Por Daniel Seijo
“Si yo me callo, gritarían las piedras de los pueblos de América Latina que están dispuestos a ser libres de todo colonialismo después de 500 años de coloniaje”
Hugo Chávez
«La democracia es un lujo del norte. Al sur se le permite el espectáculo, que eso no se le niega a nadie. Y a nadie molesta mucho, al fin y al cabo, que la política sea democrática, siempre y cuando la economía no lo sea«
Eduardo Galeano
Me sucede al hablar de los pueblos latinoamericanos que por mucho que me esfuerzo no puedo evitar hacerlo desde la mirada de un hijo y nieto de migrantes gallegos en Venezuela, el continente americano significa para mí, como significa también para muchos otros gallegos, una segunda casa, un respiro para la historia familiar entre la derrota en la Guerra Civil Española y la vuelta al presente, a la vida. Venezuela, Brasil, México, Argentina, Chile, Uruguay…Son tantos los países que ofrecieron a nuestros compatriotas el calor de la democracia y la libertad cuando en su propio país se la negaban, tantos y tantos los nexos entre nuestras culturas y nuestra historia, no en vano, la decisiva participación de los Castro en la revolución cubana o el «Sempre en Galiza» de Castelao -considerada por muchos obra canónica del nacionalismo gallego– no existirían de no ser por la íntima relación cultural y familiar que Galiza y América Latina han mantenido a lo largo de los años.
Ambas orillas de ese gran charco que es el océano compartimos el amargo sabor de la nación que se siente ocupada, la desconfianza política de quienes nunca han esperado regalo alguno del mundo, pero también la rabia y el orgullo de los pueblos que saben defender lo que les pertenece, sus derechos, su tierra. Los emigrantes gallegos también sufrieron durante las dictaduras Chilena o Argentina, derramaron su sangre por una Cuba soberana, al igual que muchos latinoamericanos habían antes derramado la suya para liberar a España del fascismo, todavía hoy, argentinos y españoles pelean juntos hombro con hombro para lograr despojarse de las últimas resistencias fascistas de sus países y de ese modo lograr al fin exhumar y dar digna sepultura a quienes combatiendo esa ideología perecieron.
Cuando en 2009 más de 200 militares asaltaron la residencia presidencial de Honduras para secuestrar al presidente Manuel Zelaya con la intención de ejecutar un golpe de estado, he de admitir que la noticia no le pilló por sorpresa, como tampoco me sorprendería demasiado ocho años después al observar atentamente el descarado fraude electoral de la derecha hondureña y el posterior golpe de estado, instaurado en el país con el típico recurso del ejercito apoyado por las amenazas de los matones particulares del gobierno –que en esta región nunca se deben tomar a broma– contra todo aquel que se atreva a desafiar el que para ellos parecía ser el orden natural de las cosas.
La historia de este olvidado país centroamericano podría ser en sí misma la historia del conjunto de América Latina. Con la llegada al poder de Manuel Zelaya tras las elecciones realizadas en 2005, Honduras centró sus esfuerzos políticos en destinar más recursos para programas sociales, realizar inversiones en el sector salud y educación, aumentar el salario mínimo, mejorar los índices de salud…Las políticas de lo que parecía ser una nueva corriente socialista, que se expandía rápidamente por gran parte del continente, llegaban al país acompañadas de vientos favorables en lo económico y una creciente integración regional plasmada en la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA). El tradicional patio trasero de los Estados Unidos volvía a llenarse de lo que ellos siempre han considerado «basura comunistas amiga de los Castro» y las soluciones adoptadas no iban a ser menos drásticas que las aplicadas por las administraciones norteamericanas en décadas anteriores. Después de todo, una vez el muro ya ha caído parecían pocas las estrategias de defensa contra la nueva ofensiva yankee. El intento por realizar una consulta popular para convocar una Asamblea Nacional Constituyente con la intención de modificar la constitución de 1981, supuso para el conservadurismo hondureño la excusa perfecta para poner en marcha los resortes necesarios para hacerse con el control del poder del país utilizando para ello la fuerza si fuese preciso, algo que terminó sucediendo finalmente en la madrugada del 28 de junio de 2009.
Los disparos de los militares contra su propio pueblo, mientras esperaban el regreso de su presidente, se silenciaron en la esfera internacional centrando los objetivos de todos los mass media en las calles de Venezuela. De nada sirvió el pronunciamiento de los miembros de la OEA (Organización de Estados Americanos) suspendiendo la pertenencia de Honduras a dicho organismo, ni los continuos llamados de partidos y organizaciones de izquierda de medio mundo contra el golpe de estado. Mientras los hondureños derramaban su sangre intentando evitar la consolidación de la dictadura, usted y yo seguramente estuviésemos escuchando las crueldades cometidas por el llamado régimen chavista contra su población o quizás leyendo algún nuevo chascarrillo sobre Chávez y su estrecha relación con «la dictadura de los Castro«. La ocupación Norteamericana en nuestro país, se extiende más allá de un par de bases militares.
Lamentablemente el sentido del voto del pueblo hondureño no pesó tanto para el destino del país como las amistades del conservadurismo político
En España, pese a que inicialmente el presidente Zapatero condena el golpe “enérgicamente” y exige la “inmediata” reposición del presidente Zelaya, pronto se da marcha atrás para terminar reconociendo la legitimidad golpista, evitando de esa forma nuevos conflictos con la administración estadounidense a cuento de un país al que ya solo defendían enérgicamente en la región un par de gobiernos de «corte revolucionario». De ese modo un estado que podría mantener unas relaciones políticas y económicas con Latinoamérica ciertamente privilegiadas, hace ya tiempo que en en sus intereses geopolíticos simplemente se viene comportando como un mero lacayo más del Impero Norteamericano aunque para ello tenga que renunciar a sus propios intereses. Desde Aznar, al ciudadano Juan Carlos, pasando por Felipe González –famoso por sus insistentes consejos durante el periodo especial para implementar la perestroika cubana– hasta Zapatero, todo poder institucional en España sin excepción alguna ha terminado rindiendo pleitesía de una u otra forma al gobierno estadounidense de turno.
El comportamiento del resto de la comunidad internacional, no fue muy distinto. Las posturas acerca del golpe de estado en Honduras que en un principio se dividían entre una comunidad internacional que condenaba el golpe de estado el el país y un gobierno norteamericano que se negaba a hacerlo claramente, terminaron dibujándose a grandes rasgos entre países alineados con el Occidente comandado por Estados Unidos y la OTAN, que o bien ya no condenaban el golpe o directamente lo aceptaban; y los países pertenecientes al bautizado por la administración Bush como «el eje del mal» y sus posibles candidatos a integrarlo, estados estos que en su mayoría reconocían a Manuel Zelaya como único presidente legítimo para Honduras.
Lamentablemente el sentido del voto del pueblo hondureño no pesó tanto para el destino del país como las amistades del conservadurismo político, y entre laxas sanciones y mucho ruido Roberto Micheletti se hizo finalmente con el poder, llegando incluso a negar haberlo alcanzado «bajo la ignominia de un golpe de Estado», sino mediante un «proceso de transición absolutamente legal», refiriéndose por supuesto al secuestro y deportación del presidente Zelaya.
Al golpe de estado le siguió una desaceleración del crecimiento económico del país, el gasto público dejó de ser una prioridad para el nuevo gobierno y los índices de violencia, desigualdad social y corrupción experimentaron un aumento difícilmente de explicar fuera del contexto de un país en estado de shock. El decrecimiento real de la economía en el 2009, producto de la crisis político institucional, fue de aproximadamente el 5,3 por ciento. Dos años después del golpe, más del 100 por ciento de todas las ganancias en el ingreso real serían percibidas por el 10 por ciento más rico de hondureños, la política neoliberal parecía imponerse como gran vencedor del caos político y social.
Durante todo momento Porfirio Lobo Sosa intentó mantenerse ajeno al golpe de estado, simplemente aquello no debía empañar una campaña en la que aspiraba a hacerse con el poder. Su cobardía y paciencia tuvieron recompensa, meses después del golpe de estado, en unas elecciones presentadas ante el mundo como la viva prueba de la vuelta a la normalidad en el país, el conservador Partido Nacional se alzaba con la victoria. La oligarquía hondureña y las multinacionales remataban el último punto de su particular agenda, apropiándose de la pequeña nación centroamericana tras un golpe militar y unas eleciones títere únicamente destinadas a blanquear el golpe de sable. Mientras los asesinatos de activistas medioambientales, la violencia callejera y la desigualdad económica, se convertían en norma en un país acosado por la corrupción, Porfirio Lobo y Juan Orlando Hernández –su sucesor– recreaban en Honduras políticas propias de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, cuando la masiva presencia e influencia en la política latinoamericana de empresas estadounidenses como la United Food (hoy Chiquita) lograron crear una serie de «repúblicas bananeras» totalmente dependientes de las rentas de las empresas americanas, que siempre se mostraron sumisas con los intereses de las mismas.
La sumisión y servidumbre mexicana o colombiana, el intento de golpe de estado en Ecuador, los golpes en Paraguay y Brasil, la guerra económica contra Venezuela o las tensas disputas por el poder en Bolivia y Argentina –este último país hoy gobernado por el neoliberalismo de Macri– presentaban a priori un escenario de claro retroceso de la revolución bolivariana en el continente, a su vez el estado venezolano se encontraba luchando en solitario contra las continuas injerencias extranjeras y una oposición que apostando claramente por la vía violenta, pretendía ganar en las calles de Caracas lo que no lograba en las instituciones. En ese marco los comicios en Honduras apuntaban a un resultado que ya durante los últimos años la represión y la censura se habían encargado de ir asegurando, pero algo falló. El sistema de conteo no pudo ofrecer resultados hasta pasadas más de 10 horas de que se cerrasen las urnas, en su primer reporte, Nasralla, el candidato de la oposición, obtenía una ventaja de 5% frente a la herencia del golpe, en ese preciso momento, el sistema se detuvo misteriosamente. Cuando volvió a funcionar con normalidad, la tendencia se había revertido, con lo que ahora la ventaja favorecía a Juan Orlando Hernandez, el hombre de la derecha.
Las revueltas y con ellas la contundente represión se propagaron por todo el país –En apenas semanas se contaban al menos 14 personas fallecidas y decenas de heridos- ni el golpe de estado previo, ni las amenazas de las armas, ni el silencio cómplice de la comunidad internacional iban a hacer que el pueblo hondureño volviese a tragar con ruedas de molino. La Alianza de Oposición había anunciado su temor a un fraude electoral debido a la excesiva concentración de poderes del Estado y a un censo que misteriosamente había aumentado previamente en casi un millón de nuevos electores, pero las elecciones convocadas por un gobierno corrupto que controlaba gran parte de los resortes del estado, daban sin embargo la victoria a la oposición conformada por el centro y la izquierda. Los planes de la oligarquía hondureña y de la administración Trump, no pasan precisamente por reconocer los resultados.
Las jornadas pacificas contra la usurpación de las elecciones lideradas por el candidato opositor Salvador Nasralla, acompañado por el ex mandatario Zelaya, son la expresión de un pueblo que se hartó de soportar las tácticas caciquiles de las élites del comercio. Las finanzas, la banca y la industria hondureña pretenden con un nuevo pucherazo y el apoyo internacional de Estados Unidos perpetuar en el poder a un candidato favorable a seguir implementando en el país políticas de corte neoliberal en el país, pero la cuerda parece haberse tensado demasiado. La batalla política, económica e ideológica de Honduras supone en realidad la batalla de todo un continente que se resiste a retroceder en el tiempo. Juan Orlando Hernandez encarna para Honduras todo aquello que siempre los ha anclado a un pasado colonial. Pese a sus recientes llamadas al diálogo, amplios sectores políticos y sociales –especialmente el sector izquierdo de la política hondureña– no parecen dispuestos a sentarse a una mesa de negociación para mercadear con la voluntad popular expresada democráticamente en las urnas.
Hoy la única salida para Honduras es la verdad. El camino se dibuja entre una ciudadanía que organizada no piensa abandonar las calles pese a la represión y a los continuos asesinatos políticos. Si nada cambia, la comunidad internacional, los medios generalistas, la mayoría de los partidos políticos españoles, pero también nosotros como sociedad con capacidad para movilizarnos, seremos una vez más cómplices del silencio y de las consecuencias que pueda llegar a tener para la población hondureña.
«Estamos exigiendo que se respete la voluntad del pueblo en las urnas (…) no vamos a dejar de protestar, no vamos a dejar que se quede en el poder el dictador Juan Orlando Hernández«
Manuel Zelaya
¡¡¡¡VENCEREMOS!!!!