La caída de Kabul a manos de los talibanes es un hito que marca el fin de la transición geopolítica global.
Por Atilio Borón
El sistema internacional sufrió significativos cambios desde finales de la Segunda Guerra Mundial. Hiroshima y Nagasaki unidas a la derrota del nazismo en Europa a manos del Ejército Rojo fueron los acontecimientos que alumbraron al llamado “orden bipolar”. La caída del Muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética a fines de 1991 marcaron el fin de aquella época y excitaron las fantasías de estrategas y académicos estadounidenses que se ilusionaron con el advenimiento de lo que sería “el nuevo siglo americano.”
Zbigniew Brzezinski alertó infructuosamente sobre la fragilidad del orden unipolar y los riesgos de tan peligroso espejismo. Sus temores se confirmaron el 11 de Septiembre del 2001 cuando junto con la caída de las Torres Gemelas también se desvanecía la ilusión unipolar. La multiplicación de nuevas constelaciones de poder global, estatales y no estatales, que emergieron con fuerza luego de ese acontecimiento -o, mejor, que se tornaron visibles después de esa fecha- fueron la partida de nacimiento para una nueva etapa: el multipolarismo.
El “ciclo progresista” latinoamericano tuvo como telón de fondo esta nueva realidad en donde la hegemonía estadounidense tropezaba con crecientes dificultades para imponer sus intereses y prioridades. Una China cada vez gravitante en la economía mundial y el retorno de Rusia a los primeros planos de la política mundial luego del eclipse de los años de Boris Yeltsin eran los rasgos principales del emergente nuevo orden.
Para muchos analistas el policentrismo había llegado para quedarse, de allí que se pensara en una larga “transición geopolítica global”. Es más, algunos compararon esta nueva constelación internacional con el “Concierto de las Naciones” acordado en el Congreso de Viena (1815) luego de la derrota de los ejércitos napoleónicos y que perduraría algo más de un siglo. Sólo que en el caso que nos preocupa había una potencia ordenadora, Estados Unidos, que con su enorme presupuesto militar y el alcance global de sus normas e instituciones podía compensar su menguante primacía en otros terrenos -la economía y algunas ramas del paradigma tecnológico actual- con una cierta capacidad de arbitraje al contener las desavenencias entre sus aliados y mantener a raya a las potencias desafiantes en los puntos calientes del sistema internacional.
El revés sufrido por la aventura militar lanzada por Barack Obama en Siria, que devolvió a Rusia su perdido protagonismo militar, y la catastrófica derrota en Afganistán luego de veinte años de guerra y el derroche de dos billones de dólares (esto es, dos millones de millones de dólares) más los indecibles sufrimientos humanos producidos por la obsesión imperial clausura definitivamente esa etapa.
La entrada del Talibán a Kabul marca el surgimiento de un nuevo ordenamiento internacional signado por la presencia de una tríada dominante formada por Estados Unidos, China y Rusia, en reemplazo de la que había venido sobreviviendo, a duras penas, desde los años de la Guerra Fría y que estuviera formada por Washington, los países europeos y Japón.
De ahí lo ilusorio de la pretensión expresada por Joe Biden de sentar a las principales naciones del mundo en una mesa de negociaciones y, desde la cabecera, fijar las nuevas reglas y orientaciones que prevalecerían en el sistema internacional porque, según lo dijera, no podía dejar que fueran chinos y rusos quienes asumieran tan delicada tarea. Pero sus palabras se convirtieron en letra muerta porque esa larga mesa ya no existe más. Su lugar fue ocupado por otra, triangular, que no tiene cabecera, y donde junto a Estados Unidos se sientan China, la principal economía del mundo según la OCDE y formidable potencia en Inteligencia Artificial y nuevas tecnologías; y Rusia, emporio energético, segundo arsenal nuclear del planeta y tradicional protagonista de la política internacional desde comienzos del siglo XVIII, ambas erigiendo límites a la otrora irresistible primacía estadounidense.
Biden deberá negociar por primera vez en la historia con dos potencias que Washington define como enemigas y que además sellaron una potente alianza. De nada valen los artificios publicitarios de Trump: “hagamos que América sea grande otra vez” o el más reciente de Biden: “América está de vuelta”. En la nueva mesa pesan los factores reales que definen el poderío de las naciones: economía, recursos naturales, población, territorio, tecnología, calidad del liderazgo, fuerzas armadas y toda la parafernalia del “poder blando”.
En los últimos tiempos las cartas de que disponía Estados Unidos para mantener su perdida omnipotencia imperial eran las dos últimas. Pero si sus tropas no pudieron prevalecer en uno de los países más pobres y atrasados del mundo Hollywood y toda la oligarquía mediática mundial no podrán obrar milagros. Esta naciente etapa del sistema internacional no estará exenta de riesgos y acechanzas de todo tipo, pero abre inéditas oportunidades a los pueblos y naciones de África, Asia y América Latina. Por eso es una muy buena noticia.
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