Italia. Diez capítulos de los 100 años de la llegada del fascismo al poder

En Italia no hay partidos moderados y se siguen avivando los sentimientos viscerales de la gente como el racismo, el odio contra el rival y la discriminación.

Por Alessandro Ruta, Resumen Latinoamericano

El 31 de octubre de 1922, después de la ‘Marcha sobre Roma’, Benito Mussolini fue elegido primer ministro del Gobierno italiano. Empezó así un periodo dramático en la historia de Italia y de Europa.

Nunca más. El fascismo al poder, nunca más, por favor. Hay situaciones que asustan o que, por lo menos, sirven de aviso. El 31 de octubre de 1922, después de la ‘Marcha sobre Roma’ –una especie de golpe de Estado que no encontró respuesta en las autoridades–, Benito Mussolini tomaba por primera vez el mando del Gobierno italiano. Iba a empezar una época oscura en Italia, que se prolongó al menos hasta 1945, con imitadores y simpatizantes por toda Europa. Revisamos aquellos 23 años un siglo después del inicio de esa atroz dictadura.

Fascismo para principiantes

Hoy en día esta palabra, fascismo, es como un fantasma que regresa de vez en cuando. Pero, ¿qué fue efectivamente el fascismo? «Un grupo de criminales al poder», según el escritor Pier Paolo Pasolini. «La autobiografía de una nación», desde el punto de vista de Benedetto Croce, probablemente el mayor filósofo italiano del siglo XX.

Concretamente, el régimen fascista fue la experiencia de un partido político que condicionó totalmente la sociedad italiana durante 20 años. Y no lo hacía con gracia, sino con violencia verbal y física, llegando a matar a sus rivales políticos.

Cualquier aspecto de la vida estaba controlado por el Partido Nacional Fascista, la única fuerza política admitida, porque los opositores tuvieron que irse al extranjero, voluntariamente o exiliados: la escuela, el mundo del trabajo, los medios de comunicación y hasta el deporte, en todos los ámbitos mandaba el PNF, cuyo jefe supremo, su Duce, era Benito Mussolini.

Exprofesor de italiano en Suiza, exagitador político, experiodista polemista, exsocialista, exanticlerical, ex muchas cosas, el ciudadano más famoso del pueblo de Predappio, cerca de Rímini, fue todo y lo contrario. Encontró un humus cultural favorable para establecer, paso a paso, un gobierno sin voces contrarias y una serie de aduladores a su lado, sobre todo entre la burgesía impresionada y asustada por el crecimiento de los ideales soviéticos y bolcheviques.

Benito Mussolini, en una pose habitual durante sus discursos. (GETTY IMAGES)

¿El objetivo de todo esto? Es complejo afirmarlo. Seguramente el mantenimiento del poder en sí mismo, sin que tuviesen lugar elecciones y unificando la existencia del partido único con la experiencia de la nación. Por esa razón, la dictadura fascista se llama también «totalitarismo».

En general, el PNF quería dar la impresión de que Italia podía ser una fuerza internacional autónoma, como en la era del antiguo Imperio romano. De hecho y aunque a posteriori todo aquello parezca bastante ridículo, se hablaba de «Imperio» y en 1936, con la guerra en Etiopía, se proclamó efectivamente ese estatus

La alianza mortal con el nazismo –cuyo líder, Adolf Hitler, tuvo a Mussolini como ejemplo– llevó a Italia a la catásfrofe y a la Segunda Guerra Mundial, que fue mucho más global que la Primera.

Ganadores timados

Precisamente, para poner un punto inicial a nuestra historia hay que dar un paso atrás, hasta la Primera Guerra Mundial, que sacudió el planeta de forma contundente desde 1914 hasta 1918. Después del conflicto, solo dos de los participantes se convirtieron en una dictadura: Alemania e Italia.

El país germano intentó un experimento interesante a través de la sofisticada República de Weimar, pero entre las compensaciones por los daños bélicos a pagar, la estrategia del Estado francés de cerrar el grifo del Ruhr ocupando el motor económico del Estado alemán y una inflación que transformó, literalmente, los billetes en combustible para chimeneas, la deriva autoritaria hasta el nazismo fue casi inevitable en 1933.

Por contra, Italia no tenía ninguna compensación que pagar. Supuestamente estaba entre los ganadores de la Gran Guerra junto a Inglaterra, el Estado francés y Estados Unidos. El Reino de los Saboya había empezado el conflicto en el otro lado, junto con Austria y Alemania, pero gracias al Acuerdo de Londres de 1915 cambió de bando. El trato, totalmente secreto, era aliarse con Inglaterra y el Estado francés y, en caso de victoria en el conflicto, recibir como recompensa algunos territorios, sobre todo en la costa adriática, incluida la ciudad de Trieste, el puerto más importante de la zona.

El Acuerdo de Londres resultó simplemente un estímulo para llevar a Italia a la pelea, porque, en general, quería ser neutral. Sin embargo, al final de la guerra, en la Conferencia de Versalles que dibujó el nuevo mapa de Europa, tanto el Estado francés como Inglaterra y Estados Unidos –el nuevo actor en la escena europea– se tragaron las promesas en nombre de la «autodeterminación de los pueblos». Italia no solo no recibió nada, sino que sus representantes se fueron de la reunión indignados.

Ganadores, pero «timados». Esta fue la idea que se asentó en la opinión pública: rabia ciega en contra de enemigos oscuros, las «potencias demo-plutocráticas», como las llamara Mussolini, que combatió en la Gran Guerra y resultó herido de forma leve.

La reunión de los aliados de la Primera Guerra Mundial que dio lugar al Tratado de Versalles. (GETTY IMAGES)

D’Annunzio, «Il Vate»

Fue un poeta y escritor quien acuñó la definición más eficaz de la situación italiana después del fracaso de Versalles: «Una victoria mutilada». Gabriele D’Annunzio fue influencer cien años antes de las redes sociales, personaje polifacético y símbolo mismo de aquella época.

Utilizó unos ritos que durante el fascismo se convertirían en normalidad: hablar frente a grandes masas de personas, preferiblemente desde un balcón, contestación verbal y física a las autoridades con frases contundentes («Me ne frego!», es decir, ¡Me la suda!»), una especie de superhombre a lo Nietzsche pero en salsa italiana.

Insaciable amante, esteta, autor de poesías decadentes, obras teatrales y novelas ásperas, era el mejor cultivador de su personaje, hasta autoproclamarse ‘Il Vate’, líder de forma casi divina. Utilizaba las palabras como nadie, y esa «victoria mutilada», como los jóvenes que volvían a casa sin brazos, piernas u ojos, como el mismo D’Annunzio, fue el eslogan más eficaz.

Pero el artista de Pescara nunca fue un verdadero fascista. Pasaba de Mussolini y prefería ser protagonista en primera persona de empresas como la de Fiume, ciudad a día de hoy croata (Rijeka), donde en 1919 la mayoría de los habitantes eran italianos. Era un puerto libre, pero D’Annunzio con unos Arditi, un grupo de osados soldados que habían estado con él en la Gran Guerra, ocupó Fiume, anexionándola al Reino de Italia, naturalmente sin avisar al rey.

Durante un año realizó un experimento de gobierno libertario nunca visto antes, con liberalización de las drogas y de la homosexualidad, actuaciones en realidad muy poco fascistas.

Como una esponja, Mussolini absorbió mucho de la personalidad de D’Annunzio, cuya última residencia, ‘Il Vittoriale’ en Gardone Riviera, donde murió en 1938, es tanto un triunfo del estilo kitsch como una autobiografía de ‘Il Vate’ en piedra y mármol.

No es casualidad, sin embargo, que cuando el régimen fascista colapsó, el 25 julio de 1943, Mussolini y sus colaboradores formasen otro gobierno abiertamente filonazi en la coqueta ciudad de Salò, justo al lado de Gardone Riviera.

Conferencia de Múnich en 1938. De izquierda a derecha, los representantes de Gran Bretaña (Chamberlain), Francia (Daladier), Alemania (Hitler) e Italia (Mussolini y Ciano). (GETTY IMAGES)

Milán, principio y fin

Piazza San Sepolcro, una plazuela en el centro de Milán con su iglesia de estilo románico, es un lugar bastante escondido en la «capital moral de Italia». Desde allí se puede llegar en cinco minutos andando a la Piazza del Duomo, el sitio más conocido de la metrópoli lombarda.

Piazza San Sepolcro y su homónima iglesia son el lugar de partida de la cabalgada hacia el poder del Partido Fascista, que nació en esta plazuela el 23 de marzo de 1919 como «Fasci Italiani di Combattimento».

El lugar original tenía que ser el Teatro dal Verme, no muy lejos de allí, en la Plaza Cairoli, con un aforo máximo para 2.000 personas pero, como no se acercó tanta gente, se cambió el programa a pesar de la masiva propaganda que había hecho el periódico dirigido por Mussolini, ‘Il popolo d’Italia’.

¿Entonces, a dónde ir? A una sala del club de los industriales y comerciantes. Como recuerda el escritor Antonio Scurati en su libro sobre el líder del fascismo ‘M, El Hijo del Siglo’, los escasos cien participantes se encontraron «entre cuatro muros cubiertos de un triste color verde lago».

Mussolini llamó a su grupito «Fasci» (Haces) como el símbolo de la antigua Roma y eran «de combate» porque eran exsoldados, anarco-socialistas y, en general, gente enfadada con el mundo. «Hablaba evocando mitos sin conocerlos, ejerciendo de matrona de la historia». Así describió aquel debut Piero Gobetti, intelectual turinés fundador del Partido Liberal Italiano, condenado a huir del país durante el régimen fascista y a morir exiliado.

Muchísima más gente acudió a Piazzale Loreto, al noreste de Milán, el 29 de abril de 1945. Aquel día los cadáveres de Mussolini, de su última amante, Claretta Petacci, y de sus colaboradores fueron colgados boca abajo. Italia ya estaba libre, escupiendo hacia el cuerpo del hombre que había sido el jefe indiscutible durante 23 años.

La Marcha sobre Roma

Pese a todo, la dictadura habría podido morir en la cuna. El 28 de octubre de 1922 tuvo lugar el golpe de Estado perpetrado por los camisas negras, porque así se vestían los fascistas, como los Arditis: la mitificada ‘Marcha sobre Roma’. Miles de camaradas se juntaron, incluso los líderes del PNF, para ir hacia la capital y reclamar el gobierno del país. El partido había obtenido resultados importantes en las elecciones, pero todavía no era mayoría en el Parlamento.

Mussolini, en Nápoles, esperaba el desarrollo de los acontecimientos, que podía no ser favorable para él porque oficialmente la última palabra la tenía el rey, Víctor Manuel III de Saboya. Cuando el primer ministro, el frágil Luigi Facta, fue a ver al monarca explicándole el riesgo de esa manifestación que estaba fuera de la ley y pidiendo el estado de alarma, el soberano se lo denegó.

¿Tenía miedo Vittorio Emanuele? Quizás fuera así, pero esa decisión no tiene justificaciòn. Tuvo como consecuencia la dimisión de Facta y el nombramiento de Mussolini como nuevo primer ministro.

El hombre de Predappio no fue dictatorial desde el principio y en su primer gabinete participaron también los partidos demócratas. El día de la presentación del nuevo Gobierno en el Parlamento, el Duce pronunció su discurso probablemente mas tétrico y conocido: «Hubiera podido hacer de esta aula sorda y gris un campamento para mis soldados. Hubiera podido destruir con hierros el Parlamento y conformar un gobierno solo de fascistas. Podía, pero no he querido hacerlo, al menos de momento».

Las cartas ya estaban sobre la mesa, pero faltaba el punto de inflexión.

Matteotti y el suicidio de los demócratas

Giacomo Matteotti era un diputado del Partido Socialista, uno de sus líderes. Conocía bien los métodos violentos de los fascistas: palizas y amenazas, asesinatos y torturas con aceite de ricino. Cuando vivía en el Polesine, una zona muy pobre al norte de la región Emilia-Romagna, lo había denunciado sin obtener ningún resultado. Cuando repitió en la Camara de los Diputados sus acusaciones de que en las elecciones de 1924, ganadas de largo por el PNF, los camisas negras habían utilizado abusos y maquillado los resultados, firmó su condena a muerte.

Fue secuestrado y ejecutado el 10 de junio de ese mismo año, pero su cuerpo no fue encontrado hasta agosto. Estaba cantado que el artífice de todo había sido Mussolini; no directamente, pero se daba por seguro que había sido el Duce el que había tenido la idea de darle una durísima paliza.

Como forma de protesta, los partidos democráticos, en vez de aliarse, se retiraron del Parlamento. Los fascistas no esperaban otra cosa: ese «aventino», esa secesión de 123 diputados, fue la excusa perfecta para endurecer las medidas.

Aprovechando la ocasión, el 3 de enero de 1925 Mussolini, atribuyéndose directamente la responsabilidad del caso Matteotti como jefe del Gobierno, invitó al Parlamento, de forma provocadora, a ponerle bajo acusación. Nadie quiso hacerlo y aquel día, según historiadores como Renzo De Felice, máximo experto del fascismo, se puede considerar el inicio de la dictadura.

Obelisco en homenaje a Mussolini que, todaví­a en 2022 y a pesar de las protestas, se mantiene en pie en Roma. (GETTY IMAGES)

MinCulPop

Para que la dictadura pudiese prolongarse sin interrupciones, había que montar la máquina de la propaganda. El Duce tenía que ser perfecto: la luz de su habitación en Roma siempre se quedaba encendida, para mostrar su hiperactividad también de noche. Quizás no estaba allí, pero ¿quien lo podía controlar?

Las censuras y los montajes eran el pan de cada día, sobre todo en los medios de comunicación; en los que no habían sido cerrados, claro está. Las noticias se filtraban a través de un sistema de disposiciones generales sobre la manera de escribir en los periódicos llamadas ‘velinas’. Por ejemplo, estaba prohibido hablar de crímenes de sangre, robos o asesinatos, porque manchaban la imagen de perfección del fascismo.

Hoy en día, en el vocabulario italiano una velina es cualquier noticia publicada sin ninguna intervención del periodista, sino directamente escrita por el poder.

Además, como todavía no había televisión, la radio y el cine ocupaban un rol muy importante. Mussolini tenía que comparecer siempre haciendo algo. Grabarlo no era tan difícil, al Duce le gustaba mucho ser popular y estar entre la gente.

Existía una entidad, el Istituto Luce, que se ocupaba concretamente de realizar estos ‘documentales’. Llamativa y marcial, una voz fuera de campo describía los actos en los que participaba Mussolini, siempre de forma positiva. Ese tono metálico y nasal, con frases cortas y secas, ha sido parodiado en numerosas ocasiones.

Tanto las velinas como el Istituto Luce eran instrumentos del MinCulPop, el Ministerio de la Cultura Popular, técnicamente el que se ocupaba de la maquinaria de propaganda. El primer ministro de la Cultura Popular fue Galeazzo Ciano, marido de Edda Mussolini, la hija del Duce.

«El hombre de la Providencia»

En busca de aliados para mantener su dictadura, Mussolini se dirigió hacia el mundo católico. Hoy en día, todos sabemos que existe el Estado del Vaticano, donde ‘reina’ el Papa. Pero entre 1870 y 1929 la situación fue bastante compleja. Cuando el Reino de Italia conquistó Roma, el Santo Padre no estaba para nada de acuerdo y rompió las relaciones diplomáticas.

Hay que recordar que hasta 1870 existían los Estados de la Iglesia o Estados Pontificios, que integraban un estado totalmente independiente y muy influyente en las cuestiones políticas de toda Europa, donde era la única entidad teocrática. Y este Estado ocupaba, prácticamente, todo el centro de Italia, más o menos desde Roma, en diagonal, hasta Bolonia.

Poco a poco, la extensión del reino del Papa fue disminuyendo hasta quedarse solo con la Ciudad Eterna y sus inmediatos alrededores. En 1870 llegó la anexión al Reino de Italia. A partir de entonces, la situación se atascó en muchos momentos, entre amenazas de excomulgaciones y prohibiciones a los católicos de participar en la vida política italiana.

Hasta que llegó Mussolini, anticlerical convencido pero también maquiavélico; es decir, que iba adaptándose según la dirección de la que soplaba el viento. Así, para reforzar su dictadura, el 11 de febrero 1929 firmó con los representantes del Papa Pío XI «el Concordato», creando el Estado del Vaticano, con sus 44 hectáreas, en el interior de Roma.

Dos días después del pacto, Achille Ratti –el nombre secular del pontífice– se lo agradeció a Mussolini, «el hombre que la Providencia nos hizo encontrar». Misión cumplida.

Una de las estatuas ubicadas en la fachada de la Estación Central de Milán. (GETTY IMAGES)

Arquitectura y cine

Se puede decir que el Vaticano es un fruto diplomático de la dictadura fascista, que dejó por toda Italia otros tipos de restos, sobre todo arquitectónicos.

Hay dos monumentos que destacan: la Estación Central de ferrocarril de Milán y el barrio Eur de Roma. Son los dos ejemplos más famosos de las líneas rectas y de las formas cuadradas típicas de un régimen que no aceptaba ni anarquismos ni circunvoluciones. Todo lo contrario del futurismo, grupo de vanguardia intelectual muy de moda al principio del diglo XX cuyo líder, Filippo Tommaso Marinetti, iba a ser un absoluto hincha fascista.

El experimento mas extremo es la ciudad de Latina: fundada por el fascismo en 1932 con el pomposo nombre de Littoria, otra reminiscencia del Imperio romano, fue creada limpiando de arriba abajo los alrededores de esa zona, ubicada al sur de la provincia de Roma, donde anteriormente dominaban los pantanos y la malaria.

Otro producto que se cruza con el mundo cultural es ‘la ciudad del cine’, más conocida como ‘Cinecittà’, el Hollywood de Roma. ¡Cuántas maravillosas películas se han grabado y producido en estos inmensos estudios y platós!

Pero su función originaria era crear vídeos de propaganda para Mussolini. Como mucho, durante la dictadura, se podían hacer comedias ligeras, cuyo hilo conductor era alguien que utilizaba un teléfono blanco.

Allí, en el mítico Teatro 5 de Cinecittà, Federico Fellini produjo su película mas autobiográfica, en la que hablaba de su juventud durante la era fascista: ‘Amarcord’ (1973).

La Constitución italiana

La ley fundamental del Estado Italiano prohíbe la reorganización, bajo cualquier forma, del «desaparecido Partido Fascista». Pero hecha la ley, hecha la trampa. Es decir, en los últimos 70 años han nacido, muerto o siguen vivos partidos que, a pesar de no ser literalmente fascistas, han ido desarrollando una política de ultraderecha.

El más duradero fue el Movimiento Social Italiano (MSI), cuyo líder, Giorgio Almirante, había sido un fiel discípulo de Mussolini en Saló. Nunca estuvo en un gobierno, pero hubo influencias fascistas en algunos atentados sangrientos ocurridos entre 1969 (Piazza Fontana, Milán) y 1980 (Estación de trenes de Bolonia), como establecieron muchas sentencias judiciales.

El delfín de Almirante, Gianfranco Fini, por contra, llegó al poder en coalición con Silvio Berlusconi y la Liga Norte: fue viceprimer ministro (2001-2006) y presidente de la Cámara de los Diputados (2008-2013). Casi renegó de su pasado en el MSI cuando dijo que «el fascismo fue el mal absoluto», pidiendo perdón a los judíos por las embarazosas Leyes Raciales de 1938.

Como decía el gran periodista Indro Montanelli, en Italia es muy difícil «ir a la derecha sin utilizar la porra». Es decir, no hay partidos moderados y se siguen avivando los sentimientos viscerales de la gente como el racismo, el odio contra el rival y la discriminación.

Desafortunadamente, es el legado que ha dejado el fascismo, que, más que un partido político, fue una manera de comportarse; probablemente, la peor posible.

La tumba de Mussolini en Predappio, la localidad donde nació. (Sergio BOCCARDO/GETTY IMAGES)

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