Hablando sobre deportados españoles a campos nazis (VII)

Al bajarnos de los vagones, formar e iniciar el camino de ascenso a la cercana colina, hemos podido leer un nombre: Mauthausen… Los focos cada vez son más grandes, más potentes. No me siento los pies. El frío se me ha metido en todo el cuerpo. Se me está helando hasta el tuétano. Creo que hoy es 27 de enero de 1941.

VII.- KL MAUTHAUSEN. CATEGORÍA III.

A través de los diferentes capítulos anteriores –que supongo habrá leído usted en todas y cada una de las páginas de NR-, hemos ido viendo los pasos de un deportado republicano español –que eran los mismos de otras nacionalidades que se encontraran en la Francia ocupada-, hacia cualquiera de los diferentes campos de concentración que se fueron levantando, tanto en Alemania como en otros países de los que ocupó el país teutón. Y nos hemos quedado en sus puertas. Podíamos hablar –escribir en nuestro caso-, sobre los diferentes campos donde hubo españoles, y no descarto que en futuros capítulos lo hagamos pero, por ahora, nos vamos a centrar en el que más deportados republicanos hubo, y no es otro que el de Mauthausen. A este campo, además, se le denominó el “campo de los españoles” y realmente no fue porque hubiese más españoles que de otras nacionalidades –hasta de 26 nacionalidades llegaron a pasar por su puerta franqueada por esa inmensa águila que sujetaba, con sus garras, sobre el dintel, la cruz gamada nazi-, sino porque el día 5 de mayo de 1945, es decir, el día de la liberación del mismo, los republicanos españoles confeccionaron una pancarta, con sábanas de sus jergones, en la que se podía leer con grandes letras lo que sigue: “Los españoles antifascistas saludan a las fuerzas liberadoras”. Estaba escrito, con las letras más pequeñas, el mismo texto en dos idiomas más. Por eso prevaleció el texto en castellano sobre los demás, dando por hecho que los españoles eran más en el interior de ese campo cuando, en realidad, no lo eran.

El chirrido de la frenada final de ese tren llegando a la tranquila estación del pequeño pueblo austríaco de Mauthausen, a orillas del río Donau –el Danubio para nosotros-, a altas horas de la madrugada, se dejó oír a lo largo y ancho de todo el pueblo. El convoy había completado su viaje. Cada uno de los vagones que lo componían venía repleto de deportados republicanos españoles que habían sido capturados por el ejército alemán en Los Vosgos, región francesa donde estaban trabajando en cualquiera de las Compañías de Trabajadores Extranjeros que por allí estaban desplazadas, reforzando las defensas, ya construidas al finalizar la Gran Guerra, que conformaban la Línea Maginot. Esa inesperada invasión a Francia por donde nadie les esperaba –como vimos en un capítulo anterior-, hizo que todas las CC.TT.EE. allí desplazadas fueran hechos prisioneros sin pegar un tiro –puesto que eran personal civil aunque bajo mando militar-.

Tras pasar por los Frontstalag, los Stalag, acaban de llegar a la estación donde se encuentra uno de los campos de concentración nazis clasificados de III categoría –según estipulan las bases para llevar a cabo la “Solución final” u “Operación Reinhard”, contenidas en el Protocolo de Wansee, firmado en un palacete a las afueras de Berlín, junto al lago del mismo nombre, donde una serie de gerifaltes nazis bajo la presidencia de Reinhard Heydrich, número dos de las SS (las Schutzstaffel, en realidad eran dos palabras Schutz y Staffel, que significan: escuadrones de protección; eran originalmente una organización paramilitar que brindaba seguridad al Partido Nazi. Su equivalente más cercano para que nos hagamos una idea podría ser la Guardia Pretoriana que velaba por la seguridad del Emperador de Roma), actuando de secretario para levantar acta de la sesión, el teniente coronel –también de las SS-, Adolf Eichmann-, que era el máximo responsable de la Sección IV.B4 de las SS, subordinada a su vez a la Oficina Central de Seguridad del Tercer Reich Alemán que se encargaba de la organización y transporte de los deportados, desde cualquier parte a cualquiera de los diferentes campos distribuidos por Centroeuropa.

Los campos denominados de III categoría eran los encargados de exterminar a todos los deportados que llegaran en los diferentes convoyes. Es el caso del campo de Auschwitz II-Birkenau, y Treblinka, Majdanek, Belzec, Sobibor o Chelmno. Era la muerte por la muerte. Sin embargo, en el caso del campo de Mauthausen –a pesar de tener la misma categoría que los anteriores-, era la muerte por el trabajo. Es decir que aprovechaban hasta el último aliento de todos y cada uno de los prisioneros deportados a ese campo en la realización de un trabajo que, en condiciones normales de vida y alimentación-, ya sería muy intenso, agotador e ingrato. En las condiciones que ellos se encontraban era, además de dificultoso, abrumador y doloroso, también enfermizo. Se calculó que la esperanza de vida en esas condiciones de trabajo un deportado en Mauthausen o Gusen –un subcampo dependiente del principal donde también fueron enviados a trabajar en las canteras de granito-, no superaría los seis meses. Algunos de ellos ni llegaron a superar esa esperanza de vida prevista.

Los primeros republicanos españoles que llegaron a Mauthausen vimos, en un capítulo anterior, que lo hicieron procedentes de la playa de Dunkerque. El campo, cuando ellos llegaron, aún no estaba terminado y fueron adscritos a kommandos o grupos de trabajo encargados de finalizar las obras del mismo. La mayor parte de los republicanos que llegaron a Mauthausen en los convoyes siguientes fueron destinados a la cantera de granito que, bajo la denominación de Wienergraben, se encontraba próximo al recinto que rodeaba los muros del campo. Desde el campo hasta la cantera discurría un pequeño camino al que se le denominó “El sendero de la sangre” que desembocaba en los 186 peldaños, esculpidos en el propio granito, con alturas irregulares cada uno (era un rompe piernas) de la llamada la “Escalera de la muerte”. Una vez llegaban al final de esa terrible escalera tenían ante sí un tajo de unos 80 metros que es de donde se extraía el granito para hacerlo bloques y enviarlo a Alemania o a diversas ciudades de Austria para las diferentes obras que se estaban construyendo debido a la megalomanía del führer del Tercer Reich que no era otro sino Adolf Hitler. Esta inmensa pared de granito fue bautizada como la “Pared de los paracaidistas” porque algunos la elegían para suicidarse arrojándose al vacío aunque, igualmente, también fue utilizada por algún que otro soldado SS que, sin causa alguna ni razón, con un leve empujón, los hacía despeñarse hacia el abismo de piedras que había al pie de dicha altura. Pero vamos a ver cómo se llegaba al campo desde la estación del pueblo. Y lo vamos a hacer con un deportado alpujarreño que narra, en primera persona, su llegada a Mauthausen. Dice así:

Es madrugada. La nieve ha comenzado a caer débilmente. Nuestra ropa está empapada porque, antes de ser nieve era una finísima lluvia la que nos caía encima. Subimos una empinada cuesta. Vamos en formación. Nos empujan para acelerar el paso. El frío, el miedo, el ladrido de los perros que no cesa, impiden pensar; solo obedecer. Nos gritan en una lengua que no entendemos. No sabemos qué hacer y, por ello, nos llueven los golpes. Continuamos ascendiendo. Más golpes, más voces, más ladridos… ¿Dónde estamos? ¿Adónde vamos? Desde que bajamos del tren hace un rato no han cesado de darnos voces. Son soldados. Cuelgan fusiles de sus hombros. Algunos sujetan firmemente una cuerda que evita que los perros salten sobre nosotros tras haber bajado de cada uno de los vagones que componían ese convoy.

El camino está helado. Lo notan las suelas de mis maltrechos zapatos. Seguro que estamos bajo cero y que la nieve nos rodea; pero no la veo. En la oscuridad de la noche, conforme nos acercamos a paso ligero, distinguimos dos potentes focos instalados en la parte alta de un edificio que, por la altura donde están situados, aparenta ser ciclópeo. ¿A qué lugar nos han traído los alemanes, en ese maldito tren de mercancías? Hemos llegado, después de –al menos- tres días de viaje infernal. Encerrados como animales, sin ventilación, sin poder movernos, haciendo las necesidades propias a la vista de todos; sin pudor porque la ocasión no era favorable y la necesidad perentoria.

Al bajarnos de los vagones, formar e iniciar el camino de ascenso a la cercana colina, hemos podido leer un nombre: Mauthausen… Los focos cada vez son más grandes, más potentes. No me siento los pies. El frío se me ha metido en todo el cuerpo. Se me está helando hasta el tuétano. Creo que hoy es 27 de enero de 1941.

Hemos llegado. La enorme puerta de ese granítico edificio está abierta. Parece como si nos tragara al atravesarla. Distingo, en la parte superior del muro donde se encuentra la puerta, una enorme figura, –seguramente de bronce, aún de noche y no se puede reconocer bien-, de un águila, que sostiene con sus garras la esvástica nazi. Da a entender que, con su penetrante mirada, se ha estado fijando en cada uno de nosotros. Y somos cientos pero… estoy solo. No tengo a mi lado a ningún amigo; conocidos sí, pero eso, conocidos. Ningún paisano ha viajado conmigo. Soy el único deportado de Ugíjar que ha llegado a este infame lugar del que no sé si podré salir”.

Esto forma parte de un relato mayor que yo escribía en 2016 para la revista “Abuxarra” de La Alpujarra, referido a un habitante alpujarreño de la localidad granadina de Ugíjar, el único de esa localidad, que fue deportado a Mauthausen. Antonio Ruíz Velasco llegó en enero de 1941 y falleció en mayo de 1942. Desde luego ese texto me lo imaginé pero poco podía diferir de las condiciones en las que subieron esa colina que le separa de la estación de trenes del pueblo, en los primeros días de enero, en pleno invierno en aquellas latitudes es terrible, más de madrugada. Aunque siempre, como sabemos, la realidad supera a la imaginación. Tuvo que ser peor, desde luego, que lo que yo pudiera imaginarme.

Así llegaron a Mauthausen, todos y cada uno de los cientos de miles de deportados que fueron atravesando el umbral de la puerta de ese campo de la infamia a lo largo de los años en los que funcionó como tal. La mayoría de ellos serían trasladados a los diferentes kommandos de los que disponía el campo matriz para realizar diferentes trabajos. En el cercano kommando de Gusen, llegarían a abrir dos más, es decir Gusen I, II y III porque en cada uno de ellos había una cantera que explotar. Pero también estaban otros como Ternberg, Steyr, Lobl Pass, el castillo de Harteim –donde tantos murieron-, Ebensee, Melk, Amstettem, Hellenstein… y tantos otros. En el siguiente capítulo ya han traspasado la puerta… ¿Qué pasará ahora?

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