Entrevistamos a Javier Aroca, licenciado en Derecho, antropólogo y analista político, quien ha publicado recientemente el libro ‘Democracia en alerta. La política desde el sofá’.
Por Jayro Sánchez | 24/04/2025
Javier Aroca (Sevilla, 1954) es un hombre que ha dividido su vida entre tres mundos. Como experto en derecho y comercio internacional, ha ocupado cargos en diversas instituciones académicas como el Centro de Estudios Andaluces. Orgulloso de la tierra que lo vio nacer, luchó por el bienestar de sus gentes en las filas del Partido Socialista de Andalucía hasta 2005. Y, desde hace años, ofrece sus servicios como politólogo y analista a diversos y prestigiosos medios de comunicación, como TVE o Cadena SER. Aparte, ha tenido tiempo para escribir un breve y magnífico ensayo sobre los peligros que acechan a los sistemas democráticos. Se llama Democracia en alerta. La política desde el sofá (Ediciones B, 2025). Conversamos con él sobre las reflexiones que vierte entre sus páginas.
Tu libro es un claro alegato en favor de la democracia, sobre la que afirmas que no existe sino por y para el pueblo. En la actualidad, ¿no parece un régimen político en vías de extinción?
Eso es lo que he tratado de denunciar al escribirlo. Estamos en un periodo protagonizado por lo que yo llamo la revolución de la derecha, que pretende acabar con el sistema democrático mediante distintos mecanismos y artefactos. Creo que ahora el ejemplo más claro de este nuevo tipo de «revolucionarios» es el presidente estadounidense, Donald Trump, aunque hay numerosos casos en todo el mundo.
El texto cita a varios países para alertar de los peligros que acechan al «gobierno del pueblo». Sin embargo, se centra de manera particular en España. ¿Vivimos en una democracia?
Desde un punto de vista formal, lo hacemos. Nuestro sistema es incluso más avanzado de lo que algunos están dispuestos a admitir. No obstante, es imperfecto. Lleva décadas arrastrando la mochila del franquismo, y eso se nota en ámbitos como el de la judicatura.
Algunos de los partidarios más acérrimos de la llamada Transición (1975-1982) pretenden convencernos de que esta es una democracia ex novo, pero eso no es cierto.
¿Hasta qué punto debe ser crítica la ciudadanía con el proceso de transformación de la dictadura?
El relato oficial que se ha establecido sobre ella es falso. Para empezar, ni siquiera le corresponde el nombre que tiene, porque la palabra transición implica un movimiento. Y el objetivo de algunos de los que iniciaron aquella conversión era petrificar cualquier empuje democrático.
En España siempre se ha dicho aquello de que «Franco lo dejó todo atado y bien atado». Pues bien, yo puedo asegurar que los líderes del «cambio» también lo hicieron. Y ejecutaron su trabajo de una manera tan profesional que parece inconcebible que hoy en día se inicien más transiciones que profundicen en los resultados de la primera.
¿Cuál fue entonces el valor de aquel acto político?
No quiero impugnarlo, porque se hizo mucho y las condiciones eran complejas. Pero sí quiero desmitificarlo, acabar con esa narración épica sobre él. Se vivió mucha violencia, tanto física como institucional.
No se puede refutar por completo su mayor obra, la Constitución de 1978, aunque sí se debe criticar que los que la redactaron dejaron fuera de ella cuestiones muy espinosas e importantes. Por ejemplo, la monarquía, que ya se nos impuso un año antes a través de la Ley para la Reforma Política, la cual fue aprobada bajo términos jurídicos franquistas.
Teniendo en cuenta las carencias que mencionaba hace un momento, me parece inadmisible que la ley fundamental de nuestro país sea considerada como una herramienta pétrea e inamovible en pleno siglo XXI.
¿Qué resultado se obtuvo de su configuración?
Un sistema político parlamentario sostenido por la alternancia en el poder entre dos partidos que representaban lo que querían nuestros «mayores», aquellos líderes que tutelaron nuestro camino hacia la democracia.
Es verdad que en estas cinco décadas lo han caracterizado ciertos altibajos interesantes y algunos avances valientes. Pero, en general, la izquierda ha sido tímida. Y, muchas veces, la derecha ha demostrado mayor lealtad a la dictadura que al régimen actual.
Más allá de su supuesto simbolismo, ¿qué papel jugaba el monarca en aquel joven sistema?
Se suponía que Juan Carlos I iba a inaugurar un nuevo linaje pese a su apellido. En realidad, llegó al poder de manera abrupta y de la mano juramentada de la tiranía. Hay que reconocer su habilidad para camuflar lo que es.
La monarquía es una institución heredera del franquismo, y no ha roto con él de forma definitiva. Lo que se ha sabido en los últimos años sobre los andares y las actitudes del primus de la dinastía lo demuestra. Está claro que no goza de legitimidad de origen, y, en cuanto a la de ejercicio, hay lagunas importantes que quizá la historia nos revele cuando la Ley de Secretos Oficiales de 1968 deje de impedirlo.
En tu ensayo explicas que las figuras y actuaciones políticas de los cuatro primeros presidentes de la democracia española apenas son distinguibles entre sí. ¿Qué supuso la llegada de José Luis Rodríguez Zapatero al poder en 2004?
El primer intento de afrontar una segunda transición. Durante su primer mandato eso parecía posible. Pero, por desgracia, le tocó vivir la grandísima crisis económica de 2008 y se vio forzado a acordar y consensuar con el Partido Popular (PP) la modificación de la Constitución por orden del directorio europeo.
Ese doblegamiento y las subsiguientes políticas de austericidio truncaron su ilusionante avance. Es más, yo me atrevo a afirmar, e incluso a riesgo de que él mismo me desmienta, que la reforma del artículo 135 fue lo que lo llevó a no querer presentarse a unas terceras elecciones generales.
Pocos meses antes de que se produjeran, España se sacudió por el 15-M. En 2014, el bipartito pareció derrumbarse con la caída de Juan Carlos I y el surgimiento de Podemos. ¿El sorpasso que los izquierdistas radicales efectuaron sobre el PSOE dos años después podría haber generado reformas de profundización democrática?
Estoy convencido de que sí. El problema fue que el Estado profundo emergió y empezó a utilizar todos sus recursos para debilitar a aquella izquierda republicana, alternativa y no domada. Y esta empezó a fragmentarse, a dejarse llevar por el fulanismo y las cesiones.
Fue una pena. Incluso los que no militábamos en aquellos movimientos habíamos quedado esperanzados, ya que no eran tan radicales como parecían. Solo eran unos socialdemócratas subidos de tono, como el PSOE que salió de Suresnes.
Muchos de sus antiguos votantes aseveran que si dejaron de apoyarla fue porque perdió el contacto con el que debería ser su principal apoyo: la clase trabajadora. ¿Compartes esa opinión?
En efecto. No sé si en el resto de España se conoce lo que es el albero. En Andalucía, es un tipo de tierra con la que se hacen los campos de fútbol y los vecindarios de las clases populares. El césped se deja para las más pudientes.
El tema es que la izquierda le ha cogido el gusto a la hierba y ha dejado de jugar en la arena. Ha abandonado los barrios y las clases a las que quería defender, y se ha acomodado en las moquetas y los platós. No lo digo con intención peyorativa, pero se ha convertido en una fuerza cuqui, fantástica, de pose.
Se ha olvidado de la gente, y esta le ha respondido con la abstención. Los lectores deberían mirar las estadísticas: los barrios donde menos se vota son los habitados por gente humilde. Y eso es peligrosísimo, porque los ricos acuden siempre a las urnas aunque no les gusten.
A su vez, algunos dirigentes izquierdistas aseguran que el problema es que los trabajadores han perdido la conciencia de lo que son y que no participan en la política. ¿Tienen razón?
También. Esa es una de las grandes victorias del ultraliberalismo. Nos han individualizado tanto que hemos perdido la capacidad de pensar que somos un colectivo.
Ahora, cualquier chaval joven que se pueda permitir un buen móvil, zapatillas y vaqueros de marca, una motocicleta y otras cuantas cosas ya no se va a reconocer como parte de la clase trabajadora. Y eso a pesar de que seguirá teniendo un sueldo precario e inestable.
Siguiendo con lo que discutíamos, la izquierda radical nunca alcanzó la presidencia del Consejo de Ministros. Solo obtuvo acceso a él en 2019, y como socia menor de un fortalecido Pedro Sánchez. ¿Entrar por ese aro ha tenido consecuencias para ella?
La coalición con el PSOE y su posición en ella eran realidades fácticas que debería haber trasladado a sus seguidores con el mensaje de que no iba a poder asaltar el cielo. Para hacerlo, le habría hecho falta, como poco, una mayoría absoluta.
Uno de los factores que la ha hecho fracasar es la administración poco inteligente de su minoría. Aunque sería deshonesto si no reconociera que el miedo que le mostraban los socialistas no ha tenido la misma importancia.
No digo que esté prohibido soñar ni pelear, pero a la vista está que sus tácticas la han perjudicado.
Hace tiempo que se está investigando la actuación parapolicial y parajudicial del Estado profundo contra Podemos. El conocimiento público de tales tramas ha provocado que buena parte de los ciudadanos desconfíe del funcionamiento de la justicia. ¿Sus dudas son legítimas?
Desde luego. Sin embargo, creo que uno de los grandes éxitos de los antidemócratas ha sido el de debilitar la confianza del pueblo en la democracia y en sus instituciones. No todos los políticos son iguales. Y las entidades estatales sí que valen para algo. Como Norberto Bobbio, yo soy un sano pesimista y todavía confío en que el pueblo sea capaz de democratizar a quienes los representan.
Según narras en tu libro, tampoco crees que los medios de comunicación estén cumpliendo con el rol que les corresponde. ¿Qué es lo que motiva su mal rendimiento?
El hecho de que se han convertido en la principal herramienta del poder. Nos han recluido en nuestros sofás y han hecho que levantarse de ellos sea uno de los actos más revolucionarios que podamos llevar a cabo.
¿Qué ha hecho Trump para llegar a la presidencia? Comprarse una televisión para que las personas lo conocieran. Luego les ha remitido a través de ella información procesada, tan insana como esos alimentos precocinados que los médicos nos prohíben comer.
El poder económico adquiere periodistas, líneas editoriales y medios. Y, a partir de ahí, desarrolla todo su potencial. Por suerte, hay otros muchos que están defendiendo los derechos de la ciudadanía con el pabellón bien alto. Sobre todo, entre los digitales.
Dices que la derecha se ha vuelto revolucionaria. ¿No es esto una paradoja?
No lo creas. Ya lo dijo el canciller alemán Otto von Bismarck. Si tenía que haber una revolución, él prefería ser su protagonista y no su víctima. En Francia, EE.UU y Gran Bretaña, los cambios políticos radicales dados entre los siglos XVII y XVIII los causó la derecha.
Luego ha habido varias suscitadas por la izquierda. Pero mientras que esta ha aceptado la democracia parlamentaria representativa y se ha vuelto algo pazguata, los derechistas han vuelto a sus viejas costumbres. Saben que, jugando en esos términos, la mayoría natural está a favor de los menesterosos y los que los defienden. Y no están dispuestos a aceptar las reglas si sus enemigos pueden mandar de verdad.
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