Hablando sobre deportados españoles a campos nazis (XXIV)

Los cadáveres famélicos de hombres y mujeres fueron apareciendo en cada campo liberado; los hornos crematorios, aun calientes, mostraron al mundo para qué habían sido instalados en el interior de esos campos.

Por Pepe Sedano | 15/11/2023

XXIV.- Y LLEGÓ EL MOMENTO DEL AJUSTE DE CUENTAS

Comenzamos un nuevo episodio para NR siguiendo con el hilo de los anteriores. Europa está cerrando el gran capítulo de su segunda gran guerra –aunque no del todo-. Los aliados han avanzado por el este y oeste y se han plantado ante las mismas puertas de Berlín, la capital del Reich. Conforme han ido avanzando, han ido abriendo las puertas de las decenas y decenas de campos de concentración que levantaron los nazis a lo largo y ancho de Centroeuropa y de Alemania misma. Allí se descubrieron los crímenes que se habían cometido en el interior de cada uno de ellos, por pequeños que fuesen, para llevar a cabo, por un lado la “Solución final”, o lo que es lo mismo: el exterminio de todos los judíos de Europa. Por otro, aprovechar hasta el último aliento de los prisioneros que fueron haciendo conforme invadían países, cuando ganaban batallas. Todos ellos fueron utilizados y explotados hasta sus últimas consecuencias. Nunca podremos saber la cifra exacta de los que fueron asesinados dentro de esos antros de ignominia porque ya se encargaron los secuaces de las SS en hacer destruir aquella documentación que pudiera incriminarles en algún momento. En algunos casos lo consiguieron –como fue el caso del campo de concentración de Treblinka, no existe documentación alguna-, en otros no. Vamos a ver qué pasó al abrirse esas puertas de las que hablamos.

Lo primero fue una alegría inmensa, incontenible, de todos los que –de alguna manera-, habían sobrevivido al horror diario, a las penalidades cotidianas, al miedo durante veinticuatro horas, una tras otra. Por otro lado una pena indecible, un dolor insuperable, una tristeza infinita por todos los que no habían podido disfrutar de ese día. Los cadáveres famélicos de hombres y mujeres fueron apareciendo en cada campo liberado; los hornos crematorios, aun calientes, mostraron al mundo para qué habían sido instalados en el interior de esos campos. A algunos no les había dado tiempo de consumirlos completamente y aún podían ser vistos los restos óseos de lo que antes había sido un ser vivo.

Dwight D. Eisenhower, que más tarde llegaría a ser el Presidente número 34 de los Estados Unidos, era el comandante en jefe de los Ejércitos Aliados en Europa. Cuando liberaron el campo de Buchenwald, próximo a la ciudad de Weimar, ordenó que todos los autobuses disponibles en dicha ciudad fuesen puestos a disposición de la población. Ésta fue obligada a subir a ellos y se dirigieron hacia el campo. Todos tuvieron que ver lo que se habían encontrado cuando lo liberaron. Los cuerpos yacían descomponiéndose en grandes montones de cuerpos desnutridos en los que solo había hueso y pellejo, algunos en el interior de los barracones, otros en algún lugar del campo amontonados. En vagones de tren que aún permanecían en el interior de aquel lugar. Vieron cómo los bulldozer abrían enormes zanjas para que fuesen arrojados a su interior –como grandes fosas comunes-, todos aquellos que no habían podido sobrevivir a ese infierno. Los propios soldados alemanes se encargaron de completar esas zanjas y la población civil fue testigo, en primera persona, de lo que los soldados estadounidenses descubrieron al abrir sus puertas.

Pero al daño que había hecho el sistema concentracionario nazi a los pocos que habían tenido la suerte de sobrevivir y, por ende, a sus familias, venían a sumarse ahora otros traumas. En la propia Alemania podían ser las persecuciones y asesinatos que se cometieron en masa durante el transcurso de esta Segunda Guerra Mundial. Sabemos que fueron millones de judíos los que en gran parte sufrieron el odio y la xenofobia y, por ello, intentaron extinguir su raza aunque no lo consiguieron. Pero no solo fue este colectivo. Lo fueron, igualmente, otros grupos minoritarios como por ejemplo los gitanos (romaníes), los comunistas, los Testigos de Jehová, homosexuales. Toda esta persecución generó -tanto en las víctimas como en sus descendientes-, un daño indescriptible. A su vez, la población alemana se enfrentó a una historia criminal sin precedentes, cuyas repercusiones también han sido transgeneracionales. Los actos de la generación de los perpetradores, así como el rechazo de la culpa y la responsabilidad, y la negación y el olvido, marcaron la vida de individuos y familias al igual que la memoria colectiva de la sociedad alemana occidental de la posguerra”.

La propia población alemana y de otros países ocupados afines al Tercer Reich que vivían próximos a cualquiera de los campos de concentración nazis erigidos a lo largo y ancho de Centroeuropa han dicho, hasta la saciedad, que no sabían qué es lo que pasaba al otro lado de los muros de cada uno. No sabían qué transportaban esos convoyes que llegaban a la estación y que al poco tiempo desfilaban por las calles de la ciudad, dirección al campo ¿Es que no veían a esas miles de personas, con sus maletas, dirigirse al campo? ¿Los veían salir más tarde? ¿No olían, durante las veinticuatro horas del día, ese pestilente olor a carne quemada que salía por las bocas de las chimeneas de los hornos crematorios? Sobre este particular Daniel J. Goldhagen escribió un libro que se titula “Los verdugos voluntarios de Hitler. Los alemanes corrientes y el Holocausto”. En él explica este escritor norteamericano cómo la propia población alemana se convirtió en verdugo de todos los crímenes que se cometieron bajo la hégira nazi ¿Cómo? Silenciando todo lo que veían y vieron más que suficiente en aquellos momentos.

Pero no solamente había sido la población normal y corriente, la gente de la calle, la que todos los días hacía su vida diaria normal completamente ajena –eso es lo que parecía-, a lo que a unos pocos de kilómetros de su vivienda se estaba desarrollando. Una violación detrás de otra de todos y cada uno de los derechos humanos de los miles de prisioneros que llegaban, a diario, a cualquiera de esos campos de muerte. Lo había sido también todo el sistema jurídico alemán que se había puesto del lado del régimen nazi –salvo raras excepciones que, como en todos los lados, siempre las hay-; todos los jueces –unos convencidos, otros no tanto pero por tal de sobrevivir callaron y dictaron sentencias que sabían que no eran justas con todas las consecuencias que llevaba cada una de las mismas tras sí-, se pusieron al lado del sistema y enviaron conscientemente a miles de detenidos a un paredón, a la horca e, incluso, a la guillotina como la padecieron los Testigos de Jehová en los primeros años de gobierno de Adolf Hitler –y en los posteriores-, como fue el caso de uno de los hermanos de Magdalena Kutsserova, una alemana –como toda su familia-, que fue deportada al campo de mujeres de Ravensbrück, al que después llegaron su madre y otra de sus hermanas. Tuvieron que hacer una “marcha de la muerte”, junto con otras prisioneras del campo, hacia otro campo más seguro y pudieron contarlo. Su hermano se había negado a hacer el servicio militar y a hacer el saludo a Hitler, el famoso: “Sieg heil!” (Se podría traducir por Viva! Salve!) Esto me lo contó ella misma en Almería capital, en el año 1995, con motivo de una exposición sobre los Testigos de Jehová itinerante que se exhibió en la capital de la provincia y en la que también hubo una mesa redonda en la que participé invitado por este colectivo –la invitación llegó desde Madrid-.

Las puertas se habían abierto, a los sobrevivientes se les atendió hasta su pleno restablecimiento –algunos no lo lograron-. Decía un paisano mío que sobrevivió a Dachau que los americanos les dieron una pastilla que tenía “¡¡…un gusto a pollo!!” (Su historia en mi libro “Deportado a Dachau… y sobrevivió”; además formó parte del famoso convoy “El tren fantasma” que lo llevaba a Dachau sin él saberlo). Con la liberación llegó la repatriación hacia sus respectivos países. Todos menos España porque alguien en el Ministerio de Asuntos Exteriores había dicho que “… fuera de España no hay españoles” –hay quien dice que estas palabras las pronunció Franco-,

Fuera quien fuera quien las pronunció, el hecho es que los españoles no pudieron regresar a su país. Los españoles en Mauthausen eran apátridas, los de otros campos no tuvieron esa denominación pero… tampoco regresaron a España. Fue Francia quien los acogió. No les dio pasaporte francés, pero sí un salva conducto para poder desplazarse por el territorio galo, se les dio un hogar y trabajo. Solo cuando el dictador murió algunos regresaron y se establecieron. Otros lo hicieron pero regresaron a Francia puesto que allí tenían su otra familia, la que formaron una vez salieron de esos campos del horror y allí fueron muriendo conforme les fue llegando su hora a cada uno. En los momentos de redactar estos renglones, seguramente inconexos, creo que ya han fallecido todos.

Pero… ¿Qué fue de los responsables, tanto de los altos gerifaltes del régimen nazi, es decir, del Tercer Reich, como de los comandantes y otras graduaciones que gobernaron todos y cada uno de los campos de concentración donde se cometieron atroces asesinatos, un enorme genocidio, un inmenso holocausto humano? Había, pues, que constituir un Tribunal en el que estuvieran representadas las potencias ganadoras de este II Guerra Mundial: EE. UU., Rusia, Reino Unido y Francia. Pensaron que la ciudad de Nüremberg, aunque bombardeada como el resto del país, todavía conservaba aún edificios que se podían utilizar no solo para este fin sino, además, para darle albergue a todos los juristas, fiscales, acusados, abogados defensores, testigos y, sobre todo, a la prensa internacional que se desplazaría para seguir, día tras día, todo el desarrollo del enjuiciamiento de los principales responsables del Tercer Reich y de todos sus acólitos. Entre los acusados se encuentran Hermann Goering (sucesor designado de Hitler), Rudolf Hess (segundo líder del partido nazi), Joachim von Ribbentrop (ministro de asuntos exteriores), Wilhelm Keitel (jefe de las fuerzas armadas), Wilhelm Frick (ministro del interior), Ernst Kaltenbrunner (jefe de las fuerzas de seguridad), Hans Frank (gobernador general de la Polonia ocupada), Konstantin von Neurath (gobernador de Bohemia y Moravia), Erich Raeder (jefe de la marina), Karl Doenitz (sucesor de Raeder), Alfred Jodl (comando de las fuerzas armadas), Alfred Rosenberg (ministro de los territorios orientales ocupados), Baldur von Schirach (jefe de la Juventud Hitleriana), Julius Streicher (editor antisemita radical nazi), Fritz Sauckel (jefe de asignación de trabajo forzado), Albert Speer (ministro de armamentos) y Arthur Seyss-Inquart (comisionado de los Países Bajos ocupados). Martin Bormann (asistente de Hitler) será juzgado en ausencia”. El momento del ajuste de cuentas iba a llegar en ese Tribunal. El instrumento por el que se tipificaba el estatus del Tribunal, las funciones que tendría, así como los principios por los que se regiría y los procedimientos de este juicio se fijaron el 8 de agosto de 1945 en La Carta de Londres. “Hasta entonces, los crímenes contra la Humanidad ni el delito de genocidio estaban tipificados. Núremberg solo puede aceptarse como excepción, no como norma y mucho menos como jurisprudencia”.


Para la redacción de este artículo se han consultado, on line, las páginas webs que siguen:

http://enciclopedia.us.es/index.php/Juicios_de_N%C3%BAremberg

https://www.elmundo.es/blogs/elmundo/elblogdesantiagogonzalez/2014/05/21/nuremberg-como-jurisprudencia.html

https://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0185-12762017000200041

https://encyclopedia.ushmm.org/content/es/article/the-nuremberg-trials#:~:text=Impone%20la%20sentencia%20de%20muerte,econom%C3%ADa%20Walther%20Funk%20y%20Raeder).

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