Hablando sobre deportados españoles a campos nazis (XIII)

Recibir una carta en un campo de exterminio… era, desde luego, una expectativa, un anhelo bastante, pero bastante lejano y una desesperanza demasiado cotidiana, al menos para los españoles deportados a un campo de concentración y de exterminio como lo era el de Mauthausen

XIII.- UNA CARTA, UNA POSTAL… UN TESORO.

Abordamos, en esta ocasión, un nuevo tema –quizá trivial, insignificante en situaciones de normalidad en la vida de cualquier persona-, como es la recepción de una carta que siempre trae alguna noticia, buena o mala, que también las hay. El recibir una misiva te puede traer mucha alegría si es de algún familiar, de algún amigo del que no sabes nada hace tiempo; por el contrario, también te puede traer malas noticias como pueden ser el comienzo de alguna enfermedad en un ser querido, incluso la muerte del mismo o de alguien con el que se tenía una importante relación de amistad. Una felicitación por navidad, una notificación de Hacienda o la de una multa de tráfico. La correspondencia epistolar siempre brilló en tiempos que no existían los correos electrónicos a través de internet, no existían los teléfonos móviles ni el WhassApp. Recuérdense las cartas enviadas a determinados colectivos por los primeros seguidores del personaje histórico sacrificado en tiempos del Prefecto del Imperio Romano en Judea: Poncio Pilatos, llamado Jesús. La correspondencia, como vemos, se pierde en la noche de los tiempos. Pero recibir una carta en un campo de exterminio… era, desde luego, una expectativa, un anhelo bastante, pero bastante lejano y una desesperanza demasiado cotidiana, al menos para los españoles deportados a un campo de concentración y de exterminio como lo era el de Mauthausen.

Que otras nacionalidades de prisioneros en ese mismo campo o en otros recibían misivas familiares era de sobra conocido entre los propios detenidos. Lo mismo que ellos podían escribir a los suyos en respuesta a esa carta recibida. Venían haciéndolo desde bastante tiempo pero, el deportado español republicano lo tenía prohibido, no contaban con la autorización pertinente para poder hacerlo como el resto de los internos en el campo. No sería hasta el verano del año 1943 cuando recibieron, por fin, la pertinente autorización para que pudieran enviar a sus familiares noticias de ellos para que vieran que, al menos, estaban vivos aunque muy lejos, lejísimos de casa.

Pero de esta gran noticia –cosas tan insignificantes como poder escribir una carta era una magnificencia en aquellos lugares de infamia donde esa cosa tan fácil de enviar una carta estaba prohibida-, no pudieron beneficiarse la mayoría de los españoles que, por una circunstancia u otra, habían llegado a Mauthausen desde el verano de 1940 hasta el de 1943, tres años; durante este período de tiempo el 70% de los republicanos españoles deportados a este campo desgraciadamente habían sido asesinados y no tuvieron esa oportunidad que ahora se les brindaba a los que habían llegado después de los que ya no estaban, o a los que habían resistido todos los infortunios que les fueron saliendo al paso desde su llegada hasta esa fecha de 1943, o sea, los supervivientes –que no quiere decir que vieran la liberación el 5 de mayo de 1945-. Es cierto que a los españoles que estaban trabajando en algunos de las decenas de kommandos exteriores que tenía el campo principal la noticia les llegó algo más tarde que a los que estaban en el principal puesto que no tenían ningún contacto con el campo central. También es cierto que las autoridades SS no daban la autorización por nacionalidades completas, sino que dichos permisos se expedían para unos pocos de prisioneros, casi siempre quienes las recibían eran o bien los Jefes de Barraca o los Kapos –no todos, sino aquellos que realmente se lo merecían, según el criterio de los responsables SS-.

En el caso de los españoles tuvieron una suerte inmensa, a la vez que inesperada puesto que, a casi el cien por cien de los que permanecían vivos aquel verano, fueron autorizados a enviar misivas a sus familiares. Ésta fue la única herramienta que tuvieron y utilizaron para que en España, en las casas de cada uno, supiesen que estaban vivos. No solamente fueron las cartas, también pudieron utilizar tarjetas postales para ese menester de hacer saber en la localidad de cada uno que, a pesar de todo, aún conservaban la vida. Ahora bien, podían hacerlo bajo unas premisas: todos los envíos, fueran de una clase u otra, debían ser censurados –no podían escribir algo que estuviese fuera de lo que las autoridades de las SS consideraran que no debía hacerse saber en el exterior del campo, mucho menos en otro país como lo era el de destino de esas misivas-; otra de las premisas, en el caso de las tarjetas postales era que no podían superar los veinticinco palabras y no decir nada de lo que estaba sucediendo en el interior del campo. Los españoles, una vez autorizados para el envío de cartas, tuvieron más suerte que otras nacionalidades puesto que se les consintió escribir esas misivas, esas tarjetas, en su propio idioma, es decir, en castellano cuando el resto de prisioneros, fuesen de la nacionalidad que fuese, debían de hacerlo en alemán. Era, pues, una alegría para ellos puesto que no tenían que buscar a otro prisionero que les tradujese lo que querían escribir a su familiar. Evitaban, de esta manera, tener que pagar por ese servicio a la vez que no tener deudas pendientes aunque, en realidad, en el interior del campo el dinero no valía nada entre los prisioneros y todos querían permutar ese favor con algo de comida, bien del campo, bien de la recepción de algún paquete llegado de caso que trajese comida.

Respecto a las tarjetas postales había que tener en cuenta algunas cuestiones. Por ejemplo, debían de ser escritas con un tipo de letra muy clara para que quien la leyera –la censura- antes de ser enviada, no tuviera problema alguno. La censura era rigurosa al máximo. Las cartas que contenían alguna cuestión que no gustara a los censuradores eran destruidas en ese mismo momento. Por supuesto no se podía enviar ninguna fotografía. A los republicanos españoles solo les estaba permitido el envío de una epístola cada cuarenta y dos días, o sea, cada seis semanas y con un máximo de 25 palabras, al igual que las tarjetas. En la Navidad de 1943 autorizaron a que se sobrepasaran ese número de palabras – y así lo hizo Manuel Cortés García, uno de los adolescentes españoles que formaba parte del kommando Poschachers (ya hablaremos de ellos en otro artículo), de Pechina (Almería), que aprovechó la ocasión y envió, el 12-12-1943 una tarjeta a su familia interesándose por todos ellos sobrepasando ese límite estipulado. Pero si tan importante era el envío de una carta a la familia, lo era más el recibir carta de casa que, además de saber cómo estaban, en cada una de sus localidades, sus familiares les debían de enviar dinero o sellos para poder franquear sus envíos desde el campo de concentración.

Sabemos que hasta el mes de octubre del año 1942 los prisioneros solamente podían recibir algún paquete para Navidad. A partir de esa fecha los envíos de paquetes fueron autorizados en cualquier día de todos los meses del año, lo que suponía una gran alegría puesto que el contacto con la familia ya no estaba restringido a esas seis semanas que veíamos anteriormente, y dentro de cada paquete con alimentos enviados desde casa pero lo que no podía llegar, estaba totalmente prohibido, era alguna nota con noticias familiares. Tenían que tener en cuenta que el paquete enviado no superara los 20 kilogramos. Estos paquetes, además de tener prohibido que contuviese nota alguna, tampoco podían contener medicinas, ropas, ni herramientas de ninguna índole. Normalmente en casa, estas cuestiones no se conocían, se ignoraban, y en más de un paquete apareció cualquiera de las cosas que hemos citado en renglones anteriores; por supuesto que al no estar permitido, fueron sacados de los paquetes que los contenían. El destino de estas prendas incautadas, como podemos imaginar, no era otro que los intereses y las actividades, por supuesto ilícitas, de los propios SS y de algunos de los Kapos, o lo que es lo mismo: el mercado negro.

En el caso del kommando Gusen, los envíos que llegaban a diario, entre cartas y paquetes, oscilaban alrededor de los dos mil. A la oficina de correos de la estación de St. George llegaba el correo que era retirado por un soldado SS que lo acercaba a la oficina de correos del propio subcampo. A esta oficina llegaban a diario los partes de defunción de aquellos prisioneros que habían fallecido, o bien que habían sido trasladados a otro kommando o al campo principal. En el supuesto que llegara algún paquete o carta para alguno de ellos –que ya no estaban en Gusen-, lógicamente se deberían de devolver pero, en realidad, iban a parar, como vimos anteriormente, a formar parte de los intereses y las actividades de los SS y los kapos. No obstante, oficialmente se indicaba que habían sido devueltos.

¿Cuándo se les entregaba a los prisioneros los paquetes y las cartas? Después de pasar la última lista, o sea, la de la tarde-noche. Los presos, formados en línea frente a la oficina de correos, iban recogiendo sus envíos cuando uno de ellos, a viva voz, pronunciaba el nombre del que iba a recibir ese bien tan preciado, en aquel lugar, como lo era un paquete recibido de casa con comida. Y como hemos visto anteriormente, todo aquello que no fuese comida quedaba requisado para el mercado negro: SS, Jefes de Barraca, Kapos… La comida que llegaba en esos paquetes de los que hablamos, por orden del comandante general de Mauthausen: Frank Ziereis, a partir de octubre de 1942, solo podía llegar a su destinatario lo que éste podía comer en dos comidas –solo y exclusivamente-; el resto de lo que contuviese el paquete debería de ser repartido, oficialmente –hasta fin de existencias-, se les debía de dar al resto de prisioneros o a los menores –que también los había, como veremos en capítulos siguientes-. Pero como hemos visto, en este caso igual que en otros, esos restos terminaban en el mercado negro y la “mafia” forjada alrededor de esa amalgama de colectivos como eran las SS, los Jefes de Barraca y los kapos.

Hasta el año 1943 no se recibieron, en este caso, en Gusen –en otros campos lo hicieron antes de esta fecha-, paquetes de comida cuyo origen era la Cruz Roja. Contenían latas de carne, de pescado, chocolate, galletas, tabaco… La Cruz Roja de Suiza era quien enviaba los paquetes con estos alimentos a los prisioneros. Aunque no todos los recibían: los prisioneros españoles, los soviéticos y los franceses tenían vedado el acceso a esas “delicatesen” en aquel lugar. Otro “castigo” más que, aunque no físico, casi que dolía más que el que le pudieran azotar con los famosos 25 latigazos que debían ser enumerados, de uno en uno, en alemán conforme los iba recibiendo.

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