tres eran las cosas imprescindibles para poder sobrevivir un día, o dos, o todos los que el destino les tuviera preparados a cada uno de ellos. Estos eran la gorra, los zapatos y la escudilla
Por Pepe Sedano
X.- LO QUE NO PODÍA FALTAR EN UN KL, ADEMÁS DE LA SUERTE
A estas alturas del año volvemos a asomarnos a esta “indiscreta” ventana que hoy, como en meses anteriores, nos ofrece la estupenda revista NR para ver, como lo hacía aquel buen actor americano en la famosa película “La ventana indiscreta”, no un crimen –como fue aquel caso-, sino varios –como ocurría en cualquier campo de concentración en la Europa ocupada y en guerra de los años cuarenta, durante el transcurso de la Segunda Guerra Mundial.
Hemos ido viendo, a lo largo de estos últimos meses, cómo se vivía el día a día en un campo de concentración bajo el mando de las SS. Sobrevivir un día casi podría decirse que había sido un imposible, otro día más sería una raya en el cielo y si lo conseguías más de tres días seguidos se podía decir que había ocurrido un milagro. Un milagro detrás de otro fue para todos aquellos que sobrevivieron, que no quedaron por el camino como tantos miles lo hicieron. Es cierto que dependía de muchos y variados factores. La suerte, desde luego, era la primera razón para que volvieran a ver un día más en su cuenta vital. Después de ésta serían otras circunstancias las que llegarían, una tras otra, para que “ese” día tampoco le pasara nada y pudieran contar un día más en su haber.
Desde luego que no todos los destinos dentro del campo tenían las mismas probabilidades de supervivencia. No era lo mismo estar picando piedra en la cantera de Wienergraban en el campo de Mauthausen, o en la de Kastelhofen, en el kommando Gusen, o haciendo el túnel en el campo de Dora-Mittelbau –que había sido un kommando del campo de Buchenwald pero en octubre de 1944 se independizó de éste y funcionó como un campo independiente-, como cortando leña en algún bosque cercano para dar calor en invierno a las estufas de cada uno de los barracones que componían la estructura de un KL, o haciendo obras dentro de su perímetro como expertos alarifes –tenemos el ejemplo de los primeros prisioneros en Mauthausen que terminaron de construir ese monstruo de granito que tanta muerte guardó en su interior durante tanto tiempo. Incluso preparando -en la cocina de todos y cada uno de los campos-, las comidas que a lo largo de todo un día había que preparar para toda la población concentracionaria porque, si querían aprovecharse de su mano de obra, tenían que mantenerlos vivos hasta que llegara su hora por la falta de las calorías suficientes que una persona necesita a diario. Al menos eran tres las veces que se les ofrecía algo de comida a lo largo de las veinticuatro horas que tiene un día. El desayuno, aunque fuera nada o menos, algo sí se les entregaba. Más fuerte era la comida del medio día –a base de caldo de nabos y agua más o menos clara-, y, por último, en la cena que –aunque poco- algo les entraba por la boca. Pero siempre –según han contado los propios supervivientes-, siempre se acostaban con ese desconsuelo en el estómago como que aún hubieran podido comer algo más en caso de habérselo ofrecido. Estos y otros destinos, dijéramos, más “suaves” alargaban considerablemente la vida de cualquier deportado en un campo de trabajo.
Ya sabemos que los de categoría III se habían construido para asesinar, para matar, para hacer desaparecer de la faz de la tierra a esa raza “impura” que –según Mein Kampf, “Mi lucha”, el libro que había escrito Adolf Hitler mientras estuvo preso en la cárcel de Landsberg, como si fuese el libro a seguir por todos los incondicionales sectarios y que, por cierto, no lo escribió él sino que lo hizo Rudolph Hess que estaba preso con él en la misma celda y se lo dictó al que luego sería el prisionero perpetuo de la cárcel de Spandau, en Berlín, hasta que murió-, eran los judíos. La vida era más corta en esos campos que vimos en relatos anteriores: Auschwitz II-Birkenau, Majdanek, Chelmno, Belzec, Sobibor, Treblinka… porque cuando llegaban los trenes repletos de deportados iban, por turnos, directamente a las cámaras de gas, con pequeñas excepciones aunque lo harían más tarde. Mauthausen, ya sabemos, que también tenía la misma categoría que los anteriores pero, en su caso, era por el trabajo. Se les exprimía hasta la última gota de fuerza que pudieran tener pero, eso sí, trabajando hasta la extenuación. Claro que eso nunca constó como las causas de sus muertes. En los libros de cada campo, donde se apuntaban los fallecimientos, nunca se verá -como la causa de la muerte-, la extenuación, sino eufemismos –uno detrás de otro-, que escondían el verdadero motivo de ésta.
Tenían prefijadas una serie de causas por las que una persona perdía la vida. No sé la cifra exacta. He leído en algún lugar que eran alrededor de quince las causas más frecuentes de muertes –según los responsables médicos SS-, así conforme se certificaba la muerte de un prisionero se tomaba razón de dicho listado, y se continuaba con el siguiente motivo de muerte en el siguiente fallecido. Cuando se llegaba al final se volvía a empezar por el principio. Y así un día y otro, un mes, un año…
Pero, además de todo lo que hemos leído anteriormente, tres eran las cosas imprescindibles para poder sobrevivir un día, o dos, o todos los que el destino les tuviera preparados a cada uno de ellos. Estos eran la gorra, los zapatos y la escudilla. Vamos a ver porqué estas prendas significaban tanto en el día a día de un deportado en cualquier campo de concentración nazi, incluso en sus kommandos; algunos nos van a sorprender. Pero… empecemos a saber algo de cada uno de ellos.
La gorra. La gorra, junto con la chaqueta y el pantalón, formaban parte de la indumentaria característica de un deportado en un campo de concentración nazi. Ese famoso “traje o pijama a rayas” era el icono representativo de todos y cada uno de los deportados que atravesaban el umbral de la puerta de entrada a cualquier campo nazi. A esas ropas le acompañaban, igualmente, ropa interior y calzado si es que el que llevaba el prisionero no estaba en condiciones –pero daba igual, eran de tan mala calidad que terminaban rompiéndose al poco tiempo-. Es cierto, y lo hemos visto en más de una fotografía sobre el tema, que no todos los prisioneros llevaron ese infame traje a rayas. Eran tantos los miles que llegaban a diario a todos y cada uno de los campos que era imposible tenerlos vestidos a todos igual. Es verdad que cuando moría uno de ellos, su traje se aprovechaba para otro recién llegado. En los casos que no había trajes rayados para todos se les hacía una marca en la prenda más visible que por regla general era una chaqueta y se les pintaba o se les cosía una gran cruz en forma de equis mayúscula –para que se viera bien desde lejos-, en la espalda de la misma y otra más pequeña por delante. Pero, entre todas las prendas que recibía cada uno, la más importante era la gorra ¿Por qué?
Todas las mañanas, al levantarse y “asearse” en su Stube correspondiente (sabemos que era una de las dos partes en que se dividía un barracón donde dormían los prisioneros en literas, como hemos visto en las fotografías sobre el particular), salían todos los de cada barracón y formaban delante del mismo. Tenían que pasar lista –como al atardecer- y comprobar que el mismo número de deportados que entraron el barracón en la noche anterior eran los mismos que estaban formados, al amanecer, para comprobar que su número no había variado. Casi todos los días variaba porque alguno de ellos había muerto en la noche por diversas circunstancias que ya conocemos. Ese que había fallecido tenía que estar presente en el recuento mañanero. Ante la imposibilidad de desplazarse él mismo, eran sus compañeros quienes lo llevaban, sin vida, a su lado en la formación para que el cuadrante cuadrara –valga la redundancia-. ¡Mützen ab! (¡quítense la gorra!). A esa voz en tono imperativo dada por un oficial de las SS, todos tenían que descubrirse, o sea, quitarse la gorra. Finalizado el recuento, a la orden de ¡Mützen auf! debían colocarla en su lugar, o sea, sobre su cabeza. Si algún día, por lo que fuera, no encontraba su gorra, era hombre muerto. Le dispararían un tiro en la nuca –antes de empezar a pasar lista-. La gorra, además de necesaria para pasar los listados diarios, mañana y tarde, también lo era para descubrirse cuando algún oficial pasaba por su lado o era llamado por éste. Se dio el caso de un deportado que comprobó por la noche que su gorra había desaparecido. No le quedó más remedio que robar una –mientras sus compañeros dormían-, para poder descubrirse al amanecer, a sabiendas que a quien él se la había robado lo iban a matar por no tener cubierta su cabeza con dicha prenda. Como así sucedió (su historia se puede leer en el libro La gorra o el precio de la vida, de Roman Frister).
Otra prenda imprescindible era la escudilla. Si no tenía algo donde echarle el cazo de comida que le servían al medio día, ese día no comía. Si eso sucedía a diario o muy frecuentemente la esperanza de vida disminuía rápidamente. Se dio el caso, en Mauthausen, de enfrentarse a golpes entre ellos –los deportados que estaban en fila para recibir su ración de caldo de nabos-, por no querer ser el primero en la fila para recibir el “manjar” diario recién salido de la cocina, aún humeante. Y, claro, todo tiene su lógica. En este caso era que los primeros que accedían a la comida recibían el caldo (o algo parecido a eso), caliente, eso sí, pero solamente caldo ¿por qué? Pues porque los nabos estaban en el fondo de la marmita donde se habían cocido y los últimos de la fila eran siempre los que recibían ese preciado alimento. De ahí esa pelea pero, en realidad, eso sucedía casi todos los días. Por la noche no lo era tanto puesto que con el trozo de pan, margarina y salchichón se iban a la cama tan satisfechos. Siempre se dijo que las cenas debían ser frugales. Desde luego éstas lo eran. Los desayunos no diferían mucho de las cenas. Algo parecido a un sucedáneo de café con alguna que otra galleta, incluso también alguna chacina sobrante de la noche anterior.
Por último, otra prenda que -se puede decir- más que necesaria era el calzado. Los zapatos eran una “garantía” –si es que se podía tener esa situación en el campo-, de que podían salvar, al menos, un día de vida. Si estaba en la cantera cualquier herida en el pie, no curada o no bien curada, suponía que en un corto espacio de tiempo iba a tener gangrena. Lo mismo pasaba en esas interminables pasadas de lista, bien al anochecer, bien al amanecer, frente al barracón, en pleno invierno, con el suelo pleno de hielo o helado… el frío hacía el resto. Las listas, a veces, se podían prolongar horas y horas. Pisando hielo… la gangrena también aparecía tras el congelamiento de algún dedo…La muerte –tan deseada por algunos-, les libraba de ese sufrimiento diario que muchos de ellos querían dejar de sentir pero eran incapaces de llevarlo a la práctica por sí mismos.
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