La apología de la maldad: cuando el genocidio se convierte en meme

Cuando los adolescentes comparten vídeos burlándose del genocidio, no solo están siendo crueles: están mostrando que se les ha despojado de la capacidad de pensar, de sentir, de dudar.

Por Isabel Ginés | 5/06/2025

Hay imágenes que deberían paralizar la conciencia. Vídeos de adolescentes bailando mientras suena el eco de bombas sobre Gaza. Comentarios frívolos, burlones, algunos con emojis de risa, ante cadáveres, ruinas, niños mutilados. Memes sobre el exterminio de un pueblo, celebraciones de la muerte ajena como si fuera un partido de fútbol. Y no, no son bots ni parodias macabras: son personas reales, muchas veces jóvenes israelíes, adoctrinadas en una idea de supremacía nacional que ha convertido la empatía en una debilidad y el sadismo en una forma de pertenencia.

Frente a estas escenas, resulta inevitable volver a Hannah Arendt y a su concepto de la banalidad del mal. Arendt no hablaba del monstruo sanguinario que disfruta matando; hablaba del burócrata, del obediente, del individuo incapaz de pensar por sí mismo que perpetra atrocidades sin cuestionarse nada. Hoy, esa figura se ha adaptado a los tiempos digitales: ya no lleva uniforme ni trabaja tras una mesa en la Gestapo, sino que se expresa en redes sociales, con estética moderna, lenguaje informal y una indiferencia escalofriante hacia el sufrimiento humano.

La banalidad del mal no es ya solo el acto de matar, sino la celebración acrítica de la masacre, la trivialización sistemática del dolor del otro. Cuando las matanzas se convierten en contenido de entretenimiento, el mal ha dejado de ser un crimen oculto: se vuelve espectáculo, identidad, marca.

La propaganda no solo deshumaniza al enemigo; convierte al espectador en cómplice pasivo o incluso en partícipe activo. Algunos jóvenes israelíes han crecido creyendo que los gazatíes no merecen vivir. No lo dicen con rabia, sino con naturalidad, como si fuera un axioma más. Y lo comparten en TikTok, en X, en Instagram, como si fueran bromas. Eso no nace del vacío: es el resultado de décadas de adoctrinamiento, de construcción simbólica del otro como amenaza, como insecto, como obstáculo.

La apología de la maldad no es nueva. Cada régimen que ha perpetrado genocidios ha contado con su aparato de deshumanización previa: desde los tutsis llamados “cucarachas” en Ruanda hasta los judíos representados como ratas en la propaganda nazi. Pero lo que diferencia este momento es la visibilidad global e instantánea del odio. Hoy podemos ver, en tiempo real, cómo se forma esa masa obediente que ríe ante cadáveres. Y aún así, muchos lo ignoran, lo justifican o lo niegan.

No estamos solo ante una guerra: estamos ante una crisis moral de escala civilizatoria. Cuando los adolescentes comparten vídeos burlándose del genocidio, no solo están siendo crueles: están mostrando que se les ha despojado de la capacidad de pensar, de sentir, de dudar. Y eso diría Arendt es el mayor peligro: no el odio como emoción, sino la ausencia de pensamiento crítico, de juicio, de humanidad.

No se trata de señalar a una generación entera ni a un pueblo entero. Se trata de alertar sobre un proceso que adoctrina en el odio y lo transforma en normalidad. Que convierte a la víctima en culpable, al asesino en héroe y a la justicia en amenaza. Y que, como ya nos advirtió el siglo XX, siempre empieza con discursos, con imágenes, con risas.

Y después, con cadáveres.

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