Impunidad para los malvados

El actual líder de uno de los partidos políticos mayoritarios en España acudió a una misa en honor a quien, tras un golpe de Estado contra un gobierno democrático, provocó una guerra civil e impuso una feroz dictadura.

Por Isabel Ginés y Carlos Gonga

El problema de que en una democracia no se respete la historia ni a las víctimas es más grave de lo que a primer vistazo pueda parecer.

En España tenemos un presidente de la oposición que acude a homenajes franquistas. “Esto no es tan grave”, puede pensar mucha gente, “simplemente estaba yendo a una misa”; pero no estaba asistiendo a una misa común. Aparentemente Casado sintió la llamada de Dios pero quien le estaba llamando realmente era un genocida. Estaba yendo a un lugar donde se reza por el dictador Francisco Franco. Esto es muy grave. Pablo Casado puede ir a las misas que quiera, faltaría más, pero no a una que alaba un régimen asesino y genocida en el que durante 40 años de dictadura solo cupo una parte de España. Si entró sin saberlo, mirando al suelo, ya que era la única manera de no ver la foto de Franco, las banderas anticonstitucionales, las flores… al empezar a rezar por el genocida tenía la obligación como político en democracia que es de levantarse e irse, sin más.

El actual líder de uno de los partidos políticos mayoritarios en España acudió a una misa en honor a quien, tras un golpe de Estado contra un gobierno democrático, provocó una guerra civil e impuso una feroz dictadura, períodos en los que más de 140.000 personas con ideología contraria a la suya fueron asesinadas, siendo muchos de sus cuerpos ocultados a sus familias, que fueron señaladas socialmente como parias, discriminadas y abocadas a la pobreza. Al haberse sabido públicamente que Pablo Casado acudió a rendir homenaje a un personaje de tal calaña se debió exigir su dimisión y él debió haber dimitido por obligación moral.

El hecho de que un líder político estuviese presente en esa ceremonia contraviene los principios democráticos. Reírse con su mera presencia de cientos de miles de españoles y españolas que fueron vejados, torturados, violadas o asesinados, de familias enteras que fueron purgadas por su ideología, no es patriótico; no es digno de una persona como Casado, que utiliza el concepto de patria por bandera. La patria es más que un territorio, es más que fronteras; la patria es las personas que conviven dentro de ellas y, por tanto, defender a un genocida y su régimen asesino en una democracia es antipatriótico.

No tiene cabida en la democracia española gente como Pablo Casado, que defiende, apoya o acude a misas franquistas. Ojo, estamos hablando de un líder político: ¿Qué ejemplo da la persona que encabeza y dirige un movimiento político a sus partidarios, poco más de 5 millones de personas en las últimas elecciones, glorificando al causante de un exterminio ideológico en su propio país? Y, para más inri, de un político que, bien confiando en la ingenuidad de sus conciudadanos a nivel nacional o en su estupidez, declara que no tenía idea de que en esta misa se iba a pedir un rezo por Franco e intenta solventar así su falta moral; justamente en la misa que se oficia el 20 de noviembre de cada año en Granada, en la misma iglesia, en honor al dictador; un sábado, cuando los devotos suelen ir los domingos. En este supuesto, ¿Qué ejemplo da a la sociedad española un líder político nacional que no es capaz de ejercer correctamente su cargo y no sabe dónde se mete? Ambas son retóricas, por descontado. No obstante, a no ser que una aflicción le impidiera levantar la vista a Casado o que tenga una discapacidad visual severa que desconozcamos, es imposible que no se percatara de las flores con el nombre de Franco, de su retrato o de las banderas que adornaban la iglesia, ostentando en su centro el pajarraco.

Alguna gente lo llamará casualidad, nosotros le damos el nombre que le corresponde: causalidad. Es una simple cuestión de causa y efecto: Casado tiene, guste o no, al franquismo en su ADN político, ya que su partido, el Partido Popular, lo fundó gente partidaria del franquismo, entre ella ministros franquistas. Este aspecto no se debería obviar socialmente pero así se hace. Él conoce bien las raíces de las siglas que defiende. Concedámosle el beneficio de la duda, supongamos que quiere llevar a cabo una regeneración política: en ese caso, si tan democrático como dice ser fuese, si ejerciera la política para España, debería preocuparse por todos los habitantes españoles y no defender, homenajear ni rezar por quien no quería a la mitad de España.

No es poca gente quien repite de forma monótona la idea de que somos, quienes señalamos estas aberraciones democráticas, “nostálgicos del pasado”. No lo somos, no añoramos el pasado: somos gente que señala las anomalías democráticas, gente que sí busca la democracia plena para todas y todos, independientemente de su ideología.

El gesto político radica en algo simple: la impunidad. Se usa poco el término, debemos usar más la palabra “impunidad”; la impunidad con la que Pablo Casado decide ir a una misa a rezar por Franco y ser consciente de que nada le pasará, de que no recibirá sanción o castigo alguno por ello; como aquellos que salen a la calle a parar taxis y saben que la policía hace como que no les ve o que les da igual; como quienes salen a la calle con banderas anticonstitucionales sabiendo que nadie les recriminará nada. Esto todavía ocurre a día de hoy en toda España excepto en el País Valencià, donde la Conselleria de Qualitat Democràtica de la Generalitat Valenciana, con la consellera Rosa Pérez al mando, sí les ha multado por exhibir simbología franquista en la vía pública, lo cual debería ser un ejemplo de actuación para el resto de instituciones competentes en España.

Hay impunidad. Hay demasiada impunidad y quienes cometen estos delitos, estas exaltaciones fascistas, lo saben y aprovechan la coyuntura: salen de caza de homosexuales, de menas o de personas a quienes detestan por considerarles diferentes a ellos con una impunidad asombrosa. Tenemos cientos de ejemplos de torturadores, violadores o asesinos que camparon y campan a sus anchas, sin ser juzgados ante un tribunal, porque en este país la justicia es ciega: impunidad para afines a un bando y para la España que repudia a la otra. O así lo parece en sus gestos políticos y sus tácitas palabras.

Esta situación es una consecuencia de la Transición, esa que no fue modélica por muchos idílicos relatos sobre ella que nos quieran vender. Fue una Transición para seguir acallando a las personas señaladas, torturadas, a los familiares de víctimas de la represión franquista, a las maestras y los maestros depurados, a quienes les robaron hijas e hijos recién salidos de sus vientres. Fue una Transición que solo sirvió para conceder impunidad a quien defendió el franquismo y a quien trabajó por y para el régimen asesino y criminal que asoló España. Pretendían hacer caso omiso a la represión, como si ignorándola la gente se olvidara de ella. ¿Cómo vas a olvidar que han matado a tu padre o a tu madre? ¿Cómo vas a olvidar que te han robado a tu hijo, a tu hija o que te han hinchado a hostias en una comisaría?

Quienes idearon la Transición querían ignorar, ocultar y hacer como que nunca hubiera existido la represión. Quisieron cubrir con una alfombra los crímenes del franquismo, roja por la sangre derramada que en ella calaba, y que desfilaran por ella asesinos, torturadores, violadores, cómplices, políticos y magistrados adeptos al franquismo para acceder al espectáculo de la democracia española, que se celebra desde entonces y que concluirá con el fin de la impunidad.

Impunidad para el asesino o el violador que se pasea ahora con su traje y que es un hombre de bien, para que siga su familia siendo rica gracias a lo que él expolió a familias rojas. Impunidad para el líder político que acude a una misa donde se exalta a un dictador genocida y no dimite ni condena el acto. Y no son pocos los que todavía se llenan la boca repitiendo el mantra de “nostálgicos del pasado”: nostalgia ninguna, que el pasado no fue mejor, fue una condena. El pasado fue traición, dolor, añoranza y soledad; la de quienes murieron en el exilio, echando de menos su España.

Aquí se recuerda y se tiene presente el pasado para clamar justicia, la que durante décadas se les negó a las víctimas del franquismo. No hay nostálgicos del pasado. Tal vez los hay de la verdad, de la justicia y de la reparación porque no se puede pasar por alto una violación, un asesinato o un proceso de tortura: se deben condenar y hasta que no haya justicia la gente seguirá saliendo a la calle, contando lo que sucedió y hablando de ello alto y claro. No van a volver a acallarnos, no nos van a parar y no pasarán. Y si a alguien le molesta esto es porque forma parte del problema, como es parte del problema Casado defendiendo un régimen que está en las raíces y en el ADN de su partido: el franquismo. Hay que acabar políticamente con la gente que gobierna defendiendo solo los intereses de una parte de España, la que siente predilección por un dictador golpista. Esta gente no debe estar gobernando un país democrático. Defender públicamente un régimen genocida y dejar impunes a las personas implicadas supone un riesgo social que puede desencadenar la propagación de su ideología.

Si se recuerda el pasado es para reivindicar la justicia que merecen quienes fueron víctimas de la violencia franquista y sus familias, que por ella han luchado. La justicia es necesaria para sanar heridas y sanarlas es una obligación moral del Estado, de todas y todos sus gobernantes. Es una responsabilidad democrática común garantizar el fin de la impunidad para los malvados.

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