¿Hacia dónde va la economía española?

Por Joan Ramón Sanchís

La sociedad vive en la actualidad momentos muy difíciles derivados de una crisis económica y financiera que ha provocado también una crisis social y de valores y cuyas consecuencias no acaban de desaparecer. El crecimiento económico se traduce en mayores desigualdades y pobreza, la acumulación de riqueza en manos de unos pocos es cada vez mayor y el empleo es cada vez más precario y no garantiza salarios dignos. Mientras los partidos políticos de izquierdas son incapaces de crear un discurso serio y coherente que lo diferencie con claridad de la derecha, el neoliberalismo sigue avanzando e imponiendo su pensamiento único. Solo una parte de la sociedad civil es capaz de ofrecer alternativas de futuro, aunque de manera dispersa y en muchos casos carente de un planteamiento académico que les dé solidez. Pero, ¿por qué está sucediendo esto?, ¿qué es lo que explica que en una situación de aparente crecimiento económico, los ciudadanos sigan sufriendo los efectos de la crisis? La clave está en el papel de las instituciones públicas. Es el Estado, a través de sus instituciones, el que tiene que garantizar una redistribución justa y equitativa de las rentas. Lo que está sucediendo es que el Estado no está cumpliendo con esta función.

Los economistas Daron Acemoglu, del Massachusetts Institute of Technology, y James A. Robinson, de la Universidad de Harvard, publicaron en 2011 el libro Por qué fracasan los países. Los orígenes del poder, la prosperidad y la pobreza. En su libro utilizan el concepto de las «élites extractivas» para explicar por qué existen países ricos y países pobres, atribuyendo la responsabilidad al papel de las instituciones. Vamos a utilizar este argumento para explicar lo que sucede actualmente en la economía española. Dicho en términos de calle, ¿cómo es posible que si la macroeconomía funciona bien, la microeconomía no se recupere?

Según el enfoque de estos dos economistas, existen dos casos extremos de instituciones: las extractivas y las inclusivas, aunque entre ambos extremos existen puntos intermedios. Las instituciones políticas extractivas se caracterizan por dos elementos principales: 1) el poder político está concentrado en unos pocos, que son los que acumulan la riqueza y la reparten entre los que forman parte de su clan; y 2) existe un Estado fuertemente centralizado que sin embargo no es capaz de proveer los bienes públicos a los ciudadanos. En general, estas instituciones extractivas son propias de países en desarrollo o poco desarrollados, aunque también se puede dar en Estados que forman parte del grupo de países más ricos. En estos Estados «extractivos», las «élites» están formadas por minorías que se apropian de la mayor parte de las rentas que corresponden a la mayoría. Un ejemplo claro de esto es el rescate a la banca que se ha producido en varios países europeos durante la última crisis financiera: las clases populares han tenido que asumir el saneamiento de la banca privada a costa de recortes en sanidad, educación y servicios sociales. Las “élites extractivas” justifican el rescate bancario por el riesgo sistémico (too big to fall) que supone la crisis de un gran banco, socializando las pérdidas de empresas privadas mal gestionadas. Lo mismo se aplicaría para el caso de la crisis de la deuda soberana, donde el pago de intereses a los especuladores internacionales incrementa cada vez más la deuda, lo que lleva a la subida de los impuestos de las rentas medias y a mayores recortes sociales. En definitiva, en las economías extractivas, las “élites privilegiadas” crecen y se enriquecen a costa de la sociedad. En este tipo de sociedades, el crecimiento económico no es estable ni duradero, sino que solo se da a corto plazo fruto de la especulación.

Por el contrario, las instituciones inclusivas favorecen el reparto del poder y de la riqueza entre una mayoría, creando los mecanismos necesarios para la redistribución de las rentas. Esto se consigue mediante la participación activa y directa de los ciudadanos en la vida económica, política y social. Esto garantiza un crecimiento económico estable y duradero, es decir, sostenible. En este tipo de sociedades, las instituciones garantizan los derechos de propiedad, el orden público, la libertad, el buen funcionamiento de los mercados y la igualdad de oportunidades. De esta manera, se potencia la creatividad de los ciudadanos y la innovación de las empresas y se consigue un desarrollo constante a nivel económico y social. En las sociedades inclusivas coexisten la democracia económica y la democracia política, a través de la transparencia y la cooperación, y la sociedad civil mantiene una intervención clave en todo este proceso y su participación es reconocida y valorada positivamente por el Estado. Las sociedades democráticas poseen los principios y valores necesarios para devenir en instituciones inclusivas, aunque no siempre es así. Existen Estados que están basados en democracias de baja calidad, que no garantizan ni la transparencia ni la participación directa y activa de los ciudadanos, por lo que suelen tender a convertirse en instituciones extractivas y no inclusivas. La creación de tramas de corrupción que incluso son amparadas por los poderes judiciales, como sucede en España, favorece la consolidación de sociedades que cada vez se alejan más de lo inclusivo y se aproximan a lo extractivo. También, el mantenimiento de una legislación obsoleta y anacrónica, que garantiza los privilegios de las élites políticas y económicas, contribuye a implantar sociedades extractivas. Se obliga a los ciudadanos a matenerse dentro de unos cauces legales que solo privilegian a unos pocos y someten a la mayoría.

Llegados a este punto cabría preguntarse si el Estado español es un Estado inclusivo o extractivo. Ya se han apuntado algunas cuestiones que lo sitúan en una posición más próxima de un sistema extractivo que inclusivo. Abundemos en datos estadísticos internacionales al respecto. Los indicadores del Eurobarómetro del Parlamento Europeo indican que el 60 % de los españoles están insatisfechos con la democracia, el 90 % desconfía de los partidos políticos y el 95 % considera que la corrupción está generalizada. Para los españoles, según el Eurobarómetro, el desempleo sigue siendo la principal preocupación (66 %), seguido de la situación económica (34 %). El 94 % afirman que la situación del empleo en España es mala y el 89 % señalan lo propio con la situación económica. Según la ONG Transparencia Internacional, España se sitúa en la posición 41 de un total de 176 Estados, con una puntuación de 58 sobre 100, en el Indice de percepción de la corrupción (siendo 100 la ausencia de corrupción). Además, los rankings internacionales de calidad de la democracia colocan a España en posiciones bastante retrasadas; así, Democracy Barometer sitúa a España en la posición 30 de un total de 49 Estados, mostrando una tendencia a empeorar durante los últimos años. Los datos económicos de la Unión Europea muestran también que España es uno de los países en los que durante la crisis económica más ha aumentado la desigualdad y más se ha deteriorado el empleo y donde las diferencias de género siguen siendo más altas. Es el segundo país de la UE con mayores tasas de desempleo por detrás de Grecia y también ocupa la segunda posición en desigualdades económicas tras Rumanía. En desigualdad de género, España ocupa el puesto 29 a nivel mundial con una tasa de 0,738 sobre 1 y su tendencia es a empeorar, según el Informe anual del Foro Económico Mundial. Todos estos datos muestran claramente que la percepción de la calidad de la democracia y de la situación económica de España es mala y se ha ido deteriorando durante los últimos años.

Existe un sistema de financiación autonómica centralizado e injusto, donde las responsabilidades de gastos están transferidas a las Comunidades Autónomas pero la recaudación y gestión de los ingresos está centralizada, de manera que se expolia a unos territorios en favor de otros (justificado por un principio de solidaridad mal entendido) con situaciones tan desproporcionadas como que una comunidad, la valenciana, sea dadora de fondos cuando su nivel de renta per cápita es inferior a la media nacional (es decir, se trata de una comunidad pobre que está ayudando a financiar a otras comunidades más ricas que ella).

(…)El Estado de las autonomías no es más que una mínima concesión que dichas élites aceptaron durante la etapa de la transición española, pues se descentralizaron los gastos pero no los ingresos.

Por otra parte, si se analiza el poder que ejercen sobre la economía y la política determinados grupos empresariales y económicos, se puede observar también elementos claros propios de instituciones extractivas. Las instituciones económicas extractivas lo que hacen es extraer ingresos y bienestar desde sectores mayoritarios de la sociedad hacia sectores específicos y minoritarios, de manera que estos últimos consiguen consolidar sus posiciones de poder político y económico. Este tipo de economías pueden generar cierto grado de crecimiento económico (como está sucediendo en España durante estos 3 últimos años con tasas del PIB próximas al 3%), pero dicho crecimiento no será sostenible. Algunos indicadores que evidencian esta situación en España son los siguientes: 1) el poder económico y político de la gran banca se traduce en un sector económico fuertemente concentrado (con tendencia al oligopolio), capaz de imponer condiciones de política económica favorables como: no pagar el impuesto sobre sociedades (los famosos créditos fiscales), absorber la cuota de mercado de las cajas de ahorro tras su derrumbe (por su politización y carencia de control y supervisión) y posterior saneamiento y transformación en bancos privados, mantener un secreto bancario que les permite trabajar en paraísos fiscales, evadir capitales, favorecer el fraude fiscal de las grandes fortunas y blanquear dinero negro y colocar productos financieros a sus clientes de carácter engañoso e incluso fraudulento (participaciones preferentes, clausulas suelo, hipotecas multidivisa…); 2) las grandes empresas y multinacionales poseen mecanismos a través de los cuales apenas pagan impuestos y disponen de una regulación laboral que les permite despedir trabajadores con gran facilidad a través de Expedientes de Regulación de Empleo (EREs) que rozan la legalidad, como en el caso de Coca-Cola España, que a pesar de ser declarado nulo su ERE por la Audiencia Nacional y el Tribunal Supremo, siguen sin cumplir la obligación legal de readmitir a los trabajadores despedidos; 3) las empresas de la energía mantienen un sistema de tarifas eléctricas desproporcionado y fuera del mercado libre, así como el privilegio de un déficit tarifario (reconocimiento administrativo por parte del Estado de una deuda contraída con las eléctricas por la diferencia entre los ingresos percibidos de los consumidores y el coste de suministro) que asciende ya a más de 30 mil millones de euros; y 4) las empresas concesionarias de autopistas (cuya deuda asciende en torno a 2700 millones de euros) y empresas constructoras que consiguen contratos públicos con riesgo cero en caso de quiebra y clausulas especialmente favorables sin apenas compromisos. Se trata de algunos ejemplos que muestran claramente la composición de las «élites extractivas» de la economía española. Se podría hablar también de la existencia de un sistema de financiación autonómica centralizado e injusto, donde las responsabilidades de gastos están transferidas a las Comunidades Autónomas pero la recaudación y gestión de los ingresos está centralizada, de manera que se expolia a unos territorios en favor de otros (justificado por un principio de solidaridad mal entendido) con situaciones tan desproporcionadas como que una comunidad, la valenciana, sea dadora de fondos cuando su nivel de renta per cápita es inferior a la media nacional (es decir, se trata de una comunidad pobre que está ayudando a financiar a otras comunidades más ricas que ella).

¿Por qué las políticas en España conducen a instituciones económicas extractivas y no inclusivas como sí sucede, por ejemplo, en los países del norte de Europa? Los factores son múltiples y diversos, aunque todos conducen a un elemento clave: un Estado fuertemente centralizado, en el que el dominio del poder político y económico se concentra en unas «élites jerárquicas» determinadas. El Estado de las autonomías no es más que una mínima concesión que dichas élites aceptaron durante la etapa de la transición española, pues se descentralizaron los gastos pero no los ingresos; la distribución de los ingresos está controlada por dichas élites, que priman los intereses particulares de unos pocos sobre el interés general y sobre la mayoría. Dicho sea de paso, incumpliendo la Constitución de la que tanto alardean cuando les interesa. El sistema económico español es un sistema de libre mercado más aparente que real, pues en su mayor parte está en manos de grandes empresas que imponen sus condiciones, como ya hemos explicado con ejemplos anteriormente. La vinculación entre poderes políticos y grandes empresas es más que evidente, de manera que existe una trama fuertemente conectada que favorece la corrupción y el amiguismo (capitalismo de amiguetes). En este contexto, es difícil crear un ambiente favorable a la creatividad, la innovación y la cooperación, características propias de las sociedades inclusivas, pues las élites se resisten a ello. Recuérdese, por ejemplo, las políticas de apoyo a las energías renovables, que fueron frustradas por la imposición de una tasa económica (el conocido impuesto al sol) por parte del Gobierno del PP; o la iniciativa popular llevada a cabo por la Plataforma de Afectados por la Hipoteca PAH para resolver los problemas sociales que los impagos de hipotecas producen en España y que también fue bloqueada por el Parlamento español. Los poderes políticos, en las sociedades extractivas, están al servicio de los grandes poderes económicos, de manera que los primeros aseguran una legislación que favorece a los segundos en detrimento de la sociedad y que se obstinan en hacer cumplir aunque vaya en contra de los intereses generales y de los ciudadanos. Se crea así un círculo vicioso muy difícil de romper, que condena a una sociedad a mantenerse dentro de una estructura institucional extractiva, de manera que la economía está formada por un sistema productivo caracterizado por la especulación, la baja calidad del empleo y empresas de escaso valor añadido; es decir, una economía sin futuro, insostenible.

¿Qué se puede hacer frente a esto? El papel de la sociedad civil es clave. Ya lo vimos durante los primeros años de la crisis económica con el surgimiento del Movimiento 15M, que desgraciadamente no ha tenido continuidad más allá de la creación de un nuevo partido político, Podemos, que de momento sigue sin tener posibilidades de gobierno a nivel central. Cuando las instituciones no responden a las necesidades sociales y los mercados se empeñan en beneficiar a las «élites extractivas», ha de ser la sociedad civil la que asuma la responsabilidad del cambio y la transformación. En ocasiones, la democracia participativa y directa y la cooperación nacen de la sociedad civil, que acaba arrastrando a las instituciones. Una sociedad civil organizada a través de estructuras fuertemente democráticas y participativas puede romper el círculo vicioso. Los ciudadanos, con sus manifestaciones pacíficas y propuestas organizadas, ayudadas por el uso de las redes sociales, pueden acabar con las tramas de conexión entre el poder político y el poder económico. Existe toda una serie de iniciativas de economía participativa y colaborativa, como las cooperativas integrales, las finanzas éticas y solidarias, los grupos de consumo, etc., que pueden ayudar a iniciar el camino hacia un sistema económico inclusivo. No será nada fácil, pues los poderes políticos se resisten a ello imponiendo sus leyes, aunque sean leyes obsoletas y anacrónicas, para seguir defendiendo los intereses particulares de las élites económicas; pero ese es el único camino posible hacia la inclusión y la sostenibilidad.

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