La Ciudad, espacio en disputa

Reclamamos el derecho a la ciudad. La ciudad no como un espacio de cobijo. Demandados el derecho a ciudad como centro de decisión colectiva. El derecho a una vida social y política no aislada y solitaria. El derecho a cuestionar la legitimidad del poder descolectivizado mediante el desacato y la desobediencia civil.

Por Cristóbal López y Xaquín Pastoriza / Ecologistas en Acción Vigo

Entre los derechos en formación figura / el derecho a la ciudad, / no a la ciudad antigua, sino a la vida urbana, / a la centralidad renovada,  / a los lugares de encuentros y cambios, / a los ritmos de vida y empleos del tiempo / que permiten el uso pleno y entero / de estos momentos.

[Henri  Lefebvre]

Reclamamos el derecho a la ciudad. La ciudad no como un espacio de cobijo. Demandados el derecho a ciudad como centro de decisión colectiva. El derecho a una vida social y política no aislada y solitaria. El derecho a cuestionar la legitimidad del poder descolectivizado mediante el desacato y la desobediencia civil. Esta aspiración puede ser tildada de mera entelequia, pero las luchas sociales cobran aliento más de los deseos  quiméricos compartidos que de las razones prácticas. La vieja ciudad murió, larga vida  a la nueva ciudad!.

Para comenzar a pergeñar esa nueva ciudad, esa urbanidad basada en la centralidad renovada, compre aprender a apreciar nuestra ciudad por su valor de uso, no por su valor de cambio.

En la ciudad vivimos dentro de una red de relaciones que delinean los espacios donde desarrollamos nuestra vida, satisfacemos nuestras necesidades, creamos nuestros deseos y perseguimos nuestra utopía. Cuando nuestras utopías se superponen se preconfigura un espacio que colisiona con la utopía hegemónica que impone el valor de cambio para persistir. La superposición necesita un lugar común para desarrollarse, para ser  ubicua, para convertirse en una acción colectiva que dispute los espacios fronterizos a la praxis dominante. Cuando ese movimiento social incipiente carece de un espacio propio y apropiado finaliza cayendo presa de la anomia social y reabsorvido dentro de la utopía dominante, resultando finalmente  inocuo, exánime e inerme.

En las fronteras entre el valor de uso y el valor de cambio están los espacios en disputa. En ese hollado territorio se comparan los sueños, se soflama el activismo y se suceden las masacres en represalia. Toda topología de los movimientos sociales se referencia sin excepción en la divisoria en disputa. La ocupación de las plazas, Tahrir, Puerta del Sol,  Syntagma, Zucotti Park, transformadas en espacios de protesta, es buena muestra. Excusamos muchas derrotas tras la heterogénea morfología de los movimientos, desdeñando el condicionante de la configuración del espacio como cercenador de comunidad, del diseño urbanístico como deturpador de revoluciones desde los tiempos del Barón Haussman.

Los centros de decisión afanan en aparentar como no cruentos los espacios de disputa, en  difuminarlos hasta la desubicación para englobarlos en la utopía hegemónica totalmente  descontextualizados. Así las fronteras espaciales entre el valor de uso y el valor de cambio son inadvertidas y los amojonamientos asumidos como naturales, como preexistentes a la ciudad misma.

El deslinde más obvio es también el más  interiorizado cómo constitutivo de la ciudad. La frontera entre la acera y la calzada denota la imposición del valor de cambio sobre el valor de uso. La centralidad de la calle está ocupada por el automóvil desposeyendo a la ciudadanía del espacio tejedor de comunidad. Una profusa mesnada de termitas motorizadas que carcomen la urbanidad y todo lo colmatan. La preponderancia del coche particular no es azarosa, ocupa buena parte del story de la utopía hegemónica. Solo la contingencia de una crisis climática y sanitaria posibilitó la disputa abierta por recuperar las calles como valor de uso. La sociedad comienza a ver las muertes prematuras que  amojanan la frontera que cercena las calles y aún así sigue renuente a reconquistar el espacio. No es fácil apearse del automóvil cuando todo circula a un ritmo vertiginoso. La  cotío a sociedad se ve  impelida a embolsar con impaciencia  enervante todos los segundos libres para dedicarlos la un ocio basado en el consumismo. El valor de cambio marca el compás apurando y recortando al máximo el tiempo de transición entre producir y consumir, y bajo esta máxima configura la ciudad. La ciudad marcada por la utopía dominante es obligada a supeditar sus espacios al flujo entre los centros de  producción y los centros de consumo. Las vías y calles son únicamente espacios de tránsito que se deben atravesar lo más rápido posible para reducir costes.

Los antiguos mercados, abiertos a la calle y constituidos por pequeños comerciantes locales, eran centros de decisión para el vecindario consumidor. Dicha centralidad  aplanaba la diferencia entre el valor de uso y el valor de cambio de las  mercancías. Ahora, reducido el antiguo mercado a lo anecdótico, los nuevos macro centros comerciales, cerrados a la calle y encerrados en el anonimato, son santuarios del valor de cambio. Templos en los que la ciudadanía tiene la falsa sensación de libertad en la elección entre la diversidad de colores y formas de las mercancías, pero carece de poder de decisión sobre el valor de cambio. Las nuevas necesidades que precisamos satisfacer  se reescriben una y otra vez en la utopía oficial.  La centralidad en la decisión sobre el valor de cambio  difícilmente se conseguirá sin el control popular de la producción y distribución.

El valor de cambio no hace prisioneros cuando expande sus fronteras. Los árboles que pueblan las calles y parques son las primeras que sucumben ante la  reconfiguración del espacio  para  mercantilizar la ciudad. Nuestras principales aliadas para frenar el cambio climático son tratadas cómo meros ornamentos de quita y pon. El bosque urbano no aparece en la narrativa hegemónica, en el bosque reina el valor de uso.

En la utopía dominante aún persisten nichos de valor de uso. Pese a los embates de los grandes tenedores de viviendas vacías para que prevalezca el valor de cambio sobre el de uso, en el relato oficial el uso de la vivienda sigue siendo un derecho. Un derecho utópico y muy remoto para los sintecho, pero tan bien asentado en la utopía hegemónica que los centros de poder llevan tiempo queriendo socavarlo sin éxito de momento.

La  trashumancia de la ciudadanía a través de la fuerza coercitiva del valor de cambio fue el mecanismo ideado por los centros de poder para  soslayar el valor de uso de la vivienda. La población es pastoreada del casco histórico, de la ciudad antigua, a los suburbios o expulsados al extrarradio. Esta gentrificación se sobredimensiona con el auge exponencial de un turismo voraz por satisfacer su ocio dentro del canon de la utopía dominante. La fuerza  centrífuga desatada está esquilmando el capital simbólico colectivo de los corazones de las ciudades. Un patrimonio cultural  generado por el valor de uso de los mismos que son expulsando indiscriminadamente del espacio que habitaban. Si la expulsión es indiscriminada, no es así la  reubicación. La  renta, la capacidad para  enfrentarse al valor de cambio, marcará el nuevo destino: un suburbio de “ciudad jardín” o el “incivilizado”  extrarradio.

-Anatema! -clama la ortodoxia cuando se declara a la ciencia ficción más aleccionadora que los incunables atesorados por el sanedrín. Westworld, film ahora deslavazado en teleserie, exponía los contrapuntos entre los condicionamientos de los comportamientos de la criatura y del creador. ¿Queremos ser criaturas o creadores en nuestra ciudad? La respuesta queda envuelta en la voluta de su interrogante. Mientras cada uno desvela la suya, nosotros reclamamos el sinecismo urbano cómo nuevo alarife de nuestra ciudad y,  performativos por necesidad, declaramos: La vieja ciudad murió, larga vida  a la nueva  ciudad!.

 

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