La comida dentro de un campo de concentración nazi fue, para todos los deportados allí prisioneros, una obsesión
Por Pepe Sedano
XVI.- LA COMIDA: UNA OBSESIÓN. EL CASO DEL “MERMELADA”.
En esta ocasión vamos a tratar un tema que era, con diferencia, el más importante a tener en cuenta dentro de los límites de lo que era un campo de concentración nazi. Sin ella poca vida les quedaba a todos y cada uno de los prisioneros que habían tenido la fatalidad de ir a parar a uno de estos antros de sufrimiento y muerte. Por ella eran capaces de hacer lo que menos se puede uno pensar. Su falta significaba que cada día era un suplicio levantarse y enfrentarse a las tareas diarias con la duda si sería suficiente garantía para poder estar vivo un día más. Era tal la atracción y más grande, aún, su ausencia, su falta que incluso, en más de una ocasión, se llegaron a las manos –como veremos más adelante-.
Hubo momentos en que la solidaridad humana sobrepasó los límites imaginables, el sacrificio por un amigo alcanzó cotas impensables, el suprimir -aunque solo fuese una pequeña porción- de tu dieta diaria para dársela a un compañero pocas veces tuvo parangón igual en la historia pero, en aquellas circunstancias, sí se pudo apreciar en más de una ocasión. Me estoy refiriendo a la comida. La comida en esos lugares era el bien más preciado, por poca que fuera, por insignificante que pareciera aquella minúscula porción de pan, aunque fuera duro, la poca saliva que tenían en su boca ya se encargaría de ablandarlo. La comida dentro de un campo de concentración nazi fue, para todos los deportados allí prisioneros, una obsesión, como también veremos en los renglones que siguen.
Hemos de pensar que la vida en el interior de esos lugares de infamia no era, desde luego, un camino de rosas. La vida comenzaba bien temprano, a las cinco de la mañana comenzaba el toque para que todo el mundo abandonara su camastro, su litera, y todo se hacía a la carrera y semidesnudos. Daba igual en el que campo que estuviera prisionero. El protocolo aplicable era el mismo para cada uno de ellos. Esa carrera se dirigía hacia los lavabos que, en Mauthausen por ejemplo, era una gran lavabo circular donde se afanaban los deportados por echarse agua sobre la cara y poder despejarte del sueño –si es que lo había disfrutado-, y volver a tu camastro, sin secarse, para que se pudiera comprobar que había pasado por el lavabo. Una vez vestidos con el infame traje a rayas –en la mayoría de los casos, en otros predominaba el traje de civil pero marcado con una gran letra X a la espalda-, pasaban a tomar el desayuno, si es que se le puede llamar así. En Gusen, kommando de Mauthausen, consistía en un café sin azúcar. Con ese desayuno, a las cinco y poco de la mañana, en pleno invierno en Centroeuropa, ya se puede imaginar la cantidad de calorías con las que se suponía debían de afrontar una jornada de trabajo.
Al medio día poco difería de lo que habían tomado al amanecer. La comida que recibían en este período del día consistía en tres cuartos de litro de sopa de nabos, lo mismo que al día siguiente, y que el otro… y el otro. Los nabos eran quienes asumían la responsabilidad de suministrar calorías a diario a todos y cada uno de los prisioneros de la mayoría de los campos. No es porque fuera el vegetal disponible cada temporada y en cada lugar, es que no se habla –en ninguno de los testimonios que me han llegado o leído-, de otro tipo de comida al mediodía. Ninguno de nosotros podemos imaginarnos lo que sería estar comiendo –en el mejor de los casos, y ahora se explicará esto-, día tras día, mes tras mes… sopa de nabos. Decía que en el mejor de los casos porque más de una ocasión sucedió –lo hemos referido en algún capítulo anterior-, que se llegó a las manos para no ser el primero en la fila, una vez que habían tocado para recibir la comida. Los prisioneros se hacían los remolones, intentaban de alguna manera ralentizar sus pasos hacia el lugar donde situaban las marmitas para servir el menú diario, para no llegar de los primeros. Avanzaban con indolencia, como descuidados pero, en realidad, sí sabían lo que estaban haciendo, no es que no tuvieran hambre, que sí la tenían, lo que en realidad pretendían era quedar más bien de los últimos porque los primeros solo recibían el caldo, insípido, y con ese sabor a nabo cocido que, con el tiempo, se perdía hasta esa sensación. Los que habían preferido ser de los últimos sabían que iban a “saborear” algo sólido, algún trozo de ese tubérculo les caería en el plato, en la escudilla, en la vasija que tuviera para que le vertieran ese “manjar” diario. Esa sopa, desde luego no contenía ningún tipo de grasa, solo lo que pudiera desprender la cocción del nabo.
Por la noche, la cena no difería en demasía de las otras ocasiones diarias en las que podían tomar algo sólido o líquido. En este caso lo que recibían los prisioneros, después de una larga sesión de trabajo, después de volver extenuados de sus lugares de trabajo al caer la tarde, con ganas de poner su cuerpo en ese camastro que les estaba esperando o la dura madera de la litera que le hubiera correspondido al llegar y, eso sí, por muy mal que regresaran, por muy malo que fuera en estado en el que llegara cualquiera de los prisioneros, no se les podía ocurrir acudir a la barraca del Revier, es decir, de la enfermería porque, por regla general, una vez que entraban no se les veía salir vivos. En el caso de la cena –como decimos-, lo que cada prisionero recibía –tomemos como ejemplo otra vez el kommando Gusen-, eran: 150 gramos –gramo arriba, gramo abajo-, de pan, alrededor de 20 gramos de salchichón y un café sin azúcar. Al menos, en las cenas, había algo sólido para todos como eran el pan y el salchichón que harían algo de “balate” en el estómago. Muy insuficiente, desde luego, de las calorías necesarias cada día para mantener tus constantes vitales sin alteración alguna. De esta manera, la merma de masa corporal era visible al poco tiempo de hacer el ingreso en el campo. Si a esta carencia de calorías, vitaminas, proteínas y todo lo que un cuerpo sano necesita para su desarrollo normal diario, se le añade la fatiga por un esfuerzo sobre humano en el trabajo de cada día, por nimio que fuese éste, el coctel que se genera es letal. Cada día a menos, a menos, se va entrando en estado famélico, solo quedan cuerpos esqueléticos, solo la piel unida al hueso, sin músculo alguno porque, poco a poco, el propio cuerpo lo ha fagocitado para intentar subsistir un día más.
Con tal “cantidad” de ingesta nocturna cuando llegaban a su barracón, por muy cansados que estuvieran, por muy agotadora que hubiera sido la jornada, no percibían –o no querían percibirlo-, que los huesos de las piernas de su compañero de litera le estaban haciendo daño en los suyos, que no percibían los piojos que campaban a sus anchas por los insignificantes “colchones” que tenían sobre la dura madera; tampoco eran capaces de oler –porque ya se habían acostumbrado-, el sudor que reinaba en la estancia donde se hacinaban los prisioneros en esas estrechas literas; igualmente eran incapaces de apreciar –o realmente lo que preferían era ignorar-, aquel nauseabundo olor que desprendía todo el barracón donde yacían debido a la suciedad que lo impregnaba por todas partes. Su voluntad, en aquellos momentos era relajarse e intentar dormir algo –siempre y cuando el compañero de litera no se levantara de madrugada en busca del aseo con el cuerpo descompuesto, bien por “demasiada” comida en la cena, bien por todo lo contrario, o sea, la ausencia de la misma, porque eso suponía despertar al compañero.
En Mauthausen se dio un caso en la persona de Ramón Bargueño, matrícula 3183 –de los primeros que llegaron a ese campo-. Era natural de Recas (Toledo), y estaba destinado en la cocina del campo. Cualquiera podía pensar que, estando en ese lugar, la comida no le faltaría y su cuerpo gozaría de todas las ventajas de tener una buena alimentación. Pero no era así. Tenía que tener más cuidado que nadie en que no se le notara nada que hiciera pensar que estaba muy bien alimentado. Se dio cuenta que sobre una estantería de la cocina –al ser destinado allí-, había algunos botes cilíndricos, de 10 kilos de peso pero no anunciaba su contenido ningún adhesivo en el exterior de los mismos. Su cabeza no paraba de darle vueltas pensando qué podían contener en su interior. En un momento determinado cogió una, estando solo, y comenzó a intentar con cualquier medio, cuchillo, tenedor, con lo que fuera, para poder hacerle un agujero y probar el contenido de la misma. Casi, casi que ya estaba llegando al punto que podría saborear lo que hubiese en el interior cuando, de repente, apareció un soldado SS y se percibió de lo que estaba haciendo. Lo puso en conocimiento de su superior y por el conducto reglamentario llegó a oídos de Bachmayer –Capitán SS y jefe del campo-, y éste se lo hizo saber, de la misma manera, a Ziereis –el Comandante general del campo-.
Llamaron a todo los prisioneros y una vez formados convenientemente colocaron una mesa en el centro, sobre la mesa esa lata y, frente a la mesa, sentaron al prisionero einunddreißig dreiundachtzig, es decir, 3183 –cuando se entra en un campo nazi se perdía el nombre, solo eran un número que había que aprender en alemán-, le terminaron de abrir la lata y comprobó que su contenido era mermelada, le dieron una cuchara y le ordenaron que comiera. No paró hasta que le vio el final. A partir de ese momento además de su número, también se le conoció como el “Mermelada”. Hace unos años escribió –a través de un tercero-, sus memorias (Mauthausen, ¡Nunca más!), y en un magazine televisivo una mañana se dieron a conocer las mismas. Un amigo, desde Asturias, me avisó que se estaba presentado ese libro e intenté ponerme en contacto telefónico con el programa para poder hablar con él. Ese libro no se vendería y solo se regalaría a familiares y amigos. Solo por la tarde pude hablar con él, con Ramón Bargueño, en Madrid. Me contó cómo fue lo de la lata de mermelada, cómo estuvo –cerca de tres meses- con el cuerpo en disfunción porque no paraba de ir al aseo. Que tuvo una suerte inmensa en que su castigo solo consistiera en comerse una lata de 10 kilos de mermelada –por cierto que nunca supe qué tipo de mermelada era-, a pesar que lo amenazaron con que al finalizar esta ingesta le abrirían otra pero, por suerte para él, esa segunda lata nunca se abrió. Y él sobrevivió, a la mermelada y al campo y yo tuve la suerte de hablar con él por teléfono. Y no solo eso. Me prometió que iba a ir a Galicia donde un sobrino suyo se encargaba de remitir ejemplares a la familia y amigos, y si aún le quedaba algún ejemplar de ese libro no venal, que contara con un ejemplar del mismo. Les puedo asegurar que, algo más de un mes después de esta pequeña conversación telefónica, el cartero llevó a casa el ejemplar prometido. Aún continúa en las estanterías de mi humilde biblioteca, en lugar especial. Por lo especial del personaje, y por lo especial de poder haberme hecho con uno de esos codiciados ejemplares que no fueron jamás puestos a la venta al público.
Para elaborar este artículo se ha tenido en cuenta el libro Campo de Gusen. El cementerio de los republicanos españoles, de Adrián B. Mínguez Anaya”. Colec. Monografías del exilio español (8). Edita: “Memoria Viva” Asociación para el estudio de la deportación y el exilio español. Madrid. 2010. Pág. 85.
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