. San Pauli, ni un triángulo rojo en tu perfil de Twitter o una camiseta de Los Chikos del Maíz en el Viña. No se trata de votar a Podemos para supuestamente contener el avance electoral de Vox, ni tampoco de leer El País, El Salto o La Última Hora. Aunque os pueda sorprender lo sincero de las palabras de este texto, tampoco el equipo de redacción de Nueva Revolución representa la más fiel ortodoxia socialista, aunque al menos les aseguro que entre los que aquí escribimos, la palabra y su práctica política no produce alergia alguna. Sin duda, mi pluma podría transmitirles alguna milonga que nos erigiese como la última vanguardia de la lucha obrera, pero en este medio somos más de crear grupos de acción política que de alinear masas de groupies acríticos para nuestro propio beneficio. Cuestión de clase y conciencia.

Últimamente el onanismo literario tan propio de occidente se ha desatado entre los nuevos aspirantes a referentes teóricos de una generación incapaz de distinguir entre el talento y el cinismo. En estas aguas, el enfoque idealista basado en presentarnos la línea histórica como un sainete protagonizado únicamente por los egos y las ideas de los grandes hombres, ha logrado abrirse paso en una sociedad adormecida, apenas dispuesta a verbalizar la insurrección y ni mucho menos a llevarla a la práctica. Pasar por tanto del sentimiento a la acción. Somos una sociedad acostumbrada a la mentira y el espejismo de la falsa evolución y la revolución mercantilizada, meros despojos del capitalismo posmoderno arrojados a los brazos de la ensoñación, el desánimo y la inapetencia política. Nos conformamos definitivamente con vivir en esta gran mentira social, acongojados y amedrentados por una futura distopía total en que hace tiempo que residimos sin llegar todavía a comprenderlo o quizás simplemente a aceptarlo.

Pese a la caza de brujas y el quintacolumnismo histórico de ciertos sectores de la lumpenburguesía culutral, lo inhumano, lo irracional y lo socialmente inconsistente, no logrará nunca imponerse

Nos mentimos a nosotros mismos para lograr sobrellevar el día a día en nuestras urbes deshumanizadas, nos mentimos para conseguir un trabajo precario que logre definirnos entre la masa social inerte y nos mentimos a su vez para conservar diariamente y de forma desesperada nuestros escasos bienes de consumo rápido y perecedero. En definitiva, hoy vivimos en una gran y continua mentira inserta cómodamente en el seno del capitalismo, para de ese modo evitarnos el desvanecimiento de nuestro propio «yo«, ya vacío de moral y deseos. Somos un mero espejismo de la humanidad, representaciones virtuales de nuestra propia existencia en redes, ese extraño cajón desastre en el que nuestros posts, nuestras mentiras e incluso nuestros nudes, crean una falsa sensación de empoderamiento y felicidad en busca del feedback y la aceptación de personas tan extrañas para nuestras vidas, como por otra parte ya lo podemos ser nosotros mismos.

Frente al enfoque de la prestidigitación del idealismo posmoderno, sobrevive hoy a duras penas en nuestras trincheras el materialismo histórico como un sistema filosófico capaz de analizar las leyes que rigen la evolución de la Sociedad humana, sin tener pro ello que caer en abusos ketamicos o abstracciones propias de ratas de facultad que en su vida han empatizado o socializado con un sector social que no pudiese llevarles directamente a un ascenso, bien sea este social o económico. Para el socialista, las ideas son un reflejo de las condiciones materiales de vida y no existen por tanto un análisis de la realidad que pueda rehuir la lucha de clases como verdadero motor de la historia. El resto, son historias para no dormir o cuentos para sentirse bien traicionando a la clase obrera previo paso por caja. No existen más alternativas, no necesitan buscarlas.

Tras la gran resaca de la caída del Muro y el colapso de la URSS, algunos personajes públicos se han levantado todavía adormecidos y convencidos del fin de la historia de Francis Fukuyama, buscando desesperadamente un rincón en el que lograr encajar sin demasiadas dificultades sus mercantilizadas e inhábiles creaciones teóricas. A esa necesidad se deben engendros como la transversalidad, los populismos parlamentarios de diversa índole y las batalla identitarias, siendo el culmen de las mismas la cacareada Doctrina queer, esa que pretende negar el sexo biológico para sustituirlo por meras ensoñaciones individuales y cambiantes. Los mismos entes que en su momento no habrían dudado en besar los pies del politburó si así hubiese resultado preciso para su proyección personal y profesional, son los que en nuestros días critican abiertamente la experiencia soviética y criminalizan sin tregua alguna el supuesto pensamiento ortodoxo. Todo al tiempo que santifican y veneran el muy rentable populismo de la partidocracia española. Influencers y políticos estructuran un hueco caparazón capaz de erigir una estructura partidista atractiva a la vista, pero engañosa para el corazón y a todas luces falsa y perniciosa para la razón política. Es el tiempo del engaño como arma electoral, la gran trampa política de la pseudoizquierda: promesas, promesas y más promesas, sin contenido y proyección real alguna.

Una de las últimas y tristes argucias de esta entente populista, se ha basado en el análisis sesgado y totalmente descontextualizado de la obra y legado de Engels sobre la familia, con la intención de lograr de ese modo asegurar de forma cobarde, pero vehemente, siempre vehemente, que esta institución en su forma «tradicional» se encuentra todavía hoy entre los principales ejes reaccionarios a los que la clase obrera debería hacer frente sin vacilación y con premura.  La misma semana en la que Jeffrey Preston Bezos, el hombre más rico del mundo, hijo de una madre latina adolescente y soltera e hijastro de un migrante cubano, conseguía amasar la –esta sí histórica– cifra de 13.000 millones de dólares en un solo día pese a sus conocidos escándalos sexuales y a ser un hombre divorciado, la jauría posmoderna fijaba su rabia y frustración en la familia tradicional. A todas luces basándose en una lectura rápida y superficial de «El origen de la familia, la propiedad privada y el estado» de Friedrich Engels.

Este ataque a la familia lanzado oportunamente por diferentes voces de ese entorno de la «revolución» televisada, mercantilizada y empaquetada con servicio de entrega en 24 horas, responde a los tiempos de la barbarie populista y su asalto a la casa común de la izquierda

Pese a que el propio autor y teórico socialista, señala claramente en el prólogo a la primera edición publicada en 1884 que según el materialismo «el factor decisivo en la historia es, en última instancia, la producción y reproducción de la vida inmediata”  y a que por tanto el orden social en el que viven las personas en una época determinada se condicionará principalmente por el grado de desarrollo del trabajo y por el tipo de familia, quienes hoy basan su pasividad infeliz en la crítica a la familia tradicional en oposición al mercadeo líquido de nuevos modelos familiares sacados de Netflix o productos pseudoculturales patrios tan casposos en su fondo «pedagógico» como La que se avecina, parecen oportunamente olvidar una parte del rompecabezas para arremeter de nuevo contra la base de la pirámide sin riesgo y sin espíritu de cambio real alguno. Siempre su ataque se dirige contra el eslabón más débil e indefenso.

Si bien es cierto que la continua división social del trabajo y la obligada limitación de la mujer a las tareas del hogar, cediendo con ello el trabajo asalariado al hombre, propició en su momento que poco a poco los excedentes y la capacidad de explotación del varón sobre hembra humana se desenvolviese en paralelo al desarrollo de la familia heteropatriarcal tradicional, no es menos cierto a su vez que ese proceso de incremento de la productividad y la riqueza individual masculina –que a través del concepto de familia patriarcal logró erradicar la mentalidad basada en la propiedad colectiva de los recursos– hace tiempo que se ha visto relegado por un nuevo estadio del capitalismo en el que la extrema individualización de la sociedad, el adelgazamiento de los estados y las nuevas formas de conexión social basadas en gran medida la tecnología y no en las relaciones directas, en muchos casos han terminado transformando a la estructura familiar en un último pilar económico o afectivo para parte de la población más depauperada por la superestructura social. Un último baluarte de resistencia frente al concepto líquido de existencia. 

Asegurar a día de hoy que la estructura familiar goza de un peso preeminente en la reproducción de las condiciones de explotación en el sistema capitalista o señalar directamente al núcleo familiar como un eje reaccionario al que combatir con firmeza desde el socialismo, no solo no es propio de personas con un mínimo bagaje teórico, sino que además no es propio de ninguna persona que simplemente se haya molestado de forma directa en hacer la compra inmersos de lleno como nos encontramos en la sociedad de la individualización compulsiva. Desde los productos monodosis, hasta el cambio de los grandes carros de aluminio por las pequeñas cestas con ruedas, todo en estos recintos comerciales tan característicos de nuestra cotidiana vida social, aporta claras señales para que cualquiera con los ojos medianamente abiertos a la realidad que lo rodea pueda llegar a comprobar en sus propias carnes como la sociedad de consumo hace tiempo que ha encontrado disfuncional al núcleo familiar tradicional y lo ha terminado cambiando, al compás del los nuevos tiempos, por unidades familiares más pequeñas y diversas.

El régimen familiar se encuentra en la actualidad totalmente sometido a las relaciones de propiedad individual en las que se desarrollan con total libertad las contradicciones de clase, pero lejos de encontrarnos con un estado fuerte capaz de ejercer como eje vertebrador de las relaciones sociales, décadas de recortes, privatizaciones y adelgazamiento de los recursos públicos, han terminado por retrotraernos a los lazos más básicos de socialización como último recurso frente a la pérdida de identidad y el saqueo constante de nuestra existencia material.  No se trata de que la familia sea el tótem redistributivo del socialismo para evitar el saqueo diario del sistema capitalista, pero tampoco en estos tiempos debemos, ni podemos permitirnos, retrotraernos a los años 60 para volver a considerar a la familia como un ente ajeno a cualquier evolución histórica, con la única intención de lograr cuadrar las abstracciones teóricas de siglos pasados. Especialmente bochornoso resulta desplegar tal cinismo y oportunismo en nombre del marxismo, cuando solapadamente se hace bajo una falsa revolución de color y purpurina patrocinada por Washington.

Como señala el inicio de este artículo, escribo estas líneas desde una pequeña aldea gallega. Mi abuelo paterno, Pedro, emigró a Venezuela siendo muy joven para huir de la miseria e incultura de los vencedores de una guerra que él odiaba, como odiaba también al fascismo que representaban los nuevos dirigentes poseedores del estado español. Su mujer y mi abuela, Antonia, lo esperó durante un tiempo mientras hacía sus pinitos como camarero o cualquier otro oficio que le permitiese ganar un jornal y acumular unos pequeños ahorros con los que lograr comenzar un proyecto familiar y de vida. Todo hasta que finalmente pudo reagrupar a seres queridos en un país extranjero, pero que poco a poco comenzó a sentir como propio. No es esta ni mucho menos una historia desconocida para los gallegos y apostaría a que tampoco lo es para gran parte de los que en estos momentos estáis leyendo estas líneas. Tampoco resulta extraña con total seguridad la historia de mi abuela materna, Manola. Mi abuela materna permaneció en Galiza, su tierra natal, mientras su marido emigraba a Europa. Alemania, Holanda, cualquier país con fábricas y puestos de trabajo suficientes era bueno para lograr enviar unas pesetas a casa y cualquier hogar europeo estaba lo suficientemente lejos como para que el núcleo familiar efectivo formado por mi abuela, mi madre y sus dos hermanas, fuese un matriarcado, tal y como también lo fueron en su momento muchos hogares de esta aldea que hoy habito y tantas otras aldeas gallegas. Fábricas europeas, negocios en América Latina, familias desarraigadas, familias sin padres, matriarcados de facto y contextos sociales que evolucionan, mudan y en algunos casos, en sus aspectos materiales y más restrictivos, también permanecen. Todo por supuesto bajo el influjo directo e insoslayable de las relaciones de producción capitalistas.

Somos una sociedad acostumbrada a la mentira y el espejismo de la falsa evolución y la revolución mercantilizada, meros despojos del capitalismo posmoderno arrojados a los brazos de la ensoñación, el desánimo y la inapetencia política

A lo largo de las últimas décadas, mi familia, como tantas otras, ha cambiado mucho. Las aventuras en Venezuela finalmente dieron lugar al regreso de mi familia paterna a Galiza, no le fue mal el esfuerzo a mi abuelo y pese a haber ganado dignamente su jornal y sus bienes materiales, no había nacido aquel joven migrante gallego ni para especulador, ni para abandonar definitivamente su tierra. El hecho de que mi padre naciese en su tierra natal tras un largo viaje cruzando el charco únicamente para tal cometido y el libro de «Azaña» que acompañó siempre a su padre incluso en el largo tiempo del oscurantismo fascista, daban buena señal de que el provecho inmobiliario y el enriquecimiento parasitario, no iban a acumularse en nuestra familia como sí lo hicieron en tantas otras durante aquellos tiempos. A su regreso y tras prácticamente haber regalado gran parte de lo acumulado en Venezuela a los compañeros que allí dejaba, intentó sin éxito convencer al hermano de mi abuela y al resto de la familia para montar una cadena de supermercados familiar con la que poder gestionar el escaso patrimonio conquistado en su forzado exilio económico.  Por desgracia, pese a ser una familia tradicional y aunque pueda sorprender a muchos, ese tío abuelo mío soltero y muy acostumbrado a vivir su propia vida y el resto de la familia, decidieron encaminarse por otros derroteros vitales. A Coruña era un territorio extraño para una familia con raíces rurales y mientras mi tío abuelo –que había trabajado en sus tiempos mozos como minero o marino– no necesitaba para ser feliz más que el campo y la agricultura, a la que había abrazado siempre para sentirse libre, mis tíos y mi padre, «decidían renegar» de ese proyecto familiar que los encadenaba, para optar por labrarse su propio camino. En este caso particular –que no deja de ser solo eso, la experiencia de un caso particular– la estructura familiar de mi línea paterna huyó de la herencia recibida para buscar nuevos caminos de forma individual ante la promesa de una democracia que comenzaba a despertar lentamente en el estado español.

La historia de mi línea materna fue distinta, pero en cierto modo muy similar. Mi abuelo Juan se pasó décadas en Holanda, para mí fue siempre esa figura que nos visitaba durante unas semanas cada ciertos años y a la que desde niño miraba con una extraña mezcla de sorpresa y parentesco que solo las familias de los migrantes conocen perfectamente. Realmente, no puedo decir que llegase a conocer a mi abuelo de forma plena y creo que eso es algo que  podrían repetir incluso sus hijas. Manuela, mi abuela materna, fue y es a día de hoy una mujer fuerte. No existe un calificativo mejor que fuerte para una madre que logra criar sola a tres hijas y que pese a todas las dificultades, les proporciona una educación y un futuro en medio de una Galiza rural sumida en el abandono estatal y en un profundo atraso económico. Cada una de mis tías, y mi propia madre, eligió su camino en la vida y a día de hoy a pocas personas conozco con la capacidad de sacrificio y trabajo de la que mi madre ha hecho gala siempre. La nuestra nunca ha sido una casa en la que sobrasen los recursos y pese a que mis padres nacieron en el seno de familias muy tradicionales, la vida y especialmente las condiciones materiales impuestas por la resaca de la Guerra Civil y su única salida en la migración, hicieron que sus realidades variarán hasta encontrarse con núcleos familiares muy dispares y cambiantes a lo largo del tiempo.

A día de hoy en esta pequeña aldea gallega en la que resido, existe una multiplicidad de familias con bases tradicionales y estructuras modernas. En esta pequeña parte del mundo se han superado los recelos de antaño al matrimonio de un primo que emigró a Estados Unidos con una afroamericana, la salida del armario de menganito y que menganita tenga novia y viva con su hija de un matrimonio anterior. Mi propia abuela, Antonia, aprendió en a lo largo de su vida a convivir con el divorcio de mis tíos pese a sus creencias religiosas, soportó la convivencia de mi prima con su novio sin casarse e incluso que su nieto se pinte como una puerta y le asegurase siempre que eso de tener hijos lo veía muy complicado. Nunca terminó de admitir del todo que admirase la tarea chavista en su país de acogida, pero la Venezuela que ella recordaba en nada se parecía afortunadamente a la vivencia de la revolución bolivariana. En realidad, si uno lo piensa un poco, estas realidades familiares que aquí les narro no distan mucho de alguna de esas series estadounidenses sobre familias modernas. Aunque en la realidad los apartamentos son más pequeños, los trabajos son más precarios y los protagonistas están menos maquillados y también han pasado en menos ocasiones por el quirófano. Y en la mayor parte de los casos, si lo han hecho ha sido por problemas cardíacos, un cambio de cadera o alguna que otra lesión sin importancia, siempre sufragada por la Seguridad Social.

Estas vidas normales en cualquier latitud, quizás cuadren peor en cámara y sean menos fieles al modelo de consumo neoliberal de lo que les gustaría a los guionistas de Hollywood y a las ensoñaciones posmodernas. Pero sin duda, las familias de esta pequeña aldea gallega son mucho más parecidas a lo que ustedes viven diariamente en sus barrios que toda esa basura propagandística del alienante capitalismo pseudocultural. Aquí también nos prestamos dinero entre familiares cuando resulta preciso, nos ayudamos con una chapuza en casa, nos prestamos el coche, la llave inglesa o la bicicleta de montaña para ir a dar una vuelta por el campo este fin de semana y así lograr desconectar del trabajo sin gastarnos una fortuna, siempre bajo la excusa del deporte y la vida sana. Cuando uno lo pasa mal en estas realidades, sabe a qué puerta tiene que llamar para desahogarse y si los nietos no tienen con quien quedarse mientras sus padres trabajan, la abuela no pondrá «un pero» para pasar la mañana con ellos, ni tampoco protagonizará una graciosa escena en la que la vejez se presente como una etapa para el disfrute individual a base de apuestas en el bingo o cócteles con las amigas mientras intenta ligarse al último jovenzuelo de su larga lista de ligues. Aquí, las pensiones no dan para eso. Y aunque así fuese, la familia sería siempre el primer agujero a tapar.

El onanismo literario tan propio de occidente se ha desatado entre los nuevos aspirantes a referentes teóricos de una generación incapaz de distinguir entre el talento y el cinismo

En nuestros días, la posmodernidad ha decidido basar su continuo engaño en la idea de la performance cultural, apoyándose para ello en Netflix, la publicidad o cualquier otro medio que resulte favorable a sus intereses. No existen apenas distinción entre la panda de nenes elegantes que abandonan sus facultades para hablar de revolución en un bar pijo y todos esos influencers, periodistas y políticos reciclados de forma oportuna y oportunista para dedicarse a citar continuamente su propio «trabajo» en una eterna postergación de la revolución que nunca llega y ni tan siquiera termina de asomarse en sus prácticas políticas. Se trata de una rebeldía adolescente e indolente que únicamente pretende destruir el pasado y lo que ellos denominan tradición, sin por ello verse en la obligación de ofrecer alternativas o proyectos más allá de su mera palabra y la falsa y desgastada sensación de modernidad. El posmoderno, no es más que el niño pijo de la movida madrileña viajando a Londres para comprarse una chupa de cuero y el último disco de los Sex Pistols. El punki de plástico reciclado, el niño de papa, el desclasado de toda la vida. La posmodernidad es hoy un libro sobre la revolución firmado por su autor en Fnac o un concierto «anticapitalista» el 1 de mayo en el Viña Rock, previo pago de 80 euros. Ketamina aparte.

Este ataque a la familia lanzado oportunamente por diferentes voces de ese entorno de la «revolución» televisada, mercantilizada y empaquetada con servicio de entrega en 24 horas, responde a los tiempos de la barbarie populista y su asalto a la casa común de la izquierda, sostenida hasta el momento únicamente por la reflexión teórica del mundo proletario y sus pensadores más destacados. No resulta casual este cínico ataque directo a nuestros últimos nexos de unión y memoria basándose en malinterpretaciones o directamente manipulaciones de las palabras de los padres del socialismo. Privados de nuestra identidad productiva, el paraguas estatal e incluso los espacios comunes en las nuevas y todopoderosas urbes gestionadas por y para el consumo, tan solo mediante el engaño y la alienación colectiva podría el felón posmoderno convencer a la población obrera para cuestionarse el papel de la familia en sus machacadas vidas.

Del mismo modo que se han apoyado cínicamente en postulados anarquistas para vendernos la hipersexaulización de la mujer e incluso la prostitución como ejercicios deseables, retorciendo e ignorando así la evolución cultural y material de la vida social, hoy los teóricos del engaño posmoderno, pretenden retorcer el trabajo teórico de Friedrich Engels para, saltándose la evolución de la vida material y de la propia familia durante los últimos 200 años, señalarnos como disfuncional el papel de nuestra más cercana red de apoyo en estos tiempos de crisis continua.

Siendo serios, no creo que deba perder mucho más tiempo con estos asuntos cuando cualquiera de ustedes reconoce perfectamente el papel de los suyos funcionando hoy como casa de acogida frente a los diarios desahucios, caja de ahorros ante la realidad del paro o la última bala para que los más pequeños tengan un plato caliente en la mesa. En más ocasiones de las deseadas, la red de apoyo en los barrios tiene nuestro mismo apellido. No se trata por tanto de vanagloriar esta situación, ni tampoco de abogar por la sustitución del papel que debería jugar el estado por la familia como subterfugio redistributivo. Tan solo un cretino o un menesteroso intelectual con escasa comprensión lectora podría abrazar semejante reflexión ante los argumentos de quienes se oponen a la destrucción del papel familiar sin la existencia real de alternativa. Lo que en este texto se plasma es la realidad social de nuestros tiempos, la realidad material que rodea a nuestros barrios obreros y la actual importancia de la familia para la clase trabajadora. El resto, son meras distracciones para una panda de indolentes jugando a la rentable farsa de moda en el mundo anglosajón.

Nos acusa la jauría posmoderna de no saber interpretar la teoría marxista, aunque en otras ocasiones nos acusen también de ortodoxos, nos acusan de inmovilistas, tradicionalistas o incluso frígidos por no aceptar la prostitución de nuestras ideas, nuestros cuerpos o nuestras familias. Nos señalan y persiguen desde redes sociales transformadas en atalayas de la ensoñación y el mercadeo capitalista de la identidad, pero desconocen que no existe inquisidor capaz de impedir la absolución de la historia para el pensamiento racional. Pese a la caza de brujas y el quintacolumnismo histórico de ciertos sectores de la lumpenburguesía cultural, lo inhumano, lo irracional y lo socialmente inconsistente, no logrará nunca imponerse. El peligro no reside en la implantación efectiva de sus postulados a pie de calle, lugar que nunca ha sido realmente de dominio burgués, sino en la imposición autoritaria desde los secuestrados parlamentos mesocráticos.

El socialismo no es una bufanda de F.C. San Pauli, ni un triángulo rojo en tu perfil de Twitter o una camiseta de Los Chikos del Maíz en el Viña

Resulta curioso que al falso libertario le moleste la estructura «opresora» de la familia y la señale a día de hoy como un elemento primordial en la acumulación capitalista, pero a su vez defienda sin complejos el caparazón teórico de quienes compran vientres en Ucrania sin miedo a la ruptura de facto de la filiación consanguínea. Como siempre, los postulados del posmodernismo se derrumban cual fichas de dominó ante el mínimo foco de luz sobre su prostitución ideológica. Columnas, directos de Instagram e hilos en Twitter… Resulta indiferente el medio en el que el pérfido populismo español pretenda ahora levantar sus enormes muñecos de neón con los que desde hace tiempo únicamente logran en última instancia disimular su evidente inacción revolucionaria. Ni tan siquiera cinco monedas de plata han resultado precisas para que quienes decían llamar a las puertas del cielo, esos judas de la pluma y el brilli-brilli con su inseparable cinismo caritativo y su falso voto de pobreza cristiano, hayan terminado vendiendo incluso a los suyos, a sus familias, al diablo del capital. Acostumbrados como están a la traición en aras de su crecimiento personal y la conservación del poder, no deberíamos ya sorprendernos por ello.

Mientras tanto, los falsos salvadores y la nueva izquierda política y cultural, prosigue evitando toda crítica al sistema capitalista, para de este modo gestionar lucrativamente las miserias del mismo para el vulgo. La desigualdad y la opresión se han convertido en su razón de ser, la pieza angular de su supervivencia. No es por tanto precisamente la estructura familiar la que garantiza la acumulación de riqueza capitalista y la herencia de privilegios materiales y sociales, sino la inacción y la traición política de nuestros parlamentos y la codicia individual presente en todas las capas de nuestra sociedad. En oposición a ese mundo dominado por el consumo y el autoconsumo moral, en nuestro regreso final o momentáneo al hogar familiar, el abrazo de los nuestros y el nuevo despertar en nuestros barrios, tan solo se esconde para nosotros el primer paso de cara al despertar de la conciencia, la rabia y la necesidad de alternativas. Un golpe de precariedad necesario a nuestra memoria para percatarnos de que la realidad en la que vivimos inmersos bajo el yugo del individualismo capitalista, supone ya hoy, la peor de nuestras condenas.

Articulo publicado en NR el 27/07/2020

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