Hablando sobre deportados españoles a campos nazis (XXVII)

Desde cada campo de concentración donde hubo españoles, una vez que Francia había convenido en aceptarlos en su territorio, fueron enviados en trenes hacia París, la capital.

Por Pepe Sedano | 2/01/2024

XXVII.- Y VOLVIERON A CASA… ¿TODOS?

La II Guerra Mundial, que había acabado en Europa a primeros de mayo de 1945, aceleraba el fin al otro lado del mundo. Las tropas aliadas luchaban contra el ejército japonés reconquistando isla tras isla. Desde la batalla de Midway las tropas norteamericanas y las de sus aliados no pararon de acercarse hacia Japón. Costó miles de víctimas, por parte y parte. Si repasamos escenarios de guerra sería imposible no sacar a colación escenarios como Saipán, Guadalcanal, Mar del Coral, Guam, Iwo Jima y la conquista del Suribachi, Okinawa y… cómo no citar Hiroshima y Nagasaki. Una a una, las islas y parte del territorio continental, fueron reconquistadas. Fue tras el bombardeo de esas dos ciudades japonesas que hemos citado cuando Hiro Hito, emperador de Japón, aceptó la rendición. A bordo del acorazado USS Missouri, que estaba fondeado en la bahía de Tokio, formada la tripulación, estando representadas las potencias ganadoras, frente al general Mac Arthur –máximo representante de EE. UU. Comandante Supremo de todas las fuerzas que habían participado en las operaciones del Pacífico-, el ministro de exteriores japonés Mamoru Shigemitsu firma el Acta de Rendición de Japón, mientras el general Richard K. Sutherland observa.

Eran las primeras horas de la mañana del día 2 de septiembre de 1945. Después firmarían el Acta de Capitulación el resto de las personalidades que representaban, como hemos dicho, a los distintos países que habían participado en la II Guerra Mundial en aquella parte del mundo en el orden que sigue: Almirante de Flota Chester Nimitz por Estados Unidos. General Hsu Yung Ch’ang por China. Almirante Sir Bruce Fraser, por el Reino Unido. Teniente General Kuzma Derevyanko, por la Unión Soviética. General Sir Thomas Blamey, por Australia. Coronel Lawrence Moore Cosgrave, por Canadá. General del Ejército Philippe Leclerc de Hautecloque, por Francia. ​Teniente Almirante C.E.L. Helfrich, por los Países Bajos y Vice Mariscal del aire Leonard M. Isitt por Nueva Zelanda.

A partir de aquel momento todos los soldados que habían participado en aquella guerra comenzaron a volver a casa. Unos ya lo habían hecho antes que otros. Desgraciadamente llegaron miles de féretros envueltos en sus correspondientes banderas y entregados a sus familiares para que les lloraran y vivieran con sus recuerdos. Unos llegaron heridos, otros lisiados, para alguno de ellos la guerra les acompañaría durante toda su vida pues se les había metido tan dentro de su mente que era imposible sacarla. Más de uno no pudo soportar tener en su mente el fragor de la batalla, o ver cómo su compañero había muerto destrozado a su lado en una trinchera o a bordo de algún barco de guerra cañoneado o hundido por un kamikaze nipón. La vida les estaba esperando, sus familiares, sus amigos, sus novias, sus esposas…En Europa, a primeros de mayo de ese año, había pasado otro tanto. Una vez que finalizaron los procesos contra los responsables nazis que tenían que dar cuenta a la Justicia por sus crímenes de guerra o por otras circunstancias relacionadas con el desarrollo de la guerra mundial, los soldados también colgaron sus fusiles y se fueron a casa, los que pudieron hacerlo. Otros, como había pasado en el Pacífico, habían quedado en Centroeuropa, en las estepas rusas, en las aguas de Normandía, o de Sicilia, o en el norte de África… en tantos sitios. Ellos no pudieron regresar a casa. Los que sí lo hicieron también llegaron tocados unos, otros no tanto y alguno que otro con los “demonios” de la guerra en su cabeza. El teatro de operaciones había sido distinto pero la “pieza a representar” era la misma: fuego y muerte, tu vida o la mía. Eso es la guerra y cualquier medio puede valer para sobrevivir. Todo esto fue en el caso de los soldados, los que participaron bajo un uniforme representando cada uno a su país. Pero… y los que no tenían uniforme…

Queridos lectores de la Sección Voces de la revista, on line, NR (Nueva Revolución), me estoy refiriendo a los deportados de tantos países en tantos campos de concentración como se levantaron durante la II Guerra Mundial siguiendo instrucciones del gobierno nazi del Tercer Reich. Conforme fueron abriéndose las puertas de los diferentes campos –lo hemos visto en capítulos anteriores-, los libertadores se enfrentaron al horror que se había cometido tras los muros de cada uno de ellos. Los supervivientes, después de mucho tiempo de vivir lo que era el día a día dentro de aquellas paredes habían asimilado, de tal forma, lo que era el hedor fétido que reinaba en aquellos antros de dolor y muerte, que para ellos era inadvertido, como si no oliese mal. La pestilencia de los cadáveres en descomposición o a carne quemada, estaba tan cerca que ya era habitual para ellos, ni le prestaban atención, como si no estuviera a su lado. Para los soldados que abrieron las puertas fue una bofetada hedionda e infecta el comprobar el lamentable estado en que se encontraban los que habían sobrevivido a aquel Infierno. Ahora tocaba atender a estos. Los muertos podían esperar un poco más para ser enterrados.

Cada país –como vimos en capítulos anteriores- recogió a sus nacionales, todos con una única excepción: España. Como sabemos, se le atribuye al Ministro de Asuntos Exteriores Serrano Suñer aquella frase que decía que: “Fuera de España no hay españoles”. En ese sentido solo los españoles quedaron en los campos que fueron evacuados cuando les llegó la hora de ser liberados, puesto que no iban a ser bien recibidos en su país natal, más teniendo en cuenta que se les había tenido como apátridas en Mauthausen –fueron triángulos azules-, y prisioneros políticos en el resto de campos donde fueron a parar –en esos fueron triángulos rojos-. Fue nuestro vecino país, Francia, quienes ante la presión internacional, accedió a que los españoles -que habían sobrevivido en los diferentes campos donde estuvieron prisioneros-, regresaran a territorio galo pero –eso sí-, sin concederles la nacionalidad francesa. Se les concedería un salvoconducto por el que podrían desplazarse por todo el territorio nacional, se les daría –igualmente- un lugar donde poder vivir bajo techo y, asimismo, un trabajo por medio del cual poder subsistir en un medio que no es el tuyo, que no conoces a nadie y en el que se tuvieron que ganar a sus vecinos, día a día, con su trabajo y su buen hacer.

Al fin y al cabo rehicieron sus vidas lejos de su lugar de nacimiento, lejos de su patria, alejados de amigos y familiares más cercanos. Allí se enamoraron, se casaron, tuvieron hijos que les hicieron mayores. Ninguno quiso regresar a España mientras estuviera regida por el dictador, por el general Franco. Alguno entró –pese al riesgo que suponía si le reconocían y le delataban a las autoridades- pero fue durante muy poco tiempo. Otros esperaron a que muriera éste y… entonces sí que vinieron a ver a sus familiares, incluso algunos –los menos-, se instalaron a vivir en España. La mayoría de ellos volvieron a Francia, al pueblo o la ciudad que los había acogido cuando no los quisieron en España. Allí habían rehecho sus vidas, allí lo tenían todo: casa, familia, trabajo, pensión… Allí fueron muriendo también cuando les fue llegando la hora a todos y cada uno de ellos.

No hace mucho tiempo –en el momento de redactar estos renglones-, nos había dejado el último de los españoles que había sobrevivido a uno de los campos de concentración nazis. Con él se iba un testimonio de primera mano pero, como otros, también nos había dejado su legado, su evidencia, su prueba de que él era uno de esos miles de republicanos españoles que un día tuvieron que atravesar una frontera en busca de refugio porque huían del fascismo pero, al poco tiempo, volvieron a encontrárselo de frente otra vez. Era el mismo “perro” pero con diferente collar. Ese “perro” devoró a miles, otros tantos –muy pocos-, pudieron volver y contárnoslo-. Ya no están pero su testimonio y legado lo hemos cogido unos pocos y poco a poco lo estamos dando a conocer a aquellos que aún no tenían ni idea de lo que habían pasado, años atrás, cuando una vez hubo una guerra en España y cerca de 500.000 españoles –hombres y mujeres- tuvieron que huir de su país.

Desde cada campo de concentración donde hubo españoles, una vez que Francia había convenido en aceptarlos en su territorio, fueron enviados en trenes hacia París, la capital. El general De Gaulle había decidido que el mejor lugar donde recibir a esos miles de ex deportados españoles, y de otras nacionalidades, fuese el Hotel Lutetia –así es como se denominó esta ciudad bajo el imperio romano-. Este hotel que algunos lo comparan con un gran trasatlántico blanco se ubica en el Boulevard Raspail, en la margen izquierda de París. En el mismo hay una placa colocada en lugar visible, donde se pueda leer bien, con una inscripción en la que se puede leer lo que sigue: De abril a agosto de 1945, este hotel, que se había convertido en un centro de recepción, recibió la mayor parte de los supervivientes de los campos de concentración nazis, contentos de haber recuperado su libertad y la de sus seres queridos. Su alegría no puede borrar la angustia y el dolor de las familias de los miles de desaparecidos que esperaron en vano por los suyos en este lugar”.

Los alemanes habían llegado a París el 14 de junio. Durante los siguientes cuatro años, que fue lo que duró la ocupación nazi de Paría, el “Lutetia” fue requisado por las fuerzas de ocupación –aunque, desde luego, no sería éste el único hotel que fue requisado por los nazis en París-. Se convirtió en la sede del Abwehr, el servicio de contrainteligencia alemán. Sabemos que durante los días 19 al 25 de agosto de 1944 tuvo lugar en las calles de París una guerrilla urbana para liberar la ciudad. Diversos grupos englobados dentro de la Resistencia Francesa, tal como le habían dicho el Servicio de Información aliado, debían de realizar esa revuelta urbana para que entraran las tropas del ejército aliado y liberaran la ciudad que bajo el mando del general Dietrich von Choltitz, que era el gobernador militar alemán de París durante los últimos días del dominio nazi en la capital; esta revuelta se llevó a cabo y, efectivamente, las tropas de la 9ª Compañía de uno de los Regimientos de la 2ª División Blindada que estaba a su mando, fueron los primeros en desfilar por el Arco del Triunfo parisino, antes de que lo hubieran hecho –lo estaban deseando-, bien el general Patton, bien el mariscal Montgomery. Lo que los parisinos no sabían, ni podían imaginarse es que –salvo excepciones-, todos los semiorugas –o halftrack-, estaban tripulados por republicanos españoles que decidieron enrolarse o en los Batallones de Marcha o en la Legión Extranjera –como hemos visto en los primeros capítulos- y habían participado en varios frentes a lo largo de esta II Guerra Mundial. Los nombres con los que habían “bautizado” estos vehículos orugas lo decían todo: “Guernica”, “Guadalajara”, “España cañí”, “Don Quixotte”, “Madrid”, “Jarama”, “Ebro”, “Teruel”, “Belchite”, “Brunete”…el capitán Raymond Dronne, francés, era quien les mandaba.


Para la redacción de este artículo han servido de base, las siguientes páginas webs:

https://www.muyinteresante.es/historia/32226.html#:~:text=El%202%20de%20septiembre%20de,a%20la%20Segunda%20Guerra%20Mundial.

https://www.abc.es/historia/abci-detalles-desconocidos-firma-puso-iigm-hace-75-anos-dios-preserve-202009012306_noticia.html

https://www.annefrank.org/es/timeline/72/los-estados-unidos-lanzan-bombas-atomicas-sobre-japon/#:~:text=El%2015%20de%20agosto%20de,2%20de%20septiembre%20de%201945.

https://www.milenio.com/estilo/hotel-lutetia-un-pedazo-de-historia-parisina

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