Hablando sobre deportados españoles a campos nazis (VIII)

Bajan de cada uno de los vagones que conforman ese convoy con rapidez, bajo las voces de los soldados SS queles interpelan vociferando para que vayan formando; un oficial da la orden de marcha y se dirigen hacia la colina próximo a la estación. El campo de Mauthausen les está esperando.

Por Pepe Sedano

VIII.- NO ERES UNA PERSONA, ERES UN NÚMERO: EL 5729.

Llegábamos, en el capítulo anterior, al campo de concentración nazi de Mauthausen, a unos 20 km. de la ciudad de Linz, en el norte austríaco, y lo hacíamos de la mano de un deportado republicano español, natural del pueblo alpujarreño de Ugíjar, en la zona granadina de esta comarca natural a caballo entre las provincias de Granada y Almería, que había llegado en el mes de enero de 1941 a este campo y falleció en el mes de mayo de 1942 en el kommando Gusen al que había llegado –procedente del campo matriz-, en el mes de abril de 1941. Pero lo vamos a hacer de la mano de Antonio Ruiz Velasco que era el que nos “contaba” su llegada al campo, siguiéndole los pasos desde que llegó hasta que se fue. No es muy agradable, pero los datos que vamos a leer a continuación sobre él son reales y están extraídos del “Libro Memorial. Españoles en los campos de concentración nazis (1940-1945)”, cuyos autores son mis amigos Benito Bermejo y Sandra Checa, libro editado por el Ministerio de Cultura en 2006.

Antonio es una de las aproximadamente 500.000 personas que atravesaron la frontera francesa al finalizar la batalla del Ebro y quedar Cataluña aislada. Era quedarse a ver qué pasaba o poner rumbo hacia el exilio forzado al país que más cerca tenía que no era otro que Francia. Durante el primer trimestre de 1939, sin conocer la fecha con exactitud, como tantos fue uno de los que cruzó esa línea imaginaria que separa ambos países. Como tantos miles de españoles, fue dirigido hacia un campo de refugiados donde el gobierno galo intentó -de alguna manera-, tener controlada a esa ingente cantidad de población foránea que les estaba entrando por su frontera y a la que no pudo atender como se merecía porque no habían querido ver esa posibilidad con la antelación suficiente como para haber tenido preparado la mínimo que una persona necesita diariamente.

Poco a poco Antonio se fue habituando a la vida en el campo donde fue destinado que no era ninguna vida puesto que no hacían nada desde el alba hasta el anochecer. Veían discurrir el tiempo, comer un plato diario –a lo sumo dos-, y dormir. Cuando el gobierno francés barajó la posibilidad de aprovechar esa mano de obra que tenía en los campos de refugiados españoles y la puso en práctica, Antonio fue uno de los que formaron parte de una de la Compañías de Trabajadores Extranjeros para reforzar las defensas de la Línea Maginot, próxima a la frontera con Alemania, pues temía el gobierno galo –y el tiempo le dio la razón-, que Alemania podría volver a invadirles después de ver lo que estaba haciendo con Polonia y que poco tiempo después hizo con los Países Bajos. Así Antonio vio con buenos ojos, para salir de la monotonía del día a día, alistarse en una de ellas. Y así lo hizo.

Él, como tantos miles de los que se alistaron, fue destinado a un lugar situado en las proximidades de la frontera francesa con el país teutón en decenas y decenas de CC.TT.EE. Lo que pasó después, ya lo leímos en capítulos anteriores. Los alemanes entraron por el bosque de Las Ardenas donde jamás pensó el Alto Estado Mayor francés que lo haría y donde no había ninguna de esas Compañías puesto que ¿quién iba a entrar por un bosque impenetrable? Precisamente por eso entró el ejército alemán por ahí, porque nadie pensó que podría hacerse por ese lugar. Y el general Guderian lo consiguió con sus tanques.

Entre el 10 de mayo y el 25 de junio de 1940, período que significó la entrada total del ejército alemán en Francia, Antonio es detenido al verse visto envuelta su CTE, junto con otras muchas más, por la pinza alemana que había entrado en Francia por la frontera belga y por el bosque de Las Ardenas –como hemos dicho anteriormente. Después de pasar la “cuarentena” en un Frontstalag, Antonio es enviado al Stalag XI-B, situado en la localidad alemana de Fallingbostell asignándole el número de matrícula 87.796. Antonio tiene en ese momento 22 años, puesto que había nacido el 19 de junio de 1918 en Ugíjar (Granada). Desde esa fecha (mayo-junio de 1940), hasta el 27 de enero de 1941 Antonio permanecía en el Stalag como prisionero de guerra. Desde el momento en que lo abandona y es enviado al campo de concentración de Mauthausen, ha dejado de ser prisionero de guerra, por lo tanto no se le aplicará –ni a él ni a ningún español que vaya a ese campo-, la Convención de Ginebra y pasará a ser un apátrida, una persona que no tiene un país que le reconozca como natural del mismo y –por eso mismo- tendrá un gravísimo problema, si es que sobrevive, porque no podrá regresar a su país puesto que le han negado su nacionalidad (habíamos visto en capítulos anteriores que bien Franco, bien Serrano Suñer, habían dicho que “fuera de España no había españoles” y, por consiguiente les negó la nacionalidad).

Lamentablemente, en una de las listas confeccionadas en las oficinas del campo por un “Prominentem” (los que tenían un trabajo más “cómodo”, como si fuesen “personas distinguidas”, dentro de una oficina, con una mesa y una silla donde estar sentado pero continuaba siendo un deportado), aparecía, entre otros, su nombre para ser enviado al campo de concentración de Mauthausen. De esta manera nuestro hombre es uno más de los cerca de 100 personas –a veces fueron más-, que entran en uno de los vagones de ese tren que se prepara a marchar, desde un lugar de Alemania hacia otro lugar, a 20 km. de la ciudad austríaca de Linz, que tiene por nombre Mauthausen. Antonio después de recorrer los kilómetros que separan ambas ciudades ha llegado en ese tren a esa pequeña estación a orillas del Danubio de la que hemos hablado en capítulos anteriores. Bajan de cada uno de los vagones que conforman ese convoy con rapidez, bajo las voces de los soldados SS que, con fusil al hombro, les interpelan vociferando -junto con los ladridos de los perros que les acompañan-, para que vayan formando, de a cinco de frente; conseguido esto, un oficial da la orden de marcha y se dirigen hacia la colina próximo a la estación. El campo de Mauthausen les está esperando. Ese 27 de enero de 1941 Antonio traspasa esa enorme puerta en la que -sobre su dintel-, existía un águila enorme de bronce sosteniendo, entre sus garras, la esvástica nazi ¿A qué se enfrentaba Antonio a partir de ese momento que traspasó el umbral de la puerta? Ahora lo vamos a “ver”.

Lo primero que hacían con los deportados al llegar al campo era hacerles entrar en la sala de duchas. El agua, por supuesto, era fría. Los que llegaron en invierno lo pasaron muy mal porque la temperatura en el exterior era muy gélida, quizá a algún grado bajo cero. El suelo helado, el agua helada… todo estaba helado a su alrededor. Tenían que secarse con su propia ropa y después ponérsela medio mojada. A continuación revisión médica somera, lo que se veía a simple vista sin más complicaciones. Acto seguido rapado de todo el vello que se viese: pelo, axilas, partes íntimas y el paso siguiente era rellenar la ficha correspondiente del deportado. Un número, el que correspondiese, apellidos y nombre, fecha y lugar de nacimiento, nombre de los padres, lugar de residencia anterior y persona de contacto con su dirección, tipo de religión que profesa, estado civil, hijos –en su caso-. En la esquina superior izquierda de dicha ficha un triángulo azul le distingue de otros por ser un apátrida, o sea, no tiene país reconocido –paradójicamente en el triángulo azul que llevará en la chaqueta a rallas que le harán entrega, junto con la gorra y los pantalones amén de ropa interior, llevará en su centro una letra S mayúscula que le distingue como “Spaniard”, o sea, español-.

Posteriormente se le asigna el block (barracón) donde pasará el tiempo que no esté en la calle, donde están las literas para dormir (en algunos casos esas literas que estaban pensadas para una persona llegarán a albergar a dos y hasta tres deportados). En ese block habrá una pequeña habitación para el Kapo responsable (kapo es la unión de dos palabras: Kamarade Polizei, que quiere decir “compañero policía”, es decir, era otro deportado que había sido “ascendido” con la responsabilidad de vigilar –y golpearles si tenían que hacerlo con una porra de goma o verga, más si era acreedor delante de algún oficial de las SS-; el block, igualmente estaba dividido en Stubes, o sea, una de las dos partes en las que se dividía, el A o el B, con literas en cada uno de ellos y cada Stube tenía un Kapo responsable. A la entrada a cada uno de los block existía una especie de fuente de agua circular, única para poder asearse diariamente la población de cada uno de los Stubes.

Una vez que rellenaban las fichas correspondientes a cada uno de los deportados correspondía hacerles unas fotografías –como a cualquier presidiario-, de frente, perfil derecho e izquierdo. En la de frente cada prisionero sostenía un cartel indicando el nombre del campo de concentración donde estaba, así como el número que le había correspondido de matrícula. Era importantísimo aprenderse –cuanto antes mejor puesto que les iba la vida en ello-, ese número en alemán pero no como si estuvieran diciendo una cantidad con los miles, las centenas… etc. No, tenía que aprendérselo de dos en dos cifras. Es decir, en el caso de Antonio que era el 5729, tendría que pronunciarlo en alemán diciendo 57 y luego 29. La particularidad que tienen la pronunciación de los números en este idioma es que las unidades van delante de las decenas, o sea, que para decir en alemán 57 hay que decir 7 y 50, y para 29 sería 9 y 20. En alemán sería: siebenundfünfzig neunundzwanzig. También les ha sido entregado, además del traje a rallas y la gorra, unos zapatos tipo zuecos o similares, y una escudilla o gamela donde poder servirles la comida así como un juego de cuchara y tenedor.

Esas tres cosas eran importantísimas en un campo de concentración –además de mucha suerte-. La gorra porque tenías que descubrirte cada día, a la mañana y a la tarde cuando pasaban lista frente al block, así como cuando pasaba un oficial delante de él. La escudilla para poder servirte la comida. Si no tenías eso no podían darte nada y ese día no podían comer y, por último, los zapatos. Si estaban descalzos cualquier piedra podría herirle y producir infección y la gangrena no tardaba en llegar. En inviernos podían congelarse los pies pues el suelo estaba con hielo y a los tres días la gangrena, igualmente, le invadía. La muerte no tardaba en llegar. Cada día era, desde luego, una suerte sobrevivir.

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