Una de las cosas que marcó para siempre a cualquier superviviente de cualquiera de los campos conocidos, con o sin hornos crematorios, fueron los sentidos: el gusto, el olfato, la vista, el tacto, el oído… todos y cada uno de ellos se desarrollaron –en grado máximo- porque las circunstancias sobrevenidas les obligaron a ello.
Por Pepe Sedano
XII.- LOS SENTIDOS EN CUALQUIER CAMPO DE EXTERMINIO.
Querido lector de NR. Este artículo puede ser el primero que leas sobre este tema pero –si has sido fiel a esta revista on line-, en este caso puede ser el que hace la docena, es decir, unos cuantos artículos de lectura concentracionaria donde los españoles republicanos tuvieron un protagonismo que no buscaron, simplemente se lo encontraron por muchas circunstancias. Un año (en principio se iba a publicar un artículo mensual) en el que hemos tratado –no sé si se habrá conseguido- de indicar el camino que siguieron estos españoles que tuvieron que abandonar su patria en el primer trimestre de 1939 y adentrarse en situaciones que jamás hubieran imaginado que pudieran existir. Con el tiempo fueron a parar a diferentes campos de concentración nazis durante la II Guerra Mundial repartidos por Alemania, Austria y Polonia mayoritariamente. Sería un campo, Mauthausen, en el norte de Austria el que acogería a la mayor parte de ellos –algunos historiadores sitúan la cantidad entre los ocho y los nueve mil aunque en realidad fueron algo más de 7.500-; de él salieron alrededor de dos mil quinientos. Los demás salieron por la chimenea como vimos en el capítulo anterior. Otros campos que albergaron republicanos españoles serían Buchenwald, Dachau, Neuengamme, Ravensbrück –hubo entre cincuenta y sesenta mujeres españolas-, Sachsenhausen… contando con los kommandos exteriores de cada uno de los citados.
Una de las cosas que marcó para siempre a cualquier superviviente de cualquiera de los campos conocidos, con o sin hornos crematorios, fueron los sentidos: el gusto, el olfato, la vista, el tacto, el oído… Todos y cada uno de ellos se desarrollaron –en grado máximo- porque las circunstancias sobrevenidas les obligaron a ello. Todo giraba en torno a lo que significaba –para cada uno de ellos-, los aspectos tangibles de lo que era un asesinato de masas, en cualquiera de sus posibles formas de llevarlos a cabo. No es lo mismo cremar en hornos como hacían en Auschwitz II-Birkenau o Mauthausen a como lo hicieron en Treblinka antes de cerrar el campo con motivo de la fuga masiva de deportados. Después de exhumar los restos de casi ochocientos mil muertos los quemaron sobre las vías de tren que llegaban al campo, como si de una parrilla se tratase, y los restos óseos que quedaron los echaron a las aguas del río Bug, afluente del Vístula. El Vístula se encargaría de llevarlos hacia el mar Báltico.
En Mauthausen y otros campos el olor a carne quemada era tan penetrante que, con el tiempo prácticamente se habituaban a él aunque era muy difícil olvidar ese olor. En Treblinka, al tratarse de una exhumación, el olor –como podemos imaginar-, sería muy diferente aunque, al final, el fuego se encargó de cambiar ese olor por otro diferente aunque, desde luego, siempre era olor a muerte.
Pero no solamente era ese olor el que predominaba en el ambiente de un campo. La higiene personal, después de un día de trabajo en la cantera de Mauthausen –por ejemplo-, no era de ducha diaria aunque sí periódica. Cuando el cuerpo abandonaba a la mente era imposible detenerlo. En esas circunstancias hemos visto decenas de fotografías de aquella época en la que se ven cuerpos sucios debido a que sus intestinos ya no les obedecían y era imposible controlar el tránsito intestinal. Esa suciedad –que apenas se retiraba-, unido al sudor formaba un coctel pestilente que, como en otras circunstancias, también se iba asimilando y convirtiéndose en normal para los internos. Los excrementos estaban en todas partes y la diarrea humillaba a sus propias víctimas y las debilitaba profundamente –téngase en cuenta que algunos presos que las padecían podían vaciar sus intestinos más de veinte veces al día-. Los llamados “musulmanes” –prisioneros que ya no podían trabajar porque las enfermedades se habían cebado en ellos-, que deambulaban por todos los campos envueltos en una sucia manta, que estaban a un paso de la muerte, cumplían muchos de los parámetros de los que estamos hablando. En la mayoría, por no decir en todos los campos, a todos los prisioneros se les agudizó el sentido del olfato. Era preciso desarrollarlo porque según el aire venía de un lado u otro de donde estaba así sabían quienes estaban cerca –algún perfume de algún oficial-, o la comida que repartirían ese día (casi siempre era sopa de nabos, con muy pocas excepciones), o si el crematorio había comenzado a funcionar esa mañana más temprano que otros días, o si el día venía más o menos húmedo.
El olor indicaba, igualmente, otros aspectos. Por ejemplo, la jerarquía dentro del propio campo de los prisioneros. Solo unos pocos privilegiados –los kapos, eran así mismo prisioneros pero que habían escalado un grado sobre los demás. Llevaban porra para golpear y dormían aparte del resto de deportados; gozaban también de ciertas prerrogativas. La palabra viene de kamarade polizei o “compañero policía”-. Estos tenían acceso a disponer de agua, de ropa limpia, de medicinas e, incluso de algún perfume –a veces-. Todo ello se “organizaba” en un lugar, tipo almacén, donde se guardaban las propiedades que les habían sido requisadas a los judíos que habían sido asesinados. Sin embargo, como decíamos, los detenidos que ocupaban el escalón más inferior del campo, como si de parias se tratara, eran los que desprendían un olor más penetrante. Su vida dependía de un hilo puesto que eran rechazados por los demás constantemente y estaban siempre en peligro inminente de ser enviados a las cámaras de gas.
Pero, como hemos visto, no solo era el sentido del olfato el que predominaba –aunque posiblemente lo fuera-. No podemos olvidar el sentido del oído. Era primordial tenerlo al cien por cien. Si sentías pasos “diferentes” podía tratarse de algún mando del campo que se acercaba y, a partir de ahí, podía pasar cualquier cosa inimaginable, dependiendo con el pie que se hubiese levantado ese oficial –algunos de gatillo fácil o de larga carabina como la de Amon Goeth en el campo de Plazow, Cracovia, eligiendo al azar el blanco de cualquiera de los prisioneros de su campo-. Pero no era solamente por evitar esos momentos con los superiores del campo.
Todo el día, en cualquier campo, estaba regido por ruidos diferentes, llámense timbres, sirenas, silbatos, gongs… había tantos y tenían que saber, en cada momento, qué significaba ese ruido que estaba sintiendo en ese preciso momento. Silbato por las mañana y por las noches para pasar lista y comprobar que no falta nadie de cada barracón. El mismo número que entran por la noche son los que tienen que salir por la mañana. Voces para desprenderse de sus gorras antes de pasar la lista. Voces, una vez terminada, para volver a colocársela. Que viene un raid aéreo y el campo puede ser bombardeado –ya ocurrió en más de uno-, la sirena es la que se hace dueña y señora del espacio amurallado o cercado y cada uno corre buscando refugio para no formar parte de lo que pudiera ser daños colaterales. El instinto de supervivencia era tan fuerte que asimilaban todos los ruidos que jamás pudieron imaginar que podían ser percibidos. No había relojes, a los deportados se les había despojado de todas sus pertenencias una vez que ingresaban en el campo, pero todos esos ruidos, esos sonidos que provenían –la mayor parte- de los SS del campo, eran los que marcaban el ritmo diario en el interior de un campo, de cualquiera de los campos nazis allá donde estuviesen ubicados. Además eran esos ruidos, esos sonidos los que –de la misma manera-, gobernaban los movimientos de todos y cada uno de los prisioneros.
Pero había que tener muchísimo cuidado con tener muy desarrollados los sentidos dentro de un campo. Tan malo o peligroso era una cosa como el contrario, el no adaptarte a ellos. Los SS y la violencia que día a día iban acumulando hacia los presos en algún momento podría estallar, lo que suponía tener –para los prisioneros- una especie de normas emocionales. Los deportados tuvieron que aprender muy rápido –les iba la vida en ello-, que cualquiera de ellos que destacara por algo se convertía, en ese preciso instante, en blanco. Por tanto, lo más sensato era no demostrar ninguna expresión de las emociones puesto que se volvían muy peligrosa. Cualquier gesto, tanto de ira, de angustia, de felicidad, de tristeza podía llamar la atención. Por esas circunstancias, en los momentos en que coincidían con algún soldado o mando SS, lo primero que se les pasaba por la cabeza era de permanecer impasibles.
Sería imposible imaginarnos todo el horror que supuso la estancia de prisioneros en campos como Auschwitz II-Birkenau o Mauthausen porque no estuvimos allí como prisioneros, por tanto, cuesta imaginarlo. Pero, ¿por qué no intentarlo? Si no lo hacemos es como si existiese un vacío en el tiempo en el que irán cayendo toda clase de fantasías, visiones, quimeras en definitiva y habrá –ya los hay-, quienes diga que eso no existió jamás, que es pura invención. Incluso imaginándonos lo que pudo ser Birkenau también se puede imaginar como lo que no fue. Por esto debería de haber una forma para entender y, a la vez, comprender mejor la experiencia de este campo y ésta podría ser el prestar más atención a diversos aspectos como pueden ser los espaciales, los sensoriales y los emocionales.
Un dormitorio, por ejemplo, en cualquier campo, tenía una importancia vital. Cada uno de los presos que regresaba por la noche a su reducido espacio en la litera donde alojaba su famélico cuerpo significaba una victoria porque había sobrevivido un día más. No era normal que descansara porque estaban apiñados en unos espacios asfixiantes y muchos temían que llegara la noche porque lo que se encontrarían en la litera eran unos “colchones” llenos de pulgas, las riñas entre ellos eran frecuentes lo que imposibilitaba la conciliación del sueño. Por otro lado la peste que desprendían los cubos en el interior de todos y cada uno de los barracones hacía que ese sueño tardara en llegar, si es que llegaba. Así se iban a cortando los días para muchos de ellos y su fin estaba cada día más próximo. Por ello, alrededor de una litera, de todas las literas se arremolinaban muchas emociones y sensaciones y por ello debe recordarnos que su agonía, la de los deportados en cualquier campo, era constante, hora tras hora, se hacía interminable por lo que muchos anhelaban, deseaban, que la parca llegara lo más pronto posible en su busca. Los más decididos no esperaron ese momento y pusieron remedio para acelerar esa espera que se les estaba haciendo interminable. Una cuerda, un cinturón o arrojarse contra las alambradas electrificadas fue la solución más rápida para poner fin a sus problemas. Se habían acumulado tantos –día tras día-, que ya no les cabía uno más en aquellos cuerpos esqueléticos, débiles, que apenas podían soportar su propio peso que, igualmente, poco a poco y debido a la falta de calorías diarias, era exiguo.
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