Hat-trick

Quien pretende eliminar el carácter público del sistema y alimentar así economía financiera y fondos de pensiones, se sirve habitualmente de la doctrina del miedo y utiliza demasiado a menudo de la tergiversación.

Ricard Bellera

El debate sobre las pensiones es un debate ideológico. Quien pretende eliminar el carácter público del sistema y alimentar así economía financiera y fondos de pensiones, se sirve habitualmente de la doctrina del miedo y utiliza demasiado a menudo de la tergiversación. Esta se significa mediante la simplificación y el reduccionismo argumentativos. El reto es demográfico se nos dice. La explosión generacional de los años sesenta y setenta comporta un envejecimiento de la población que introducirá una enorme tensión en la lógica de un sistema de reparto, en el que los que trabajan pagan, con sus cotizaciones, las pensiones de quienes se han jubilado. A menos cotizantes y más pensionistas, la solución pasaría así por alargar la vida laboral o por reducir las pensiones. Con esta argumentación el Partido Popular impuso de forma unilateral el índice de revalorización y el factor de sostenibilidad. Si el primero permitía recortar paulatinamente el poder adquisitivo de los y las pensionistas, el segundo rompía con el principio de solidaridad entre generaciones, clave de bóveda del sistema, haciendo que las generaciones más jóvenes fueran a cobrar una pensión inferior. La respuesta la tuvo quien promulgó la reforma de 2013 en las calles y en las urnas. De allí que en 2020 se sumaran a las recomendaciones del Pacto de Toledo, a pesar de las evidentes resistencias ideológicas.

Pero volvamos al reduccionismo. En las pensiones, éste se sirve de diversas tretas. La principal es la de distraer de un hecho aparentemente obvio, que cualquier sistema contable depende del equilibrio entre ingresos y gastos. La obsesión en la argumentación de la derecha es la de focalizar exclusivamente en el gasto, cuando es en los ingresos, eso es, en las cotizaciones y por tanto en la cantidad y la calidad del empleo, donde se ha operado el cambio que amenaza la sostenibilidad del sistema, y que conviene revertir. Al centrar la atención en el gasto, a quien se apunta es a los y las pensionistas y a quienes están cerca de cobrar una pensión. Sus intereses, se nos dice, entran en conflicto con los de las personas jóvenes, y así, aplicando a rajatabla el incombustible ‘divide et impera’, se alimenta una confrontación entre generaciones que se añade a la polarización permanente en el ámbito político y territorial. Sin embargo, parece evidente que pesa más lo que comparte una y otra generación, que no es el interés por tener pensiones bajas, sino por garantizar buenos salarios, que permitan una vida digna y aporten cotizaciones elevadas al sistema. Sin embargo, la precarización del empleo de las personas jóvenes, el retraso en su incorporación al trabajo, los bajos salarios y la imposibilidad de emanciparse se marginan del debate, a pesar de comportar dos derivadas importantes: el distanciamiento crítico con el sistema y la imposibilidad de iniciar un proyecto familiar.

Porque la argumentación neoliberal es también reduccionista en el ámbito demográfico. La atención se centra en la mortalidad, que al gusto de unos pocos parece retrasarse en exceso, mientras la fecundidad o su alternativa, la migración, o bien se obvian, o son anatemizadas directamente. Ocurre algo parecido con la perspectiva feminista.

Al margen del recorrido de ingresos que daría el reducir el desempleo en 7,5 puntos para situarnos en la media europea, está también la brecha salarial. Cuando un 50% de la población cobra un 28% menos, parece evidente que si se garantizara la equidad en el acceso al trabajo y al salario, los ingresos por cotización aumentarían en cerca de un 14%. El sistema de pensiones, su suficiencia y su sostenibilidad tienen que ver directamente con la calidad del empleo, y, por eso, la reforma de pensiones tiene que verse acompañada con la derogación de la reforma laboral del Partido Popular. Al margen de la estabilidad que aporta a nuestro estado del bienestar, la calidad del trabajo influye en otros dos aspectos relevantes. Las rentas del trabajo, mucho más que las rentas del capital, alimentan la demanda interna, que, en el marco de la incertidumbre internacional actual, juega un papel significativo a la hora de equilibrar el crecimiento económico, pero actúa además directamente sobre la cohesión social que se ha deteriorado en el marco de las últimas crisis.

Si a mitad de mandato el gobierno de progreso consigue el triplete de revertir las reformas de pensiones y laboral del PP, sacando además adelante los presupuestos, el hat-trick puede ser histórico. Aportará mejoras significativas para las clases trabajadoras y echará atrás la involución socioeconómica ejecutada por el Partido Popular con la connivencia en ese momento del BCE y de la Comisión Europea. Es de aquí de donde pueden venir resistencias importantes. A la laxitud en la negociación con Europa por parte del PSOE y la querencia del ministro Escrivá por recortar el gasto, ampliando el periodo de cómputo para el cálculo de la pensión, habría que sumar el repentino interés europeo por la integridad del diálogo social.

Cuando el Partido Popular impuso sin consenso parlamentario ni diálogo social la reforma laboral y la reforma de pensiones, Europa estuvo ausente. Ahora, cuando después de una larga negociación la patronal se levanta de la mesa, se escuchan voces de que eso puede comportar una revisión a la baja del segundo tramo de los fondos europeos. A pesar de estar suspendido el Pacto de Estabilidad y Crecimiento, parece que hay en la Comisión a quien le puede la voluntad de imponer reformas al margen de los usos y formas democráticas. Una pésima noticia que cuestiona el cambio de tornas en las políticas europeas y nos sugiere que, mal que nos pese, la cabra siempre tira al monte.

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