Derechos | Josefa García Clemente, una luchadora más

por Alejandra de la Fuente

“No sé por qué sigo recordando aún ese olor, pero se me quedó grabado en la pituitaria.”

(Este relato cuenta la historia de una luchadora más, una mujer fuerte que soportó durante toda su vida la dictadura franquista, y una democracia que, lejos de darle el respeto que se merecía, la condenó más en el olvido. La historia lleva consigo varias modificaciones para preservar el anonimato.)

Me llamo Josefa García Clemente y nací un tres de agosto de 1921 en Madrid.

La mayor de tres hermanas, Aurora y Pilar. Mis padres, dos personas bondadosas y sacrificadas donde las haya, trabajaban duro día tras día para sacar a la familia adelante.

Mi padre, Laureano, era maestro y perteneciente a la UGT; siempre fue un republicano convencido. Mientras que mi madre era costurera, también republicana, aunque con menor implicación política.

Vivíamos en Madrid capital, concretamente en la zona de Carabanchel, en una casita baja de dos plantas con un patio interior donde mi madre, Paula, tendía la ropa cada domingo por la mañana.
Todavía recuerdo las tardes en ese patio jugando a la comba con mis amigas de la escuela y a mi madre saliendo enojada porque hacíamos ruido y molestábamos, según ella, al barrio entero.
Mis padres, humildes como ya he dicho antes, trabajaban duramente para darnos una buena educación a las tres. Querían que todas estudiásemos para tener un buen trabajo y poder ser independientes.

Ahora lo pienso y aquel planteamiento era muy adelantado para aquellos tiempos…

Como deber de la primogénita, yo, ayudaba a mi familia con las tareas del hogar y sobre todo con la atención de Aurora y Pilar.

Los sábados por la noche íbamos los cinco a comer a casa de mis abuelos, que vivían a unos diez minutos andando a paso ligero.

Casi siempre nos hacían de comer arroz con una pechuga de pollo, que devorábamos en instantes, ya que mi abuela María cocinaba como una autentica profesional.

Teníamos una vida sencilla eso estaba claro, pero teníamos una vida feliz.

Como en todas las familias, los días transcurrían entre risas, broncas y preocupaciones. Con eso ya teníamos suficiente para ocupar las veinticuatro horas que hay en el día, pero todo eso quedó atrás desde aquel julio de 1936…

Por aquellas fechas yo no contaba ni las quince primaveras; mi hermana Aurora tenía ya los doce años, mientras que Pilar acababa de cumplir ese mismo mes los siete.

A partir de entonces se acabaron las coladas de los domingos y el saltar a la comba en el patio. El esfuerzo de mis padres ya no era por darnos una educación sino por darnos de comer, y las risas se silenciaron durante años para muchos y para siempre en el caso de otros.

Lo primero que recuerdo de aquellos días era el revuelo. Gente aterrorizada, diciendo cosas que por aquel entonces yo no lograba a comprender. Les recuerdo marchándose, no sabía a dónde pero se marchaban de Madrid.

Todavía puedo ver a mi vecino de enfrente, explicarme que teníamos que ser fuertes, que debíamos prepararnos o que de lo contrario moriríamos, aunque defendiendo una idea.
Una idea… nunca olvidaré esas palabras.

Todos teníamos miedo, eso estaba claro; pero mi madre no lo demostraba como los demás. La recuerdo firme a cada decisión que tenía que tomar.
No me creo ni con la autoridad y además estaría faltando al respeto a millones de personas pero… mi madre (o por lo menos visto por una niña de catorce años) fue la persona que peor lo pasó en la guerra. Tanto fue así… que la acabó matando.

Si me preguntas por aquellos tiempos, la segunda imagen que se me viene automáticamente a la cabeza es la de las bombas. Auténticos monstruos cayendo con fuerza y violencia del cielo, que al rozar el primer centímetro de tierra firme estallaban en mil y un pedazos arrasando todo lo que tenía a su alrededor.

No habían pasado ni nueve meses del estallido del golpe de Estado cuando uno de esos trozos de metal cayó justamente sobre nuestra casa; y como no podía ser de otra manera, en su lugar dejó una estela de escombros y humo negro que se alzaba ante nosotros.

Mi hermana lloraba y gritaba al ver que todo lo que había conocido en sus siete años de vida se evaporaba sin que nadie pudiese evitarlo. Mientras los que habían sido nuestros vecinos durante más de veinte años saqueaban cada trozo superviviente de madera, tela y tubería, de una vida que ya no volvería jamás a ser la misma.

Los meses transcurrían y la capital se hacía a cada minuto un lugar más inseguro para una niña. Las bombas seguían cayendo en Madrid y mis hermanas continuaban llorando cada noche solamente de pensar que el rugido de los aviones las volvería a despertar.

Fueron precisamente esas noches, en las que mi hermana Aurora preguntaba a mi madre si esa madrugada podríamos dormir tranquilas, cuando me di cuenta de en mi casa nunca se nos mintió, porque la respuesta tanto de mi madre como de mi padre, sincera, era siempre la misma: no lo sé.

Vivíamos en casa de mis abuelos, aunque yo me sentía como una mendiga. Moríamos de miedo, de hambre y de frío. La ropa me olía a sudor día tras días, y mis tripas chirriaban todo el tiempo. La comida escaseaba y sabíamos que no iba a mejorar mucho la situación.

Mi madre y mi abuela dedicaban todas las horas posibles del día y de la noche a coser para poder sacar algo de dinero. Era la única forma de alimentar a las siete bocas que esperaban hambrientas cada mañana, cada tarde y cada noche.

Mi madre y mi abuela también olían mal…

No sé por qué sigo recordando aún ese olor, pero se me quedó grabado en la pituitaria.

La victoria de los sublevados no nos pilló por sorpresa, aunque en ningún momento mi familia tuvo la intención de salir de España. Craso error, ya que lo que nos tocó vivir después no se lo hubiese deseado ni a mi peor enemigo.

Cuando pensábamos que las cosas ya no podían ir peor, un señor llamado ‘Paco’ delató a mi padre, alegando que era de la UGT.

Siempre pensé que aquel señor se llamaba Paco porque la noche en que vinieron a por mi padre, mi madre les explicó a mis abuelos que posiblemente el culpable de la detención había sido “un paco envidioso del barrio”.

Años más tarde me enteré de que aquel “envidioso del barrio” no se llamaba como yo pensaba, y que si guardaba alguna esperanza de conocer su nombre tras la llegada de la democracia, con la Ley de Amnistía sería del todo imposible.

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Foto de rosaluxemburg

Mi padre, Laureano, pasó más de diez años en la Cárcel de Carabanchel. Dejando, tras su ingreso en prisión, a una familia sin dinero, comida ni apenas esperanza de su supervivencia.

Mi madre y yo íbamos los domingos a verle. Andábamos durante varios kilómetros para aterrizar de lleno en la Avenida de los Poblados.

Nunca olvidaré ese mastodonte anaranjado ubicado en 200.000 metros cuadrados de terreno… Si mi madre y me abuela María olían mal, aquel lugar estaba podrido.

Pude ver el desgaste que a mi padre le produjo estar encerrado en aquel agujero. Perdió fácilmente 30 kilos; aunque para mi había perdido más de 1.000.

Las cuencas de sus ojos se volvieron negras y marcadas; sus manos, previamente largas y fornidas, se convirtieron en alambres deformes; y su cuerpo me comenzó a recordar al Jesús que teníamos colado en la Iglesia.

Siempre señalada con el dedo como hija de “rojos asesinos”. Soportando como los vencedores del régimen me ninguneaban a mí y a mi familia, como si fuese un perro lleno de sarna…

He vivido, durante más de sesenta años, sabiendo que mi tío Pepe se encontraba en algún lugar del país. Muerto y enterrado, sin identificar.

Ahora que ya soy vieja y he vivido muchas cosas, te cuento a ti, niña, mi historia. Tú, por suerte, has nacido en un momento bueno pero no por ello debes olvidar lo que nos ocurrió a todos. Tus abuelos, los abuelos de tus amigos y compañeros del colegio también formaron parte de la historia.

Nosotros ya somos viejos y no podemos seguir luchando; y es por eso que te pido que estas palabras no las olvides. Porque cuando dicen que hay que olvidar…. Yo eso, no lo olvidaré nunca… nunca…

Por todas las Josefas y Josés que lucharon por la democracia.

 

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