La clase operaria va al paraiso

En La clase operaria, Volonté encarna a Lulù Massa, un obrero acosado por el reloj y el cronómetro, por la esclavitud moderna del proletariado alienado, que ni tan siquiera es consciente de ella, de casa a la fábrica, de la fábrica a casa, orgulloso solo de su propia producción

Por Angelo Nero

El reloj como la metáfora perfecta de la condena del obrero, contando las horas de sueño (pocas), las horas de trabajo (muchas), las horas de ocio (escasas o muy escasas, si, además de obrero, eres mujer), es el primer protagonista de esta ácida fábula de derrotas cotidianas, de sueños rotos, de luchas desesperadas. El reloj en primer plano, y en segundo, el obrero, sudando por el insomnio, en el trance entre la casa y la fábrica, donde le espera otro cruel protagonista: el cronómetro. Ese siniestro aparato que mide la producción de su máquina, los tiempos en los que tarda en fabricar una pieza –para que es esa pieza, donde irá encajada, es siempre un misterio-, en medio de un ambiente hostil, entre las miradas hoscas y los gritos de los compañeros, de los encargados, de los jefes, de las máquinas, pues estas también son protagonistas, al fin y al cabo, de esta historia.

Pero la fábrica de “La clase operaia va en paradiso”, no nos dibuja una distopía futurista como el “Metrópolis” de Fritz Lang, ni tiene tintes de comedia como en los “Modern times” de Charles Chaplin, porque Elio Petri, heredero del neorrealismo italiano y defensor del cine militante –no en vano comenzó su carrera como crítico cinematográfico en L’Unità, el periódico del PCI-, quiso mostrarnos el escenario vital de la clase obrera en toda su crudeza y con todas sus contradicciones. “Me siento obligado a hacer películas, digamos, útiles. Creo que actualmente la situación política es tan grave que un cineasta no puede abandonarse a sus debilidades, a su puro y simple talento o a ciertos filones de su formación intelectual”, afirmó en una entrevista.

Para encarnar al prototipo del ese obrero italiano de los turbulentos años setenta, Petri escogió a un actor que provenía del spaghetti-western, Gian Maria Volonté, que ya había rodado con el “Indagine su un cittadino al di sopra di ogni sospetto”, una sátira de humor negro sobre la corrupción policial, y que, desde entonces, daría un vuelco en su carrera con películas de fuerte contenido político como “Giordano Bruno”, “Sacco y Vanzetti”, “Operación Ogro” o “Il caso Moro”.

En La clase operaria, Volonté encarna a Lulù Massa, un obrero acosado por el reloj y el cronómetro, por la esclavitud moderna del proletariado alienado, que ni tan siquiera es consciente de ella, de casa a la fábrica, de la fábrica a casa, orgulloso solo de su propia producción, compitiendo con otros compañeros en el trabajo a destajo, a pesar de que por muchas piezas que salgan de su máquina, en el menor tiempo posible, no se refleje en su salario. Lulù, como tantos operarios, no se solidariza con nadie, va a lo suyo, para contentar a sus jefes, ignorando a los estudiantes que, a la puerta de la fábrica, gritan consignas revolucionarias, y a los sindicatos que hacen llamadas estériles a la lucha por unas mejores condiciones de trabajo. Mientras su vida privada es un reflejo de su fracaso vital, con una difícil relación con su hijo, tras un divorcio conflictivo, una relación insatisfactoria con su nueva pareja, sus patéticas infidelidades y sus visitas en busca de algo de cordura al manicomio donde está ingresado un veterano compañero de la fábrica Militina, encarnado por Salvo Randone.

Como si estuviera atrapado en una pesadilla, Lulù se esfuerza cada día en aumentar el ritmo de trabajo, aunque perjudique a sus compañeros, persiguiendo ese espejismo de transformar las horas de su vida en dinero, y ese dinero en consumo, produciendo una mayor plusvalía para poder consumir lo que otro obrero, tan alienado como el, produce. Lulù no tomará conciencia de su condición de explotado hasta que sufre un accidente laboral, que lo convertirá, de un modo algo inconsciente, en ariete de la lucha promovida por los sindicatos y los estudiantes, por el elementos más politizados de la película, aunque la lucha también le hará sufrir un buen puñado de contradicciones, de impotencias y de traiciones, y le conducirá a un callejón sin salida, hacia el que correrá  como uno de esos ratones de laboratorio, en un experimento social que se repite, con éxito,  en las fábricas de todo el mundo.

Esta es una historia de luchas destinadas al fracaso, la del obrero contra el compañero, en una competición en la que los dos pierden, la de los sindicatos contra los estudiantes revolucionarios, y la de los sindicatos entre sí, para ganarse el favor del proletario y el reconocimiento del patrón, y la lucha más importante, la que enfrenta al trabajador con el capital, en la que, sin unión y sin una dirección clara, tiene todas las de perder. En medio de todas estas luchas está Lulù, que lo va perdiendo todo por el camino, mientras va tomando conciencia de su condición y de su clase.

Para ilustrar las contradicciones a las que está sometido Lulú, Elio Petri creó una historia incómoda, agobiante y sucia, como la misma fábrica, con planos cortos y diálogos cortantes como cuchillos, con una sucesión de escenas en las que el protagonista parece ir pasando fases de un acorralamiento que no le deja otra salida que el abismo. Hasta logra que empalicemos con este obrero ingenuo y algo bruto, machista, que hasta tiene su punto tierno, como cuando rompe a llorar ante la incapacidad de satisfacer a su pareja.

Petri hace un ácido retrato de esta clase operaria de la Italia de los años sesenta y setenta, cuyas tensiones se agudizarían los ochenta, en los llamados “Anni di piombo”, en los que los elementos más ideologizados del proletariado enfrentarían al estado con organizaciones armadas como las Brigate Rosse, Lotta Continua o Potere Operaio,  mientras que el sistema reaccionaria, además de una fuerte represión del movimiento obrero, con la guerra sucia de la Red Gladio, y con el terrorismo de extrema derecha de grupos como Ordine Nuovo, que perpetró la matanza de Piazza Fontana, o los Nuclei Armati Rivoluzionari, que cometieron la masacre de Bolonia, en la que murieron 85 personas.

En este retrato del proletariado, que logró la Palma de Oro en el festival de Cannes de 1972, Elio Petri no circunscribe sus ataques al capitalismo y a sus lacayos, si no a los propios obreros que, como el personaje encarnado por Volonté en un principio, es enemigo de su propia clase, pero también contra los sindicatos que, a la primera de cambio, venden al obrero, ridiculizando incluso a los estudiantes que predican la revolución pero no son capaces de defenderla hasta sus últimas consecuencias. Este film no pretende das respuestas, sino lanzar un montón de interrogantes, de cuestiones que, todavía hoy, están sin resolver, como la alienación de la clase obrera, el papel de los sindicatos, la falta de seguridad laboral en aras de la producción. En el cine de Petri, fallecido en 1982, son muchas las muestras de su empeño en hacer un cine popular, que hiciera pensar más que adoctrinar, sin escatimar críticas a todos los estamentos de la sociedad italiana, desde la mafia a la policía, desde los obreros a los empresarios.

Para acabar esta reseña, es importante resaltar la excelente banda sonora creada por Ennio Morricone, integrada de forma magnifica entre el sonido de las máquinas, melodías que persiguen a los protagonistas más allá de las fábricas, hasta sus hogares, hasta sus sueños.

La clase operaia va en paradiso. Año: 1971. Director: Elio Petri. Reparto: Gian Maria Volonté, Salvo Randone, Mariangela Melato, Gino Pernice, Luigi Diberti, Corrado Solari, Donato Castellaneta, Mietta Albertini, Flavio Bucci, Ezio Marano. Música: Ennio Morricone.

1 Comment

  1. Gran película y gran interpretación de Volonté y de Mariangela Melato, su esposa en la película. Pero la traducción de ‘operaia’ es ‘obrera’. ‘La clase obrera va al paraíso’: https://www.filmaffinity.com/es/film821798.html

    Habría que proyectarla en todas las asambleas de trabajadores de empresas y en centros educativos, seguida de coloquios, como los antiguos cineclubes. Pero seguramente es imposible hoy y la idea fracasaría por incomparecencia de público. El capitalismo empezó ya en los 50, o quizá incluso antes, a neutralizar la capacidad concienciadora del arte y al ciudadano medio estas producciones artísticas le aburren.
    Hay que reconocer que hicieron un trabajo «magnífico» los angloamericanos cuando colonizaron Europa culturalmente tras la II Guerra Mundial: banalizaron toda la potente tradición cultural europea para transformarla en «entretenimiento». Hoy sería impensable una repercusión en el mundo intelectual como tuvo la ópera Wozzek, de Alban Berg. La «rebeldía» post II Guerra Mundial era vestir como un pobre voluntariamente, no por necesidad, llorar porque «Sussie Jane» se fue con otro, o proteger con tu vida tus «zapatos de gamuza azul». Y todo ello chillando mucho e impostando poses y gestos ridículos. La «revolución» contra los padres, que decía Nosequién (¿Clouscard?) sobre el mayo francés.
    La música artística, la popular, el cine, hasta en gran medida la literatura, se «imbecilizaron», se hicieron «para todos los públicos»; y ya sabemos qué significa eso: tomar el mínimo común, nunca el máximo; no exigir atención ni reflexión por las letras ni mucho menos por los lenguajes musicales empleados, para que hasta el más débil mental de la sociedad entienda el producto «entretenimental» y lo consuma fácilmente, sin buscarle sentidos múltiples ni hacerle análisis crítico alguno, y cuando la industria saque un «nuevo» producto, lo consuma con fruición y deseche el anterior, que la maquinaria de acumulación de capital no puede parar.
    «Para todos los públicos» significó «para adolescentes», biológicos y mentales, que compren esta nueva «cultura» para idiotas y la conviertan en su nuevo «opio para el pueblo». El objetivo ya no era más hacerse con el control de los medios de producción y el Estado sino «rebelarte» contra tus padres, que veían como una involución que te dejaras el pelo largo y sucio y vistieras con ropa cutre cuando gracias al miedo al ejemplo de la URSS, las socialdemocracias les habían permitido ser «clase media» y podían permitirse comprate ropa de buena calidad (¿era Engels el de que el obrero no viste con harapos porque le gusten sino porque no puede pagar a un sastre?).
    La «revolución» es aceptar nuestra miseria, hacer gala de ella, defenderla y repetir la consigna que nos inculca el capital desde la cuna casi: que es lo que siempre quisimos y que esto es la libertad.

    Cuán necesarias son películas como esta hoy día, y también cuán imposible es que una empresa como Netflix, en estos tiempos en que los jóvenes ya no van al cine ni ven la tele, o un estudio cinematográfico, no de lso grandes, obviamente, sino modesto pero de los que tienen cierta difusión, produjeran películas como esta.
    Nada, no va a pasar. Es descorazonador, pero en esto ha quedado «el arte occidental»: cultura basura de usar y tirar, el perrito caliente con Coca Cola del espíritu. El reguetón y Gran Hermano no son nada por lo que extrañarse sino la evolución natural de esta cultura «pop» (podría haber otra menos banal, idiotizante y alienante, pero tampoco la industria estaría por la labor)

Dejar un Comentario

Tu dirección de correo no será publicada.




 

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.