Hablando sobre deportados españoles a campos nazis (XVIII)

Todo empezaba alrededor de las cinco de la madrugada de todos los días. Al sonido del pitido de los kapos de cada barracón, acudían todos los prisioneros de cada barracón, como una barahúnda

Por Pepe Sedano

XVIII.- RUTINAS EN UN KL: LAS FORMACIONES DE RECUENTO

Hemos estado viendo, en capítulos anteriores, diversos aspectos que se desarrollaban prácticamente a diario en el interior de un KL (konzentracion Lager, o sea, campo de concentración); otros –de tantos como podían existir dentro de un recinto de este tipo-, los hemos tocado de pasada. En esta ocasión nos vamos a centrar en algunos de ellos que, si en principio no significaban –o quizá sí, como veremos más adelante-, peligro alguno para los prisioneros el desarrollo de los mismos, a veces supuso para más de uno una rápida muerte para algunos, algo más lenta para otros pero, al fin y al cabo, el destino era el mismo: morir, de diferentes maneras pero morir al fin y al cabo. Hubo multitud de circunstancias vamos a ver algunas de ellas.

Fueron los judíos, desde luego, los que peor lo pasaron porque intentaron hacerlos desaparecer de la faz de la tierra o, al menos, de Europa. Eran millones y estaban dispersos por varios países que poco a poco fueron siendo ocupados por las tropas alemanas del régimen nazi, del Reich de los mil años. El espíritu judío se había adecuado –a través de los tiempos-, a tomarse las cosas, muy diferentes al resto de los mortales. En cualquier campo de concentración nazi donde hubieran sido deportados no iban a ser diferentes al resto de los detenidos. Los prisioneros judíos de los campos debían soportar trabajos forzados, raciones de hambre y formaciones de conteo horrorosas, como todos. “A pesar de todo, los prisioneros demostraban ingenio, heroísmo y luchaban para mantener su semblante humano y su identidad judía.”

Vamos a tratar de entender esas formaciones de conteo horrorosas porque fue una de las causas, también, de muertes, de bastantes muertes. Todo empezaba alrededor de las cinco de la madrugada de todos los días. Al sonido del pitido de los kapos de cada barracón, acudían todos los prisioneros de cada barracón, como una barahúnda (recordemos que cada barracón estaba dividido en dos stubes bajo el mando de un kapo cada uno), a echarse un poco de agua en la cara, a modo de aseo, para estar algo despejado para la operación que venía a continuación, en la calle, frente a su barracón, hiciera el tiempo que hiciera, fuese la estación del año que fuese. Ya podían estar cayendo chuzos de punta o un viento gélido procedente de los polos, daba igual. Así, cuando todos habían realizado la rutina del agua fresca en la cara y colocado el pijama a rayas o la ropa marcada que tuvieran, sin olvidar la gorra (ésta era una prenda imprescindible para poder estar en la formación de recuento porque a la orden del oficial de la SS, en alemán, todos tenían que descubrirse y permanecer de esta guisa mientras no finalizara el recuento matutino que, de nuevo, a la voz del mismo oficial ordenando que se la colocaran sobre la cabeza tenían que proceder a ello, como señal que dicho recuento había terminado.

Era importantísimo que los mismos prisioneros que había al finalizar el recuento de la tarde-noche, fueran los que formaran al día siguiente frente a su barracón. Sería señal de que no se había producido ninguna fuga nocturna. También –y sucedía a menudo-, si alguno de los detenidos había fallecido dentro del barracón mientras dormía o no, pero a lo largo de la noche, ese mismo fallecido “debía” formar con el resto de sus compañeros. Como es natural el difunto no podía formar pero de ello se encargaban sus propios compañeros. Había una “entente cordial” entre ellos. Todos se ayudaban –con las excepciones propias que siempre existen en todos los colectivos-, para cargar con su compañero y colocarlo de tal manera que las autoridades SS percibieran que, aunque muerto, estaban los mismos que habían entrado por la noche.

Sabemos que entre la indumentaria que recibían los deportados, una vez llegaban al campo, estaban esas infames prendas del traje a rayas como hemos visto anteriormente y la gorra. En más de una ocasión se dio el caso de que sustrajesen la gorra a cualquiera de los compañeros que cohabitaban en ese barracón. Sabemos que tenían que desprenderse primero de ella para más tarde volver a colocársela sobre la cabeza,, siempre a la orden de los mandos SS. Decía que en más de una ocasión se dieron estas circunstancias. Quien había sido robado tenía la “obligación” de hacer lo propio si no quería dejar este mundo por una bala asesina disparada desde una Luger alemana (pistola corriente en el ejército alemán) hacia su nuca mientras se hacía el recuento matinal. No se podía presentar ningún prisionero sin esa prenda porque no podían obedecer la orden dada por el oficial de desprenderse o colocarse la gorra cuando él daba la orden correspondiente. Así, si algún detenido al levantarse echaba en falta su gorra, una de dos, o se suicidaba allí mismo, o intentaba robar otra gorra a algún compañero a sabiendas que a éste le sucedería lo que a él le iba a suceder antes de robar la gorra al compañero. Si sonaba algún disparo en el recuento era, inexcusablemente, por ese motivo. Bien en los presentes frente a su barracón, bien en otro barracón diferente. La causa era la misma: la ausencia de su gorra en aquel prisionero.

Las listas, una vez pasadas “satisfactoriamente”, terminaban con la orden de romper filas y cada uno de los deportados allí prisioneros sabían que tenían que dirigirse a los destinos que cada uno tenía dentro del campo hasta la hora de comer. Pero, no todos los días cuadraban los números o algún prisionero no había aparecido o alguno de ellos no estaba bien alineado con respecto al resto de sus compañeros. Eso era motivo de volver a empezar el recuento, aunque ya llevasen más de la mitad del listado pasado convenientemente. Este tipo de castigo se podía producir en cualquier momento, hiciera calor, o frío, estuviese el ambiente gélido o completamente seco, el día aún no había dado señales de que comenzaba, todavía era penumbra en la explanada del campo, en la Appelplatz –la plaza de llamadas o recuentos-, y allí resistían estoicamente todos y cada uno de los detenidos hasta que el oficial no dijera lo contrario. Podía pasar que los pusiesen a todos a hacer flexiones en sus diferentes versiones lloviendo –por el más insignificante motivo-, hasta que el oficial de turno creyera oportuno terminarlas. También podían ponerles a correr, a lo largo y ancho de la explanada que conformaba esa plaza de recuentos, hasta que dicho oficial considerara que ya era suficiente. También se dio el caso de estar cerca de 24 horas pasando la misma lista, una y otra vez, formados en fila, en posición de firmes, sosteniendo en una de sus manos su gorra, aguantando todas las inclemencias que a lo largo del día se fueron presentando, estando el suelo helado en pleno invierno en Centroeuropa, estando algunos de ellos con escaso calzado o con falta del mismo lo que supuso múltiples congelaciones de dedos o partes del pie o pies, lo que llevó consigo –ante la falta de médicos y medicamentos apropiados-, que les apareciera –como consecuencia de no ser tratada esa congelación-, la gangrena. Tras unos pocos días, ésta se apropiaba de todo su cuerpo y la muerte era cuestión de poco tiempo. No querían ir a la enfermería –al Revier-, porque sabían que entrarían pero no sabían si saldrían vivos de allí. De todas maneras, fuese por una causa o por otra, el resultado –como podemos comprender-, era siempre el mismo: la muerte.

En el campo de Treblinka se dio el caso de un deportado, mientras pasaban uno de estos recuentos, que fue salvajemente apaleado por un kapo por algo que no le había cuadrado al oficial que estaba pasando la lista. No contento con esa paliza que le había dado el kapo, el oficial se fue hacia él que permanecía aún en el suelo retorciéndose de dolor. Le conminó a que se levantara en un santiamén, Como es natural al prisionero, por más que lo intentó, le resultó fallida esa tentativa de erigirse obedeciendo la orden dada. El oficial miró para todos los lados y se percibió que, cerca de donde se encontraba, había una pala. Se fue hacia ese lugar y asiéndola con una mano se dirigió hacia el detenido apaleado que aún permanecía en el suelo. Alzó sus manos sosteniendo la pala y ésta se dirigió hacia el cuello de aquel hombre -que había sido brutalmente golpeado por el kapo-, y lo hizo en repetidas ocasiones hasta que la cabeza se separó de su condolido cuerpo. El oficial, salpicado de sangre y coágulos, arrojó la pala y se dirigió hacia sus dependencias. Aquel espectáculo, que fue contemplado por centenas de detenidos, nunca se les olvidó y se les perpetuó en su memoria. Sabemos que en este campo hubo una huida masiva de prisioneros, poco más de 1.000, la mayoría de ellos volvieron a ser capturados y ejecutados convenientemente por lo que habían hecho. Algunos pudieron escapar y vivir hasta que sus tiempos se cumplieron. Con motivo de aquella fuga en masa, el campo fue completamente desmantelado, cientos de miles de cuerpos enterrados fueron exhumados de las fosas comunes donde se encontraban, sus restos quemados en una enorme pira y sus cenizas arrojadas al río Bug, afluente del Vístula. Éste se encargó de que llegaran al mar del Norte.

Ningún campo estuvo exento de alguna ocasión excepcional con motivo del recuento de los prisioneros, bien el de por la mañana, bien el de la tarde-noche. El motivo que fuese, no por nimio fue dejado de castigar. Tenían que dar ejemplaridad entre la población reclusa y eso lo llevaron a cabo como mejor supo cada uno, siempre con dolor, con sufrimiento y rara vez la muerte estuvo ausente por esta u otras circunstancias parecidas. La justicia, en algunos casos, se encargó –sobre todo a los que ostentaron algún cargo importante en cualquiera de los campos-, de que aquél o aquellos que se sobrepasaron con los detenidos, el peso de la ley callera sobre ellos. Muchos, la mayoría, pagaron con su vida los excesos cometidos. Otros, por el contrario, o no fueron encontrados, o se suicidaron, o consiguieron huir, bien a otros países, bien pasar desapercibidos habiendo cambiado de nombre y de lugar de residencia. Mientras tanto, los que murieron por sus culpas continuaron muertos y sus familiares –de algunos de ellos-, nunca supieron qué había sido de estas personas, de sus familiares más queridos. Algunas personas, muy pocas, se encargaron de seguirles la pista por todo el mundo a los máximos responsables. Y consiguieron llevarles ante un tribunal de justicia, sentarlos en un banquillo, juzgarles, condenarles y cumplir las sentencias dictadas.

Para la redacción de este artículo se ha consultado la bibliografía y los documentos que siguen:

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